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Mundo de Tinta 1 Corazón de tinta Cornelia Funke Ilustraciones de la autora Traducción de Rosa Pilar Blanco ![]() 1ª edición: septiembre de 2004 2ª edición: septiembre de 2004 Premio nacional a la mejor labor editorial cultural 2003 Título original: Tinterherz Colección dirigida por Michi Strausfeld Diseño gráfico: Gloria Gauger Cecilie Dressler Verlag, Hamburg, 2003 De la traducción, Rosa Pilar Blanco Ediciones Siruela, S. A., 2004 Plaza de Manuel Becerra, 15. «El Pabellón» 28028 Madrid. Tels.: 91 355 57 20 / 91 355 22 02 Fax: 91 355 22 01 siruela@siruela.com www.siruela.com Printed and made in Spain ADVERTENCIA Este archivo es una versión corregida a partir de otro encontrado en la red, para compartirlo con un grupo reducido de amigos, por medios privados. Si llega a tus manos debes saber que no deberás colgarlo en webs o redes públicas, ni hacer uso comercial del mismo. Que una vez leído se considera caducado el préstamo y deberá ser destruido. 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Y para Elinor, Que me prestó su nombre, a pesar de que no lo necesitaba, para una reina elfa. ![]() Vino, vino. vino una palabra, vino, a través de la noche vino, deseando brillar. Ceniza. Ceniza, ceniza. Noche. Paul Celan, «Stretto» ![]() UN EXTRAÑO EN LA NOCHE La luna brillaba en el ojo del caballo balancín y en el ojo del ratón cuando Tolly lo sacó de debajo de la almohada para contemplarlo. El reloj hacía tictac, y en medio del silencio él creyó oír unos piececitos descalzos corriendo por el suelo, luego risas contenidas y cuchicheos y un sonido como si estuvieran pasando las páginas de un libro grande. Lucy M. Boston, Los niños de Green Knowe Aquella noche llovía. Era una lluvia fina, murmuradora. Incluso años y años después, a Meggie le bastaba cerrar los ojos para oír sus dedos diminutos tamborileando contra el cristal. En algún lugar de la oscuridad ladraba un perro y Meggie no podía conciliar el sueño, por más vueltas que diera en la cama. Guardaba debajo de la almohada el libro que había estado leyendo. La tapa presionaba su oreja, como si quisiera volver a atraparla entre las páginas impresas. —Vaya, seguro que es comodísimo tener una cosa tan angulosa y dura debajo de la cabeza —le dijo su padre la primera vez que descubrió un libro debajo de su almohada—. Admítelo, por las noches te susurra su historia al oído. —A veces —contestó Meggie—. Pero sólo funciona con los niños pequeños. —Como premio Mo le pellizcó la nariz. Mo. Meggie siempre había llamado así a su padre. Aquella noche —en la que tantas cosas comenzaron y cambiaron para siempre— Meggie guardaba debajo de la almohada uno de sus libros predilectos, y cuando la lluvia le impidió dormir, se incorporó, se despabiló frotándose los ojos y sacó el libro de debajo de la almohada. Cuando lo abrió, las páginas susurraron prometedoras. Meggie opinaba que ese primer susurro sonaba distinto en cada libro, dependiendo de si sabía lo que le iba a relatar o no. Sin embargo, ahora lo fundamental era disponer de luz. En el cajón de su mesilla de noche escondía una caja de cerillas. Su padre le había prohibido encender velas por la noche. El fuego no le gustaba. —El fuego devora los libros —decía siempre, pero al fin y al cabo ella tenía doce años y era capaz de controlar un par de velas. A Meggie le gustaba leer a la luz de las velas. En el antepecho de la ventana tenía tres fanales y tres candeleros. Cuando estaba aplicando la cerilla ardiendo a una de las mechas negras, oyó pasos en el exterior. Asustada, apagó la cerilla de un soplido —¡con qué precisión lo recordaba todavía muchos años después!—, se arrodilló ante la ventana mojada por la lluvia y miró hacia fuera. Entonces lo vio. La oscuridad palidecía a causa de la lluvia y el extraño era apenas una sombra. Sólo su rostro brillaba hacia Meggie desde el exterior. El pelo se adhería a su frente mojada. La lluvia chorreaba sobre él, pero no le prestaba atención. Permanecía inmóvil, los brazos cruzados contra el pecho, como si de ese modo pretendiera entrar en calor. El desconocido no apartaba la vista de su casa desde el otro lado. «¡Tengo que despertar a Mo», pensó Meggie. Pero se quedó sentada, con el corazón palpitante, los ojos clavados en la noche, como si el extraño le hubiera contagiado su inmovilidad. De pronto, el desconocido giró la cabeza y a Meggie le dio la impresión de que la miraba de hito en hito. Se deslizó fuera de la cama con tal celeridad que el libro abierto cayó al suelo. Echó a correr descalza y salió al oscuro pasillo. En la vieja casa hacía fresco, a pesar de que estaba finalizando el mes de mayo. En la habitación de su padre aún había luz. Él solía permanecer despierto hasta bien entrada la noche, leyendo. Meggie había heredado de él la pasión por los libros. Cuando después de una pesadilla buscaba refugio a su lado, nada le hacía conciliar el sueño mejor que la tranquila respiración de su padre junto a ella y el ruido que producía al pasar las páginas. Nada ahuyentaba más deprisa los malos sueños que el crujido del papel impreso. Pero la figura que estaba ante la casa no era un sueño, era real. El libro que Mo leía aquella noche tenía las tapas de tela azul pálido. Meggie también se acordaría de eso más adelante. ¡Qué cosas tan triviales se quedan adheridas a la memoria! —¡Mo, hay alguien en el patio! Su padre levantó la cabeza y la miró con aire ausente, como siempre que interrumpía su lectura. Solía costarle unos momentos encontrar el camino desde el otro mundo, desde el laberinto de las letras. —¿Que hay alguien? ¿Estás segura? —Sí. Está mirando fijamente nuestra casa. Su padre apartó el libro. —¿Qué has estado leyendo antes de dormirte? ¿El Dr. Jekyll y Mr. Hyde? Meggie frunció el ceño. —¡Por favor, Mo! Ven conmigo. No la creía, pero la siguió. Meggie tiraba de él con tanta impaciencia que en el pasillo se golpeó los dedos de los pies con un montón de libros. ¿Con qué si no? Los libros se amontonaban por toda la casa. No sólo estaban en las estanterías como en otras casas, no, en la suya se apilaban debajo de las mesas, sobre las sillas, en los rincones de las habitaciones. Había libros en la cocina, en el lavabo, encima del televisor, en el ropero, en montoncitos, en grandes montones, gordos, delgados, viejos, nuevos... Los libros recibían a Meggie con las páginas abiertas sobre la mesa del desayuno en un gesto imitador, ahuyentaban el aburrimiento en los días grises... y a veces tropezaba con ellos. —¡Está ahí quieto, sin más! —susurró Meggie mientras arrastraba a su padre hasta su habitación. —¿Tiene la cara peluda? En ese caso podría ser un hombre lobo. —¡Calla de una vez! —Meggie lo miró con severidad, a pesar de que las bromas de su padre disipaban su miedo. Ella misma creía ya que aquella figura en medio de la lluvia era obra de su imaginación... hasta que volvió a arrodillarse delante de su ventana—. ¡Ahí! ¿Lo ves? —musitó. Su padre miró hacia el exterior, a través de las gotas de lluvia que caían, pero no dijo nada. —¿No juraste que jamás vendría un ladrón a nuestra casa porque no hay nada que robar? —susurró Meggie. —Ése no es un ladrón —respondió su padre, pero su rostro estaba tan serio cuando se apartó de la ventana que el corazón de Meggie latió más deprisa—. Vete a la cama, Meggie —le aconsejó—. Esa visita es para mí. Y antes de que Meggie pudiera preguntarle qué demonios de visita era aquella que se presentaba en mitad de la noche, abandonó la habitación. La niña lo siguió, inquieta. Desde el pasillo oyó cómo soltaba la cadena de la puerta de entrada, y al llegar al vestíbulo vio a su padre plantado en el umbral. La noche irrumpió, oscura y húmeda, y el fragor de la lluvia tronó amenazador. —¡Dedo Polvoriento! —gritó Mo en dirección a la oscuridad—. ¿Eres tú? ¿Dedo Polvoriento? ¿Qué nombre era ése? Meggie no recordaba haberlo oído jamás, y sin embargo le resultaba familiar, como un recuerdo lejano que no acabase de tomar forma. Al principio en el exterior persistía el silencio. Sólo se oía el rumor, los cuchicheos y susurros de la lluvia, como si la noche hubiera adquirido voz de repente. Pero luego unos pasos se aproximaron a la casa, y el hombre que permanecía en el patio surgió de la oscuridad. Su largo abrigo se le pegaba a las piernas, empapado por la lluvia, y cuando el desconocido irrumpió en la luz que se escapaba de la casa, durante una fracción de segundo Meggie creyó ver sobre su hombro una cabecita peluda que se asomaba para fisgonear fuera de su mochila y volvía a desaparecer en el acto en su interior. Dedo Polvoriento se pasó la manga por la cara mojada y tendió la mano a Mo. —¿Qué tal te va, Lengua de Brujo? —preguntó—. Hace ya mucho tiempo. Mo, vacilante, estrechó la mano que le tendía. —Sí, mucho —respondió mientras acechaba más allá del visitante, como si estuviese esperando que otra figura surgiese de la noche. —Entra, que vas a pillar una pulmonía. Meggie dice que llevas un buen rato ahí fuera. —¿Meggie? Ah, sí, claro. Dedo Polvoriento siguió a Mo al interior de la casa. Examinó a Meggie con tanto detenimiento que, de pura timidez, la niña no sabía dónde fijar la vista. Al final se limitó a clavar sus ojos en el desconocido. —Ha crecido. —¿Te acuerdas de ella? —Por supuesto. Meggie observó que su padre cerraba dando dos vueltas a la llave. —¿Qué edad tiene ahora? —inquirió sonriendo Dedo Polvoriento. Era una sonrisa extraña. Meggie no acertó a decidir si era sardónica, condescendiente o simplemente tímida. Ella no se la devolvió. —Doce —contestó Mo. —¿Doce? ¡Cielo santo! Dedo Polvoriento se apartó de la frente el pelo empapado. Le llegaba casi hasta los hombros. Meggie se preguntó de qué color sería cuando estuviese seco. Alrededor de la boca, de labios finos, los cañones de la barba eran rojizos como la piel del gato callejero al que Meggie dejaba a veces una tacita de leche delante de la puerta. También brotaban en sus mejillas, ralos como la barba incipiente de un joven. No lograban ocultar las cicatrices, tres largas cicatrices pálidas que suscitaban la impresión de que en algún momento habían roto y recompuesto la cara de Dedo Polvoriento. —Doce años —repitió—. Claro. Por entonces contaba... tres, ¿no es cierto? Mo asintió. —Ven, te daré algo que ponerte. —Arrastró a su visitante consigo, lleno de impaciencia, como si de repente tuviera prisa por ocultarlo a los ojos de Meggie—. Y tú... —dijo lanzando a su hija una mirada por encima del hombro—, tú vete a dormir, Meggie. Acto seguido, sin más palabras, cerró tras de sí la puerta del taller. Meggie se quedó allí, frotándose los pies fríos uno contra otro. «Vete a dormir.» A veces, cuando se había hecho demasiado tarde, su padre la tiraba en la cama como si fuera un saco de patatas. Otras, después de cenar, la perseguía por toda la casa hasta que ella, sin aliento por la risa, se ponía a salvo en su habitación. Y algunas se sentía tan cansado, que se tendía en el sofá y su hija le preparaba un café antes de acostarse. Pero nunca, nunca la había mandado a la cama como hacía un momento. Un presentimiento, pegajoso por el miedo, se instaló en su corazón: con ese desconocido cuyo nombre sonaba tan extraño y sin embargo tan familiar, había irrumpido en su vida algo amenazador. Y deseó —con tal vehemencia que ella misma se asustó— no haber ido a buscar a Mo y que Dedo Polvoriento se hubiera quedado fuera hasta que se lo hubiese llevado la lluvia. Cuando la puerta del taller se abrió de nuevo, la niña se estremeció, sobresaltada. —¿Pero aún sigues aquí? —preguntó su padre—. Vete a la cama, Meggie, enseguida. Su padre mostraba esa arruguita encima de la nariz que sólo aparecía cuando algo le preocupaba de verdad, y la miró con aire ausente, como si sus pensamientos vagaran muy lejos de allí. Un presentimiento creció en el corazón de Meggie y desplegó sus alas negras. —¡Dile que se vaya, Mo! —exclamó mientras él la conducía hacia su habitación—. ¡Por favor, dile que se vaya! Me resulta insoportable. Su padre se apoyó en la puerta abierta. —Mañana, cuando te levantes, se habrá ido. Palabra de honor. —¿Palabra de honor? ¿Sin cruzar los dedos? —Meggie lo miró fijamente a los ojos. Ella siempre se daba cuenta de cuando su padre le mentía, por mucho que él se esforzara en disimularlo. —Sin cruzar los dedos —respondió él levantando ambas manos como prueba. A continuación salió y cerró la puerta, a pesar de saber que a ella no le gustaba. Meggie pegó la oreja a la puerta y aguzó el oído. Oyó el tintineo de la vajilla. Vaya, a Barba de Zorro le estaban dando un té para que entrase en calor. «Espero que coja una pulmonía», pensó Meggie. Aunque no tenía por qué morirse de ella, como la madre de su profesora de inglés. Meggie oyó silbar la tetera en la cocina y a Mo regresando al taller con una bandeja repleta de vajilla tintineante. Después de haberse cerrado la puerta, la niña aguardó unos segundos por precaución, aunque le costó lo suyo. Luego volvió a deslizarse sigilosamente hasta el pasillo. En la puerta del taller de Mo colgaba un letrero, una delgada placa de hojalata. Meggie se sabía de memoria las palabras que figuraban en él. A los cinco años se había ejercitado en la lectura con aquellas letras puntiagudas pasadas de moda: Algunos libros han de ser paladeados, otros se engullen, y sólo unos pocos se mastican y se digieren por completo. Por entonces, cuando aún tenía que encaramarse a un cajón para descifrar el letrero, había creído que lo de masticar se decía en sentido literal, y se había preguntado, horrorizada, por qué precisamente Mo había colgado en su puerta las palabras de un profanador de libros. Ahora, con el paso del tiempo, sabía lo que quería decir, pero esa noche las palabras escritas no le interesaban. Quería entender las palabras habladas, susurradas, pronunciadas en voz baja, casi inaudibles, que los dos hombres cruzaban detrás de la puerta. —¡No lo subestimes! —oyó decir a Dedo Polvoriento. Qué distinta sonaba su voz a la de Mo. Ninguna voz sonaba como la de su padre. Con ella Mo era capaz de pintar cuadros en el aire. —¡Él haría cualquier cosa por conseguirlo! —ése era de nuevo Dedo Polvoriento—. Y cualquier cosa, créeme, significa cualquier cosa. —Jamás se lo daré —ésa era la voz de su padre. —¡Pero él lo conseguirá de un modo u otro! Te lo repito: te siguen la pista. —No sería la primera vez. Hasta ahora siempre he conseguido quitármelos de encima. —¿Ah, sí? ¿Y cuánto tiempo crees que podrás todavía? ¿Qué será de tu hija? ¿O acaso pretendes convencerme de que le gusta trasladarse continuamente de la ceca a la meca? Créeme, sé de lo que estoy hablando. Detrás de la puerta se hizo tal silencio que Meggie casi no se atrevía a respirar por miedo a que ambos hombres la oyeran. Su padre comenzó a hablar de nuevo, aunque con cierta vacilación, como si le costase articular las palabras. —¿Y qué... qué debo hacer en tu opinión? —Acompañarme. ¡Yo te llevaré con ellos! —Una taza tintineó. Una cucharilla golpeó contra la porcelana. Cómo se engrandecen los sonidos en medio del silencio—. Ya sabes que Capricornio tiene en alta estima tu talento. ¡Seguro que se alegrará si se lo ofreces tú mismo! El nuevo que ha entrado a sustituirte es un chapucero terrible. Capricornio. Otro de esos nombres extraños. Dedo Polvoriento lo había soltado como si el sonido fuese capaz de partirle la lengua a mordiscos. Meggie movió los helados dedos de sus pies. El frío le llegaba ya a la nariz y no entendía mucho de lo que hablaban los dos hombres, pero intentaba grabar en su memoria cada palabra. En el taller reinaba de nuevo el silencio. —No sé... —dijo su padre al fin. Su voz sonaba tan cansada que a Meggie se le encogió el corazón—. Necesito reflexionar. ¿Cuándo estimas que llegarán aquí sus hombres? —¡Pronto! La palabra cayó en el silencio como una piedra. —Pronto —repitió Mo—. Bien. Siendo así me decidiré de aquí a mañana. ¿Tienes un lugar donde dormir? —Oh, eso siempre se encuentra —respondió Dedo Polvoriento—. Con el paso del tiempo he aprendido a apañármelas muy bien, a pesar de que todavía me resulta todo demasiado vertiginoso —su risa no sonó alegre—. No obstante, me gustaría conocer tu decisión. ¿Te parece bien que vuelva mañana? ¿A eso del mediodía? —De acuerdo. Recojo a Meggie a la una y media en el colegio. Ven después. Meggie oyó cómo corrían una silla. Regresó a su cuarto a toda prisa. Cuando se abrió la puerta del taller, estaba cerrando la suya tras de sí. Acostada y con la manta estirada hasta la barbilla, aguzó los oídos para oír a su padre despidiéndose de Dedo Polvoriento. —Bueno, gracias de nuevo por la advertencia —le oyó decir. Después, los pasos de Dedo Polvoriento se alejaron, lentos, vacilantes, como si le costara marcharse, como si aún no hubiese dicho todo lo que deseaba decir. Pero al final se marchó. La lluvia seguía tamborileando con sus dedos mojados contra la ventana de Meggie. Cuando Mo abrió la puerta de su habitación, cerró rápidamente los ojos e intentó respirar despacio, como si estuviese sumida en el más profundo e inocente sueño. Pero su padre no era tonto. A veces, desde luego, era francamente listo. —Meggie, saca un pie fuera de la cama —le dijo. De mala gana asomó por debajo de la manta los dedos de un pie, todavía fríos, y los puso en la mano caliente de Mo. —Lo sabía —dijo él—. Has estado espiando. ¿Es que no puedes obedecerme ni siquiera una sola vez? Con un suspiro volvió a deslizar el pie bajo la manta, deliciosamente cálida. Acto seguido Mo se sentó en la cama a su lado, se pasó las manos por el rostro fatigado y miró por la ventana. Su pelo era oscuro como piel de topo. El cabello de Meggie era rubio como el de su madre, a la que sólo conocía por unas cuantas fotos descoloridas. —Alégrate de parecerte a ella más que a mí —decía siempre su padre—. Mi cabeza no quedaría nada bien sobre un cuello de niña. A Meggie, sin embargo, le habría gustado asemejarse más a él. No había ninguna cara en el mundo que ella amase más. —De todas formas no he entendido nada de lo que habéis hablado —murmuró. —Bien. Mo no apartaba la vista de la ventana, como si Dedo Polvoriento continuara en el patio. Después se levantó y se aproximó a la puerta. —Intenta dormir un poco —le aconsejó. Pero a Meggie no le apetecía dormir. —¡Dedo Polvoriento! ¿Pero qué nombre es ése? —inquirió—. ¿Y por qué te llama Lengua de Brujo? Mo no respondió. —Y luego está ese que te anda buscando... lo escuché cuando lo dijo Dedo Polvoriento... Capricornio. ¿Quién es? —Nadie que debas conocer —repuso su padre sin volverse—. Creía que no habías entendido ni una palabra. Hasta mañana, Meggie. Esta vez dejó la puerta abierta. La luz del pasillo caía sobre su cama, mezclándose con la negrura de la noche que se filtraba por la ventana, y Meggie se quedó allí tumbada, esperando a que la oscuridad desapareciera de una vez y se llevase consigo la sensación de alguna desgracia inminente. Sólo mucho más adelante comprendió que la desgracia no había nacido aquella noche. Tan sólo había regresado a hurtadillas. SECRETOS —¿Qué hacen esos niños sin libros de cuentos? —preguntó Neftalí. Y Reb Zebulun replicó: —Tienen que apañarse. Los cuentos no son como el pan. Se puede vivir sin ellos. —Yo no podría vivir sin ellos —dijo Neftalí. Isaac B. Singer, «Neftalí, el narrador, y su caballo Sus» Al amanecer, Meggie se despertó sobresaltada. La noche palidecía sobre los campos, como si la lluvia hubiera desteñido el borde de su vestido. En el despertador faltaba poco para las cinco, y Meggie se disponía a darse media vuelta y seguir durmiendo, cuando de repente sintió que había alguien en la habitación. Se incorporó asustada y vio a Mo parado ante su armario ropero abierto. —Buenos días —saludó mientras depositaba en una maleta su jersey preferido—. Lo siento, ya sé que es muy temprano, pero hemos de salir de viaje. ¿Te apetece un cacao para desayunar? Meggie asintió, borracha de sueño. En el exterior, los pájaros trinaban con brío, como si llevasen horas despiertos. Mo guardó dos de sus pantalones en la maleta, la cerró y la transportó hasta la puerta. —Ponte algo abrigado —le advirtió—. Fuera hace frío. —¿Adónde vamos? —preguntó Meggie, pero él ya había desaparecido. Aturdida, echó una mirada hacia el exterior. Casi esperaba ver allí a Dedo Polvoriento, pero en el patio sólo brincaba un mirlo sobre las piedras húmedas por la lluvia. Meggie se puso unos pantalones y se encaminó a la cocina andando a trompicones. En el pasillo había dos maletas, una bolsa de viaje y la caja con las herramientas de Mo. Su padre estaba sentado a la mesa de la cocina preparando bocadillos. Provisiones para el viaje. Cuando ella entró, alzó la vista unos instantes y le dedicó una sonrisa, pero Meggie percibió su preocupación. —¡No podemos irnos de viaje, Mo! —le dijo—. ¡Las vacaciones no empiezan hasta dentro de una semana! —¿Y qué? Al fin y al cabo no es la primera vez que tengo que marcharme por un encargo sin que haya acabado el colegio. En eso tenía razón. Sucedía incluso con frecuencia: cada vez que algún librero de libros antiguos, un bibliófilo o una biblioteca necesitaba un encuadernador, Mo recibía el encargo de liberar de moho y polvo a un par de valiosos libros antiguos o cortarles un traje nuevo. A Meggie le parecía que el calificativo de «encuadernador» no le hacía justicia al trabajo que realizaba su padre, por eso hacía unos años le había confeccionado un rótulo para su taller en el que se leía: «Mortimer Folchart, médico de libros». Y ese médico de libros jamás acudía a visitar a sus pacientes sin su hija. Así había sido siempre en el pasado y así seguiría siendo en el futuro, dijeran lo que dijesen al respecto los profesores de Meggie. —¿Qué hay de la varicela? ¿He utilizado esa justificación alguna vez? —La última. Cuando tuvimos que ir a casa de ese tipo horrible de las Biblias. —Meggie escrutó el rostro de su progenitor—. Mo, ¿tenemos que irnos por... por lo de anoche? Durante un instante pensó que él iba a contarle todo lo necesario. Pero su padre negó con la cabeza. —¡Qué disparate, no! —repuso metiendo en una bolsa de plástico los bocadillos que acababa de preparar—. Tu madre tenía una tía. La tía Elinor. Estuvimos una vez en su casa, siendo tú muy pequeña. Ella desea desde hace tiempo que arregle sus libros. Vive junto a uno de los lagos de Lombardía, siempre olvido su nombre, pero es un sitio precioso, y dista a lo sumo seis o siete horas de viaje de aquí —no la miró mientras hablaba. ¿Por qué tiene que ocurrir precisamente ahora?, deseaba preguntar Meggie. Pero se calló. Tampoco preguntó si había olvidado su cita de la tarde. Le atemorizaban demasiado las respuestas... y que su padre volviera a mentirle. —¿Es igual de rara que los demás? —se limitó a preguntar. Mo ya la había llevado a visitar a algunos parientes. Su familia y la de la madre de Meggie eran muy nutridas y estaban dispersas por media Europa, al menos así le parecía a Meggie. Mo sonrió. —Un poquito rara sí que es, pero te entenderás con ella. Posee libros que son una maravilla. —¿Cuánto tiempo estaremos fuera? —Puede que bastante. Meggie dio un sorbo al cacao. Estaba tan caliente que se quemó los labios. Presionó con presteza un cuchillo frío contra su boca. Su padre apartó la silla. —Aún tengo que empaquetar un par de cosas en el taller —le informó—. Pero no tardaré mucho. Seguro que estás muerta de sueño, pero ya dormirás luego, en el autobús. Meggie se limitó a asentir con una inclinación de cabeza y atisbo por la ventana de la cocina. Era una mañana gris. La niebla estaba suspendida sobre los campos que se extendían hasta las colinas cercanas, y a Meggie le pareció que las sombras de la noche se habían escondido entre los árboles. —¡Guarda las provisiones y llévate lectura en abundancia! —le gritó Mo desde el pasillo. Como si ella no lo hiciera siempre. Años atrás él le había construido una caja para guardar sus libros favoritos durante todos sus viajes, cortos y largos, lejanos y cercanos. —Es agradable disponer de tus libros en lugares extraños —acostumbraba a decir su padre. Él mismo se llevaba siempre media docena como mínimo. Mo había lacado la caja en color rojo amapola, la flor preferida de Meggie, cuyos pétalos se secaban de maravilla entre las páginas de un libro y cuyo pistilo estampaba el dibujo de una estrella en la piel. En la tapa, Mo había escrito con unas espléndidas letras entrelazadas «Caja del tesoro de Meggie» y la había forrado por dentro con un brillante tafetán negro. Sin embargo, casi no se veía porque los libros favoritos de Meggie eran muchos. Y siempre se añadía alguno más, durante un nuevo viaje, en cualquier otro lugar. —Si te llevas un libro a un viaje —le había dicho Mo cuando introdujo el primero en la caja— sucede algo muy extraño: el libro empezará a atesorar tus recuerdos. Más tarde, te bastará con abrirlo para trasladarte al lugar donde lo leíste por vez primera. Y con las primeras palabras recordarás todo: las imágenes, los olores, el helado que te comiste mientras leías... Créeme, los libros son como esas tiras de papel matamoscas. A nada se pegan tan bien los recuerdos como a las páginas impresas. Seguramente tenía razón. Pero Meggie se llevaba en cada viaje sus libros también por otro motivo. Eran su hogar cuando estaba fuera de casa: voces familiares, amigos que nunca se peleaban con ella, amigos inteligentes, poderosos, audaces, experimentados, grandes viajeros curtidos en mil aventuras. Sus libros la alegraban cuando estaba triste y disipaban su aburrimiento mientras su padre cortaba el cuero y las telas y encuadernaba de nuevo viejas páginas que se habían tornado quebradizas por los incontables años y dedos que habían pasado sus hojas. Algunos libros la acompañaban siempre; otros se quedaban en casa porque no se adecuaban a la finalidad del viaje o porque tenían que dejar sitio para una nueva historia aún desconocida. Meggie acarició los lomos abombados. ¿Qué relatos debía llevarse esta vez? ¿Qué historias eran un buen remedio contra el miedo que la noche anterior se había infiltrado dentro de casa? «¿Qué tal una historia de mentiras?», pensó Meggie. Mo le mentía, a pesar de saber que ella se lo notaba siempre en la nariz. «Pinocho», pensó Meggie. No. Demasiado inquietante. Y demasiado triste. Tendría que llevarse algo emocionante, algo que ahuyentase todos los pensamientos de su mente, incluso los más sombríos. Las brujas, claro. Se llevaría algo sobre las brujas calvas que convertían a los niños en ratones... y Ulises con el cíclope y la maga que convertía a los guerreros en cerdos. Más peligroso que ese viaje no podía resultar el suyo, ¿o sí? A la izquierda del todo había dos libros ilustrados con los que Meggie había aprendido a leer —contaba cinco años por entonces, la huella de su diminuto y ambulante dedo índice aún se percibía en las páginas— y en el fondo, ocultos debajo de todos los demás, estaban los libros que había hecho la propia Meggie. Se había pasado días enteros recortando y pegando, pintando imágenes siempre nuevas bajo las que Mo tenía que escribir lo que veía en ellas: «Un ángel con cara feliz, de Meggie para Mo». Su nombre lo había escrito de su puño y letra, por entonces siempre se comía la e final. Meggie contempló las letras desmañadas y volvió a depositar el librito en la caja. Como es lógico, su padre la había ayudado a encuadernarlo y había provisto a todos los libros hechos por ella de tapas de papel con dibujos de colores, y para los demás le había regalado un sello que estampaba su nombre y la cabeza de un unicornio en la primera página, a veces con tinta negra, otras roja, según le apeteciera a Meggie. Mo, sin embargo, jamás le había leído sus libros en voz alta. Ni una sola vez. Su padre la había lanzado al aire, muy alto, la había llevado a hombros por toda la casa o le había enseñado cómo confeccionar un marca páginas con plumas de mirlo. Pero nunca le había leído en voz alta. Ni una sola vez, ni una sola palabra, por mucho que ella le pusiera los libros en el regazo. Así que Meggie había tenido que aprender sola a descifrar los negros signos, a abrir la caja del tesoro... Se incorporó. En la caja aún quedaba algo de sitio. A lo mejor su padre le ofrecía algún libro nuevo que ella pudiera llevarse, uno muy gordo y maravilloso... La puerta de su taller estaba cerrada. —¿Mo? Meggie presionó el picaporte. La larga mesa de trabajo estaba limpia y reluciente, sin un solo sello, sin una cuchilla. Mo realmente lo había empaquetado todo. Así pues, ¿le había mentido? Meggie entró en el taller y acechó a su alrededor. La puerta de la cámara del oro estaba abierta. En realidad era un simple trastero, pero Meggie había bautizado así ese cuartito porque su padre guardaba allí sus materiales más valiosos: la piel más fina, las telas más bellas, papeles jaspeados, sellos con los que estampaba dibujos dorados sobre el cuero... Meggie asomó la cabeza por la puerta abierta... y divisó a Mo envolviendo en papel un libro. No era muy grande, ni tampoco demasiado grueso. La encuadernación de tela verde pálido parecía gastada por el uso, pero Meggie no acertó a ver nada más, pues su padre, apenas reparó en su presencia, ocultó apresuradamente el libro a su espalda. —¿Qué haces aquí? —le preguntó con tono áspero. —Yo... —durante unos instantes Meggie se quedó sin habla del susto, tan sombrío era su rostro— yo sólo quería preguntarte si tenías un libro para mí... los de mi cuarto ya me los he leído todos y... Mo se pasó la mano por la cara. —Claro. Seguro que encontraré algo —respondió, pero sus ojos seguían diciendo: «Vete. Vete, Meggie». Y a su espalda crujía el papel de embalar—. Iré a verte enseguida —le aseguró—. Sólo me queda empaquetar un par de cosas, ¿vale? Al poco rato le llevó tres libros. Pero el que había envuelto en papel de embalar no figuraba entre ellos. Una hora más tarde lo sacaron todo al patio. Al salir, Meggie se estremeció. Era una mañana fría como la lluvia de la noche pasada, y el sol colgaba pálido del cielo como una moneda que alguien hubiera perdido allí arriba. Hacía apenas un año que vivían en la vieja granja. A Meggie le gustaba la panorámica de las colinas circundantes, los nidos de golondrina debajo del alero, el pozo seco que te bostezaba negrura en la cara como si bajase derecho hasta el corazón de la Tierra. La casa le había parecido siempre demasiado grande, con demasiadas corrientes y habitaciones vacías en las que moraban arañas gordas, pero el alquiler era ventajoso y Mo disponía de espacio suficiente para sus libros y el taller. Además, al lado de la casa había un gallinero, y el granero, en el que ahora estaba aparcado su viejo autobús, era óptimo para albergar unas vacas o un caballo. —A las vacas hay que ordeñarlas, Meggie —le dijo su padre un día que Meggie le propuso probar al menos con dos o tres ejemplares—. Muy temprano, al despuntar la mañana. Y todos los días. —¿Y un caballo? —inquirió la niña—. Hasta Pippi Calzaslargas tiene uno, y ella ni siquiera dispone de establo. También se habría dado por satisfecha con unas cuantas gallinas o con una cabra, pero a estos animales también había que darles de comer a diario, y ellos salían de viaje con excesiva frecuencia. Así que a Meggie sólo le quedaba el gato de color naranja que acudía furtivamente a veces, cuando se había cansado de pelearse con los perros en la granja de al lado. El viejo campesino gruñón que vivía allí era su único vecino. En ocasiones, sus perros soltaban unos aullidos tan lastimeros que Meggie se tapaba los oídos. El pueblo más próximo, a cuyo colegio ella acudía y en el que vivían dos de sus amigas, distaba veinte minutos en bici, pero su padre solía llevarla en coche, porque era un camino solitario y la estrecha carretera serpenteaba a lo largo de los campos entre árboles de denso follaje. —Cielos, ¿qué has metido aquí dentro? ¿Ladrillos? —preguntó Mo mientras sacaba de casa la caja de libros de su hija. —Tú siempre dices lo mismo: los libros tienen que pesar porque el mundo entero está encerrado en ellos —respondió Meggie... haciéndole reír por primera vez aquella mañana. El autobús, que estaba aparcado en el destartalado granero como un animal moteado de colores, le resultaba más familiar a Meggie que todas las casas en las que había residido con su padre. En ninguna parte dormía a pierna suelta como en la cama que él le había construido en el autobús. Como es natural, también disponía de una mesa, un rincón para cocinar y un banco, bajo cuyo asiento, al levantarlo, aparecían guías de viaje, mapas de carreteras y libros de bolsillo gastados de tanto leerlos. Sí. Meggie amaba el autobús, pero aquella mañana titubeó antes de subir. Cuando su padre volvió a retroceder hasta la casa para cerrar la puerta, le embargó la súbita sensación de que nunca regresarían, de que ese viaje sería distinto a todos los demás, de que continuarían viajando sin cesar para huir de algo sin nombre. Al menos Mo no se lo había revelado. —¡Bueno, al sur! —se limitó a decir cuando se acomodó detrás del volante. Y se pusieron en camino... sin despedirse de nadie, a una hora demasiado temprana en una mañana que olía a lluvia. Dedo Polvoriento los esperaba junto al portón. ![]() |
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