La dilución del proceso familiar en los servicios sociales: Implicaciones para el tratamiento de las familias negligentes






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Jorge Colapinto
La dilución del proceso familiar en los servicios sociales: Implicaciones para el tratamiento de las familias negligentes 1
Con la expansión de los pro­gramas de preservación de la familia y otras alter­nativas centradas en la misma a la institucionalización de los niños, existe un creciente interés en la aplicación de habilidades de te­rapia familiar en marcos de servi­cios sociales. Las agencias para el bienestar infantil y otras agencias reguladoras derivan familias a tera­pia, reclutan trabajadores entrena­dos en terapia familiar, y reclaman consultas y formación en terapia familiar para sus empleados.
Ese nuevo territorio, no obstan­te, es con frecuencia fuente de frustración para los terapeutas fa­miliares, formadores y consulto­res. Las familias tienden a ser errá­ticas en su compromiso con el tratamiento, “esquivándolo” o cumpliendo solo superficialmente con sus requerimientos. La coor­dinación de esfuerzos con otros operadores, e incluso acuerdos básicos sobre los objetivos del tra­tamiento, son difíciles de obtener. A menudo la disfuncionalidad del sistema familiar difícilmente se puede separar de la del contexto del servicio receptor. (Seelig, 1976; Schwartzman, 1985; Elizur y Minuchin, 1989).

DILUCIÓN DE LA FAMILIA
Algunas de las familias que atraen la intervención reguladora de las agencias de servicios socia­les son enormemente cerradas, se resisten a las intrusiones externas y rechazan que haya algo mal en ellas; típicamente, atraen la atención de las agencias de servicios sociales cuando un extraño informa de evidencias de abusos se­xuales o de otros tipos sobre un niño. Otras familias, en contraste, ocupan el extremo opuesto en el continuum de la cohesión. “Ape­nas se mantenían juntos”, como si “les hubieran robado la verdade­ra alma de su identidad como familias” (Buchanan y Lapin, 1990). Sus miembros están esca­samente conectados, a menudo se responden menos entre si de lo que lo hacen a los operadores so­ciales, quienes se convierten en una característica permanente de su vida (Selvini-Palazzoli y otros, 1980). Permanecen implicados con “el sistema” durante años, in­cluso durante generaciones (Mi­ller, 1983) exhibiendo patrones de negligencia crónica y descara­da, más que de abusos: los padres pueden abandonar a sus hijos para corredse algunas juergas de drogas, suspender la provisión de protección y alimentación, o abdicar de su autoridad cuando los niños se vuelven adolescentes, pero sin ejercer violencia sexual o física contra ellos —aunque pue­den volverlos más vulnerables a abusos por parte de otros.

Estas familias, las más habitua­les en las historias de las agencias de servicios sociales, son el tema del presente articulo.

Las familias con conexiones escasas han sido previamente descritas en la literatura de tera­pia familiar como “desligadas” (Minuchin y otros, 1967) y “su­borganizadas” (Aponte, 1976), tér­minos que enfatizan las características estructurales del proceso familiar en si. La expresión alter­nativa “familia diluida”, aquí su­gerida, amplia la lente de des­cripción hasta comprender la estructura del proceso social más amplio del que el desligamiento y suborganización de la familia son una parte.

La pérdida de la posesión del proceso familiar
Los terapeutas familiares están entrenados para trabajar con familias que llegan por sí mismas al consultorio del terapeuta, como los Smith en el siguiente ejemplo:
En la primera entrevista con un terapeuta, Mary Smith explica que la idea de ir a terapia fue de ella. El año anterior su hija divor­ciada Jill y el hijo de S años de Jill, Pete, se trasladaron a vivir con Mary y su marido, Steve. El arre­glo tenia el propósito de apoyar la vuelta de Jill a la escuela secundaria, pero Mary se queja de que Jill está abusando de ese acuerdo de­legando el cuidado de Pete en sus abuelos incluso durante los fines de semana, mientras que ella sale a pasarlo bien con sus amigos. Jill explica que Mary está “sobreim­plicada” con Pete y critica conti­nuamente su propia parentalidad. Steve, ya jubilado y que pasa la mayor parte de su tiempo ocupa­do con sus aficiones, no parece in­teresado en la discusión.
Para el terapeuta familiar, los Smith se muestran como los pro­ductores primarios del proceso que los lleva a la terapia. Aunque no son impermeables a la influen­cia de su entorno social, funcionan como una unidad transaccional relativamente cerrada en sí misma, claramente diferenciada de su entorno. Se ven a sí mismos y son vistos por otros dirigiendo de manera autónoma su propia vida como familia. Las actitudes y acciones individuales ejercen una influencia privilegiada entre los miembros de la unidad familiar. La decisión de ayudar a Jill, las consiguientes discusiones entre ella Mary acerca de Pete, la posición periférica de Steve, y al final búsqueda de ayuda por

Parte de Mary son expresiones de un proceso interaccional idiosin­crásico que los Smith han nego­ciado entre si a lo largo de años —a medida que forjaron sus propios modos de regular distancias y jerarquías, tomar decisiones, manejar conflictos internos, y afrontar requerimientos evolutivos y del entorno—. Aunque ahora abren su proceso a las entradas del tera­peuta, mantienen un sentido de propiedad y responsabilidad so­bre su vida como familia; su per­tenencia mutua no está en cues­tión, y la sensación de estar comprometidos en una batalla que no puede ser fácilmente abando­nada es precisamente lo que hace doloroso el conflicto interperso­nal. En respuesta a la terapia, ellos pueden o no desarrollar nuevas maneras de interactuar; en cual­quier caso, mantendrán la propie­dad de su proceso.
En contraste, tomemos en con­sideración a los Jones, enviados a consulta por la agencia de familias de acogida que supervisa el hogar de Emma Jones. Emma es una “madre sustituta pariente” al cuidado de su nieto Paul. También vive con ella Bill, hijo de Emma y tío de Paul, que se pasa la mayor parte del tiempo solo en su habitación. La madre de Paul, Gwen, es una consumidora de drogas que ha perdido la custo­dia de Paul por negligencia, y vive con una amiga en un apartamento cercano. Gwen ha estado inician­do y abandonando programas de tratamiento de la drogadicción que nunca llega a completar. Los Jones fueron enviados para con­sulta familiar con la esperanza de que mejorara la relación entre Emma y Gwen: Emma se lamenta constantemente a la agencia acerca de que Gwen no está haciendo lo que se le requiere que haga para recuperar la custodia de Paul, mientras que Gwen sostiene que Emma le está robando a Paul.
Los Jones se parecen a los Smith de muchas maneras: la rela­ción entre la abuela y el nieto es más estrecha que entre él y su ma­dre, las dos mujeres discrepan acerca del chico, así como acerca del estilo de vida de su madre; también hay un varón infrainvo­lucrado en ambas familias. No obstante, un examen de sus res­pectivos apuros como candidatos a terapia resalta una diferencia esencial: mientras que los Smith llegan por si mismos, en los Jones la terapia les llega a ellos, sin ha­berla requerido o incluso sin sen­tir que fuera necesaria. Mientras que Mary y Jill discutían sobre sus diferencias hasta que Mary sintió necesidad de la ayuda de un ex­perto, Emma y Gwen se atacaban la una a la otra a través de los ope­radores sociales de la agencia, hasta que los operadores sintieron que era necesaria ayuda. Una vez en terapia, mientras que los Smith pueden decidir por si mismos si continuar en terapia o abando­narla, los Jones tendrían primero que plantearlo con la agencia social que los derivó; y mientras los Smith pueden decidir cómo y qué conductas y patrones de interac­ción cambiar, las elecciones de los Jones están restringidas a “coope­rar” o “no cooperar” con los objetivos específicos fijados para ellos por la agencia. Por ejemplo, no pueden elegir hacer la prueba de intentar vivir juntos de manera similar a los Smith, porque las re­gulaciones de familias de acogida no permiten que Gwen y Paul vivan bajo el mismo techo.
La dificultad de los Jones en te­rapia refleja una condición más genérica que los diferencia de los Smith: no son “productores inde­pendientes” de su proceso inter­accional. Como sistema, son abiertos, no solo en el inespecífico sentido de ser influenciados por su entorno social, sino en el senti­do mucho más especifico de ser dirigidos por ese entorno. Operan menos como una unidad transac­cional autorreguladora claramen­te identificable, que como una parte de una unidad más amplia. Otros componentes de esa unidad más amplia —operadores de las agencias de custodia y de adopción, servicios de preservación de la fa­milia, programas de rehabilitación de drogas, y juzgados— juegan ro­les decisivos en la negociación del proceso de los Jones, actuando como agentes de alianzas y trián­gulos, amortiguadores entre miembros de la familia, y regula­dores sobre cómo tomar decisio­nes, manejar conflictos y criar a los niños. Así, la esencia de la vida relacional de los Jones, incluyendo el conflicto entre Gwen y Emma y la nutriente relación entre Gwen y su hijo, se ha diluido progresiva­mente en las dinámicas más am­plias de los servicios sociales —en realidad como su corolario.

El efecto diluidor de los servicios sociales
La intervención reguladora de una agencia de servicios sociales en la vida de una familia tiende a desligar las conexiones entre los miembros de la familia. El efecto es más obvio cuando un niño que está físicamente bien parece estar en riesgo, porque entonces la ne­cesidad de proteger al niño ad­quiere prioridad por encima de cualquier consideración sobre ne­cesidades relacionales. De manera típica, si un padre pega a su hijo, la seguridad del chico es expediti­vamente protegida sacándolo de la casa, mientras que sus conexio­nes emocionales con la madre, los hermanos y con el mismo padre no son garantizadas con la misma diligencia. Pero incluso en situa­ciones de bajo riesgo, cuando el niño no es sacado de la casa, una intervención protectora del niño puede tener un efecto de dilución en las conexiones familiares:
Una mañana, Angela, una niña huérfana de 8 años criada por su tía materna, desobedeció las ins­trucciones de la tía sobre qué po­nerse para ir a la escuela. Cuando Angela corría hacia el autobús es­colar, su tía le riño; “Cuando vuel­vas ya nos ocuparemos de esto”. Al final de la jornada escolar, An­gela no quiso volver a casa por­que, dijo, “mi tía me va a pegar”. La escuela contacto con la agen­cia de protección y la tía fue cita­da a la escuela. Allí, en respuesta a las preguntas protectoras de los operadores, defendió su derecho a disciplinar a su sobrina, incluso zurrándole si era necesario. La operadora le dijo a la tía que no le era permitido zurrar a Angela, y acompañaron a ambas, tía y sobri­na, a casa, donde continuo la discusión hasta que fue hora de que Angela se fuera a la cama —sin ser castigada—. La operadora anunció que volverla por la mañana e hizo prometer a la tía que no zurrara a Angela.
En ese punto, se ha abierto un hueco en la relación entre Angela y su tía: la presencia protectora del operador ha puesto a Angela más allá del alcance disciplinario de su’ tía, de hecho interrumpien­do el proceso existente. (En las semanas que siguieron, la tía se retiro de otros tipos de transac­ción con Angela. Perdió interés en comprobar qué ropa se p Angela para la escuela, en las actividades de la escuela y en su vida social en general, mientras Angela pasaba cada vez más tiempo con varios operadores que se tomaron interés por ella y empezaron a considerar a la tía como negligente)

La protección infantil no es la única preocupación que conduce a los operadores de servicios sociales a interrumpir las relaciones familiares. La misma estrategia se usa para tratar con una amplia gama de problemas interaccionales, por ejemplo el estrés emocional generado por un continuo conflicto familiar:
Cuando la operadora se dio cuenta de que Emma y Gwen Dones se enzarzaban en peleas encarnizadas cada vez que Gwen iba a visitar a su hijo, pensó que mejor si las dos mujeres no tuvieran contacto en absoluto; en con­secuencia, la misma operadora empezó a recoger a Paul en casa de su abuela, y llevárselo a su madre, para después llevarlo de vuelta a casa de la abuela una vez fina­lizada la visita.
Al interrumpir el contacto entre Emma y Gwen, la operadora esta­ba intentando protegerlas (axial como a ella misma: “Me van a vol­ver loca”, explicaba) del malestar emocional. Un efecto secundario es que el conflicto familiar se dilu­yó en la unidad más amplia del ser­vicio: madre e hija dejaron de discutir por sus diferencias directa­mente, la una con la otra. Si Gwen necesitaba preguntar a su madre algo (cualquier cambio en el tiem­po de las visitas) o quejarse de algo (como de que Emma estaba “mal­criando” a Paul) no tenia que ha­blar directamente con su madre, sino a través de la operadora. A medida que transacciones más cal­mas entre la operadora y Gwen y entre la operadora y Emma re­emplazaron las intensas transacciones entre madre e hija, los Jones perdieron el derecho a ese aspecto del proceso familiar que consiste en que una madre y una hija expe­rimenten y manejen el conflicto. A diferencia del terapeuta de los que puede escoger animar a Mary y Jill a discutir sobre sus di­ferencias, la operadora para los Jo­nes se ha convertido en un amorti­guador entre Emma y Gwen.
Además de interrumpir tran­sacciones familiares existentes, las prácticas de servicios sociales también evitan que se desarrollen nuevas transacciones. Un opera­dor puede preferir encontrarse individualmente con una victima de abusos sexuales de 13 años, con la asunción de que la chica se comunicará con más libertad si la madre no está presente. Al tiempo0 que protege a madre e hija del malestar emocional, así como la fluidez de su propia comunicación con la chica, la operadora está también eliminando un área crucial de interacción del territo­rio de la relación madre-hija.



Los órdenes jerárquicos también son afectados. Cada vez que Emma y Gwen Jones están en de­sacuerdo sobre lo que es mejor para Paul, el peso de la autoridad de la agencia de cautela y adopción está decididamente de parte de Emma. Eso refuerza el diferen­cial de poder entre madre e hija, en un tiempo de sus vidas en el que podrían estar cambiando hacia una relación más equilibrada. Estructuralmente, la abuela ha formado una alianza con la operadora, que ahora es la mayor autori­dad, sobre las cuestiones que se refieren al niño, en contra de la hija. La posición de Gwen en la jerarquía es tan baja o más baja que la de su hijo, que a menudo es re­querido por la operadora para tes­tificar sobre la conducta de su madre. Mientras que el mapa estructural de la familia Smith (fig. 1) muestra el activo proceso triangu­lar entre la abuela, la madre y el hijo, y la posición perifé-rica del abuelo, el mapa del sis-tema de los Jones (fig. 2) se-ñala la inser­ción de la operadora entre la abuela y la madre y entre la madre y el niño, la degrada-ción jerárquica de la madre, y la dilución de las relaciones abue-la/madre y ma-dre­/hijo.
El efecto di-luyente de la in-tervención de la agencia aumen-ta cuando las dificultades rela-cionales de la familia se rom-pen en unida­des más pequeñas de “necesida­des” y son derivadas para tratamiento a servicios separados. Por ejemplo, la “negligencia” puede ser diagnósticamente fragmentada en la necesidad de un niño de ser nutrido y la necesidad de una madre de llegar a ser más nutriente. En consecuencia el niño es separado de a madre y colocado en un entorno pre­sumiblemente más nutriente, al tiempo que la madre es derivada a uno o más servicios para el trata­miento de variadas condiciones presuntamente relacionadas con su incapacidad para nutrir: deshabituación a las drogas para superar su adicción, psicoterapia individual para trabajar con el abuso que puede haber sufrido en el pasado, programas educacionales para aprender habilidades parentales. Cuanto mayor es el número de agencias que intervienen, más difícil se hace para la familia recuperar los fragmentos de ese proceso, por­que cada agencia protege los obje­tivos específicos del servicio de la interferencia de otros. Eso incluye la “interferencia” planteada por la vida familiar: un programa de tratamiento de drogas o un refugio para mujeres maltratadas puede desalentar a una madre de visitar a sus hijos, de manera que pueda concentrarse en “su propia” nece­sidad y liberarse de la dependencia de las drogas o de un marido abusi­vo. Al proteger los objetivos de los respectivos programas, esas prácti­cas reducen el volumen y la intensi­dad de la interacción familiar, en favor de un dominio fragmentado de interacciones con servicios expertos.
En los estadios más avanzados de la dilución familiar, el foco de la actividad se desplaza de la dinámi­ca interpersonal de la familia a la interacción entre los mismos ope­radores (Jurkovic y Carl, 1983; Schwartzman y Kneifel, 1986). Las necesidades y motivaciones de los miembros de la familia son defi­nidas y representadas por sus respectivos operadores, que en conse­cuencia discuten entre Si acerca de cuál es el mejor curso de acción para la familia. El operador A, ac­tuando en nombre de los niños, sostiene que no deberían ser de­vueltos nunca a sus padres; el ope­rador B, que representa a los padres, pide una reunificación in­mediata de la familia. Mientras A ataca a B por ingenuo y crédulo por comprar la historia de los pa­dres, B ve a A como excesivamente rígido, punitivo, y que no entiende nada sobre familias. También esta el operador C, que interpreta el in­terés de la madre sola, e insiste en que el padre tiene que dejar la familia y entonces los niños podrán ser devueltos a su madre. Mientras tanto, madre, padre y niños no están procesando entre si cualquier tipo de ideas conflictivas que pue­dan tener sobre si tienen que vivir juntos o no. Como los humanos de la mito­logía griega, cuyos intereses opues­tos eran representados por sus dio­ses y diosas Olímpicos, no pueden hacer nada excepto esperar a la de­cisión que surgirá de la batalla que por encima de sus cabezas libran los expertos.

El contexto sociocultural de la dilución familiar
La fragmentaria y fragmentado­ra naturaleza de nuestros servicios para los niños y sus familias ha sido desde hace tiempo reconoci­da igualmente por los clínicos y por los programadores de servi­cios. Ha pasado un cuarto de siglo desde que Auerswald (1968) combinó la perspectiva de los sis­temas familiares y de la psiquia­tría comunitaria en su clásico llamamiento a una aproximación “ecológica”, refiriéndose ala supe­ración de las disociaciones inhe­rentes en la convencional aproximación interdisciplinaria. Otros clínicos han propuesto y desarrollado servicios centrados en el de­sarrollo de la familia, focalizados en reforzar el funcionamiento fa­miliar y su habilidad para relacionarse con las agencias públicas (Kinney y otros, 1977, 1988; Bryce y Maybanks, 1979; Hartman y Laird. 1983: Colapinto y otros, 1989; Zamosky y otros, 1993). En respuesta a esas y otras similares preocupaciones “integradoras”, los gobiernos estatales y locales re­diseñan periódicamente sus pro­gramas y políticas sociales, en un esfuerzo por reducir la fragmenta­ción de los servicios y evitar intru­siones innecesarias en la vida de las familias. Sin embargo, la misma periodicidad de los intentos señala su fracaso: una y otra vez, anteproyectos conceptualmente innovadores se traducen en las mismas viejas prácticas fragmenta­rias y empobrecedoras. En una re­vision fundamental de la intersec­ción entre familia/sistemas más amplios, escrita veinte años des­pués del articulo de Auerswald, Imber-Black (1988) todavía señala que el sistema de bienestar social, “mientras que está ostensiblemen­te organizado para apoyar a las fa­milias, de hecho frecuentemente las fragmenta a través de prácticas y políticas que carecen de la apreciación tanto de la diversidad de las formas familiares como del im­pacto de las intervenciones en las delicadas ecologías familiares” (pág. 163).
Una posible explicación de la resistencia de las prácticas de fragmentación y desautorización es verlas como una forma de control social, verticalmente impuesto a las familias por el estado y los profesionales del bienestar social (Platt, 1969; Cooper y Platt, 1974; Donzelot, 1979; Lasch, 1979). No obstante la unidireccionalidad de la teoría del control social, en la que el Estado aparece como el villano y sus ciudadanos son las victimas, ha sido cuestionada por la observación (Van Krieken, 1986) de que las intervenciones de bienestar social son a menudo iniciadas por los mismos “clientes”, en un intento de mejorar su posición social que paradójicamente (en una típica ilustración de la complementariedad bateso­niana) refuerza su estatus subordinado. Eso se corresponde con la observación de que las familias no son siempre las victimas pasivas de las prácticas diluyentes de los servicios sociales, sino que a me­nudo participan activamente en su propia dilución.
La abuela que reacciona a la paternidad negligente de su hija acudiendo a la agencia del gobier­no (antes que convocando un conclave familiar) está tomando la iniciativa de abdicar de funciones familiares en favor de la agencia, e incluso cuando la intervención externa se ha iniciado en contra de sus deseos, los miembros de la familia frecuentemente amplían sus efectos diluyentes incremen­tando su involucración con las agencias de servicios sociales a! tiempo que se retiran de su parti­cipación en la vida familiar. Mu­chos padres de niños colocados en custodia de adopción eligen no aparecer en las visitas, o las pasan interactuando con los operadores en vez de con los niños, y en gene­ral expresan ambivalencia acerca de su rol parental que frustra los intentos de “reunificar” a la familia (McCartt, Hess y Folaron, 1991).
Ejemplos como éste podrían multiplicarse hasta que uno pue­de concluir que, contrariamente a las implicaciones de la teoría del control social, la dilución de la fa­milia es en ultima instancia dirigi­da por las dinámicas internas de la misma familia, con los servicios sociales jugando un rol pasivo en tanto que extraños que son atraídos para que la familia pueda ejercer un control sistémico ha­ciéndoles fracasar (Miller, 1983), y/o como replicadores de patrones familiares disfuncionales en sus relaciones entre si, con sus usuarios y con sus propias buro­cracias (Schwartzman y Knei­fel, 1986). Hay, no obstante, una alternativa a la unidireccionalidad de las explicaciones del “control social” y de la “dinámica fami­liar” del proceso de dilución: uno puede mirar tanto las prácticas de las agencias como las conductas de las familias como aspectos com­plementarios del patrón interac­cional familia/agencia, como re­flejo de un contexto sociocultural más amplio que desenfatiza el rol de las relaciones familiares en la vida del individuo. En efecto, el incremento de la involucración de las agencias públicas en la vida de las familias es consistente con la tendencia más genérica en las so­ciedades modernas, urbanas y tecnológicamente especializadas a desplazar o transferir el locus de derechos y responsabilidades re­feridas al individuo desde la familia a los agentes públicos de con­trol (Leplay y otros 1935; Eisens­tadt, 1963). Tanto el sector públi­co como las familias alimentan esa tendencia: en los Estados Unidos de hoy, las regulaciones federales y estatales anuncian los derechos y necesidades de los ciudadanos jóvenes, los empleados del go­bierno determinan cuándo una familia ha faltado al cumplimien­to de las regulaciones y debería ser reemplazada con un arreglo diferente, y las familias pueden buscar arreglos alternativos de vida cuando las cosas se están po­niendo difíciles de manejar en casa —especialmente cuando hay que afrontar la dolorosa tarea de sacar adelante una familia en mo­mentos de apuros psicosociales—. Imber-Black ha señalado que las familias que se desvían de la nor­ma “tradicional” de “dos padres, dos hijos, padre empleado fuera de casa, y madre que se está en casa” son a menudo vistas por los proveedores de servicios sociales como “aberrantes y cargadas de problemas o inductoras de pro­blemas” (Imber-Black, 1988, pág. 27); también a menudo, sin em­bargo, las familias en cuestión —inmersas en el mismo sistema de creencias que los proveedores— se yen a sí mismas como aberran­tes, cargadas de problemas o in­ductoras de problemas. Desde el punto de vista de la agencia de servicio social, la madre soltera, pobre y deprimida, de un adoles­cente rebelde que está creciendo entre las bandas callejeras puede necesitar ser “relevada” de sus deberes parentales; desde el punto de vista de la misma mujer, re­nunciar a la parentalidad en favor de una experta institución dispo­nible puede parecer más seguro y más expeditivo que intentar recu­perar ella misma el control; desde el punto de vista de su hijo, la institución (en la que quizá algún amigo ya está viviendo) puede aparecer como una vía más fácil de ganar independencia respecto de su madre que intentar nego­ciarla él mismo. De ese modo, para muchas familias desfavoreci­das, una ubicación fuera de la casa puede parecer un estadio de desa­rrollo “normal” —la versión po­bre de la familia del “leaving home” (Haley, 1980).
Un desarrollo sociocultural re­lacionado, la “tecnificación” de las relaciones interpersonales, ha re­lativizado la función de la familia como el marco primario de vinculación humana —”la matriz de la identidad” descrita por Minuchin (1974)—. La parentalidad es vista en la actualidad como un conjunto de habilidades más que como una experiencia interpersonal, la efica­cia instrumental de la conducta como más valiosa que el poder nu­triente de una relación, las características objetificables de un entorno de vida como más relevantes que los sutiles matices del vinculo padres-hijo. En palabras del psi­quiatra comunitario Matthew Dumont (1992): “Los lazos familiares, de parentela, han sido profesionalizados”. Esta aproximación a nuestra vida relacional, tec­nocrática y despersonalizada, faci­lita una actitud despreocupada con respecto a la continuidad de relaciones específicas, y minimiza la preocupación por los efectos emocionales en el niño, los padres y los hermanos de la retirada de éste de la familia. En el mundo del bienestar infantil institucionaliza­do, la factibilidad de “encontrar una plaza” para un niño, puede te­ner más peso y en realidad excluir consideraciones básicas de vinculación:
Una chica de 15 años que se había escapado de la casa de su madre fue acogida por su tía en otro estado. Cuando la chica se quedo embarazada, la tía rechazó aceptar el niño en su casa. La agencia que intervino dispuso que el niño estuviera en custodia de adopción al nacer. Al preguntar porque no hablan intentado en­contrar una casa para la joven ma­dre y el niño juntos, el represen­tante de la agencia y los miembros de la familia explicaron que la joven madre ya tenia donde vivir —con su tía—. Era solo el niño el que necesitaba una plaza.
Finalmente, una aportación principal a la fragmentación y de­sautorización de las familias es el valor situado por nuestra cultura en el éxito del individuo autosufi­ciente —en comparación a la de­pendencia mutua interpersonal—. Dado que pensamos en la “parentalidad” como en una habilidad individual en vez de colectiva, nuestra respuesta preferida a una madre soltera cuyo desempeño no está a la altura de los estándares sociales es “despedirla” o suspen­derla y utilizar otra persona, pre­sumiblemente más competente —en vez de contratar a esa persona como un complemento temporal para la madre—. Cuando se descubrió que Gwen estaba siendo ne­gligente con Paul, se le retiraron todas las responsabilidades paren­tales, y se les entregaron por com­pleto a su madre Emma; la posibi­lidad de un arreglo co-parental que hubiera permitido a Gwen re­tener algunas responsabilidades hacia su hijo sin hacer peligrar su bienestar no fue ni siquiera contemplada —ni por la agencia, ni por Gwen, ni por Emma—. Para tenerla en consideración, habrían tenido que abrigar la noción con­tracultural de que una buena pa­rentalidad puede ser el resultado de los esfuerzos colectivos de individuos imperfectos.
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