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Conocer y creer: a propósito del debate sobre la nueva regulación del aborto «No es la sensualidad lo que nos aleja de Dios, sino la abstracción» (N. Gómez Dávila, Escolios a un texto implícito)
En abril del año 2009 se publicó un interesante debate entre Manuel González Meneses y Manuel Atienza sobre el proyecto de ley del aborto1. De entre los múltiples argumentos que comparecen en la discusión, hay uno que me llamó particularmente la atención: el que liga toda consideración del nasciturus como vida humana dotada de dignidad a argumentos religiosos de dudoso alcance racional. En efecto, en un momento del debate, González Meneses apunta que “a la hora de juzgar moralmente los conflictos que puedan surgir entre la libertad de la voluntad de la mujer gestante y el -por decirlo así- “interés” del feto, cualquiera que sea la edad de éste, todos tendemos por sentido común a pensar: primero, que lo que está en juego no es sólo el valor intrínseco o actual que pueda tener el feto en un momento dado, sino más bien lo que este feto tiene de proyecto ya en marcha y concreto de una vida humana única e irrepetible que alcanzará su plenitud de significado y valor en el futuro; y segundo, que frente al indicado valor potencial de ese feto, cualquiera que sea su edad, la libertad de la voluntad de la madre no es en absoluto un valor incondicionado, que no deba rendir cuentas moralmente a nadie. Y si esto es así -y tendrás que admitir, que cualquiera que sea mi motivación personal para participar en este debate, no he introducido ni antes ni ahora el más mínimo argumento religioso o teológico en el asunto-, es racionalmente muy extraña una posición según la cual ese aludido valor potencial del feto (moralmente relevante en un embarazo que sigue adelante) es absolutamente descontado del análisis frente al valor incondicionado de la autonomía femenina si lo que se decide es eliminar directamente el soporte objetivo de ese valor potencial”2. A lo que Atienza, por su parte, responde, al concluir el debate: “tienes razón en que nuestra diferencia fundamental en todo esto es que “yo [o sea, tu] veo humanidad en el feto y tú [yo] -al menos para el de menos de tres meses- no”. Simplemente añado que si bien, efectivamente, nunca has apelado a ningún argumento de tipo religioso, yo no consigo ver de qué manera se puede asumir ese juicio si no es basándose en razones religiosas”3. Resulta llamativa la pregunta que lanza González Meneses, como padre de un niño de 8 años, a Atienza: “dos chicas de dieciséis años se quedan embarazadas, lo cual supone para ambas, por su situación personal y familiar, una situación igualmente complicada, una decide abortar y la otra continúa con su embarazo y llega a tener el hijo. Dejando completamente al margen cualquier cuestión jurídica y en particular de derecho penal, ¿te parece que en un plano de ética racional las dos decisiones son moralmente equivalentes?”4. Quizás más que tratarse de “un lenguaje cargado de emotividad lo que, por otro lado, no suele ser el mejor instrumento para la discusión racional de los problemas”, como le achaca Atienza5, podríamos verla como un intento de situar la discusión en el plano de la experiencia, en el que entra en juego el afecto y uno razona sobre sujetos concretos que viven vidas concretas, no sobre valores abstractos. El ejemplo que pone González Meneses es elocuente: “el personal sanitario que trabaja en las clínicas donde se practican abortos suele decir que acostumbra a no mirar a la cara de los fetos muertos. De otra forma, es evidente que su trabajo les resultaría impracticable. Y es que, en definitiva, si mirasen, correrían el riesgo de ver quizá en ese pedazo de carne lacerada un rostro humano. Y en fin, para mí, en toda esa argumentación tuya sobre la carencia de dignidad humana del feto lo que hay es ese mismo no mirar”6. Pues bien, la respuesta de Atienza no carece en absoluto de interés: “Tienes razón en que, en cierto, modo, me “resisto” a entrar en la cuestión de si una mujer que aborta actúa correcta o incorrectamente desde el punto de vista moral. Lo hago porque, como te decía, la tesis que yo defendía en mi artículo no tenía que ver con eso, sino con si el aborto (o cierto tipo de aborto) debe ser o no una conducta punible; son dos cuestiones distintas que me parece importante mantener separadas. Y también porque la contestación a la pregunta que me hacías me parece mucho más compleja, por las razones que te indicaba; en todo caso, mi opinión es que para juzgar acerca de la moralidad o no de ese tipo de acción, la autonomía de la mujer juega un papel fundamental. A ti te extraña que, a propósito de un embarazo no deseado de una joven de 16 años, yo parezca presuponer que lo normal es que decida interrumpir su embarazo y que no vea que ese comportamiento implique algún déficit moral. Lo hago porque me parece que, al menos en muchísimas ocasiones, proseguir con ese embarazo supondría un obstáculo formidable para que la joven del caso pudiera llevar adelante su plan de vida, esto es, pudiera vivir el tipo de vida al que tiene derecho; y también porque no creo que si el aborto se practicara en las primeras semanas del embarazo supusiera para ella “una grave herida psicológica y moral”; aunque, obvio es decirlo, cualquier mujer preferiría no tener que pasar por ese trance. Es posible que en algún caso sea como tú dices pero, te repito, no veo que eso tenga que ser una consecuencia necesaria de haberse sometido a un aborto sino, si acaso, de una determinada concepción (normalmente, religiosa) de la vida”7.
El juicio de Atienza -que no cabe justificar el valor y dignidad infinitas del ser humano desde su concepción hasta su muerte natural si no es desde una razón religiosa- merece una consideración atenta. No se está refiriendo al reconocimiento de existencia de vida humana en el útero de la madre, algo científicamente verificable: el estatuto biológico del embrión es una realidad. Alude, más bien, al estatuto ontológico o moral del embrión. Pero ¿qué significa una razón religiosa? No es lo mismo equipararla a la razón que argumenta desde un credo o confesión concreta, que cifrar la religiosidad en la apertura de la razón a la realidad en todos sus factores, incluido el misterio que las cosas encierran. Si se admite que ‘religioso’ no equivale a ‘confesional’, ¿debemos aceptar que un uso religioso de la razón supone situarse en el campo de lo ‘irracional’, según la vieja contraposición ilustrada entre razón y fe, o cabe reconocerle valor cognoscitivo? Es cierto que la terminología puede llevar a confusión -los conceptos de religiosidad y religión distan de ser pacíficos-, que hay motivos de peso para sostener que las tesis que uno propone son universalmente asequibles y compartibles, precisamente por ser resultado de una búsqueda sincera de la razón, que hay toda una filosofía de la historia y de la ciencia detrás de una cuestión como ésta. Es también comprensible el temor del mundo liberal a todo fundamentalismo, así como su empeño en impedirlo. Quizás convenga, por ello, dejar claro desde el inicio que para un creyente no hay bien más preciado que la libertad religiosa, la primera y más fundamental de las libertades, sin cuyo respeto -que, entre otras cosas, implica aceptar la posibilidad de decir “NO” a Dios, de negarle en cualquiera de las formas posibles-, no cabe vida democrática alguna. Desde una perspectiva religiosa auténtica y no a pesar de ella, resulta indefendible, pues, el uso de la fuerza para difundir la fe o sus consecuencias8. Vivir en una sociedad libre, en la que cada persona pueda decidir cómo orientar su vida y juntos decidamos, por procedimientos democráticos, qué reglas comunes queremos darnos para posibilitar una convivencia justa y pacífica es un bien irrenunciable. En efecto, como declarara Capograssi, filósofo del Derecho italiano que luchó por conciliar el catolicismo y lo mejor de la tradición liberal: “nosotros una sola cosa tenemos, una sola cosa nuestra: es la libertad; tenemos eso que San Agustín llama ‘simulacro de omnipotencia’”9. Curiosa y paradójica arma la nuestra: de un lado, la libertad por la que decidimos hacer esto y no aquello, es, de por sí, algo valioso, sea cual sea su contenido10; de otro, se enraíza “en el espíritu del individuo, en el que la libertad es acto de reflexión, de razón, de tolerancia, victoria sobre la propia soberbia y debilidad. Sólo con este individuo puede durar un régimen de libertad”11. No otro es el problema de la civilización y el maestro italiano no dudó en agradecer a Kant el habernos enseñado que no se trata de garantizar la felicidad y el bienestar, sino de crear ordenamientos jurídicos, o sea, de derecho, o sea de libertad. Nada más arduo, puesto que se confía a la libertad del individuo y de las fuerzas sociales el desarrollo de la naturaleza humana en todas sus implicaciones: “se trata -insistía- de llegar a la libertad libremente, ya que sólo a través de la libertad se llega a la libertad”12. Desde esta perspectiva, quizás podríamos coincidir en que la criminalización del aborto pudiera no ser la vía más adecuada para disminuir el número de abortos y favorecer la responsabilidad y el respeto mutuo en las relaciones afectivas. Y en que la tutela de la vida prenatal debería articularse a través de la voluntad de la mujer embarazada y no contra ella, como afirma la ley. De hecho, a pesar de la frivolidad de la propaganda -a la que deberíamos exigir una actitud más seria y constructiva-, todavía la mayoría de los españoles, si somos sinceros, vemos el aborto como un mal a evitar y reducir lo más posible y la promoción de una actitud responsable y respetuosa en la vida afectiva y sexual como un bien de relevancia social13. La polémica afecta primordialmente a los medios, al cómo y, desde esta perspectiva, quizás sea oportuno recordar que legislar a partir de los casos límite no es una salida jurídica adecuada, puesto que la ley no está hecha para ellos, si bien es importante, desde el punto de vista legal, no saltarse a la torera la libertad de la principal implicada, del mismo modo que conviene no concebir abstractamente tal libertad como absoluta -desligada de toda alteridad-. En todo caso, no es éste el objeto de la presente contribución. En efecto, a continuación se trata, más bien, de ofrecer una humilde contribución al debate sobre la relación entre razón y religión en el tema del aborto, de la mano de dos pensadores contemporáneos que están afrontando con audacia el desafío de un nuevo diálogo entre neoilustración y tradiciones religiosas: Habermas y Spaemann. 2.1. Excluyendo toda visión metafísica y teológica y todo esfuerzo por reconocer un estatuto ontológico al embrión14, que estima incompatibles con el pluralismo ético de nuestras sociedades, Habermas propone en El futuro de la naturaleza humana considerar la vida prenatal indisponible pero no inviolable15. Por medio de esta distinción entre indisponibilidad e inviolabilidad, entre dignidad de la vida humana y dignidad humana, sostiene que, aunque no sea todavía persona sujeto de derechos fundamentales, la vida nonata debe sustraerse a la pura ponderación de bienes, que supondría su instrumentalización16. A partir de las premisas de un Estado constitucional en una sociedad pluralista, Habermas se propone en su ensayo contribuir al debate sobre la necesidad de regular el uso de la técnica genética, planteándose cómo afecta la disponibilidad de los fundamentos genéticos de nuestra existencia corporal a la guía de la propia vida y a nuestra auto-comprensión como seres morales. Es importante notar que pone especial cuidado en subrayar que el derecho a una herencia genética no manipulada es un tema diferente al de la regulación de la interrupción del embarazo: en este caso “el derecho de la mujer a la autodeterminación colisiona con la necesidad de protección del embrión. En el otro caso, la protección de la vida del nonato entra en conflicto con una ponderación de los padres, que desean a su hijo pero también renunciar a la implantación del embrión si éste no cumple determinados estándares de salud. Tampoco es que los padres se vean envueltos en este conflicto de improviso: aceptan la posible colisión de antemano, cuando someten al embrión a una prueba genética. Esta especie de controles de calidad deliberados pone en juego un nuevo aspecto del asunto: la instrumentalización de una vida humana engendrada con reservas por preferencias y orientaciones de valor de terceros… La decisión existencial de interrumpir un embarazo tiene tan poco que ver con este hacer disponibles las marcas características, con este cribar la vida prenatal, como con el consumo de esta vida con fines investigadores”17. A la imprevisión que suele concurrir en el caso del aborto, en el que está en juego el derecho de la mujer a auto-determinarse, opone el cálculo deliberado que caracteriza a las decisiones seleccionadoras, en las cuales los padres efectúan una ponderación. Pero la diferencia más evidente es que en un caso se elimina la vida humana y en el otro se decide acerca de su futura dotación genética. Es claro que la vida humana abortada no sufrirá en el futuro por la decisión de su madre, ya que no existirá, mientras que la vida humana genéticamente manipulada sí se podrá verse afectada por la ponderación de sus padres, una vez cobre autoconciencia como sujeto, ya que vivirá18. No se entiende bien por qué no cabe aplicar al aborto -especialmente al aborto a demanda- una afirmación tan lúcida como la que sigue: “La valoración de la vida humana prepersonal no atañe… a un “bien” entre otros bienes. Qué trato demos a la vida humana antes del nacimiento (o a los seres humanos después de su muerte) afecta a nuestra autocomprensión como especie. Y nuestras representaciones de nosotros como personas morales están entretejidas con esta autocomprensión ética de la especie. Nuestras concepciones de -y el trato que damos a- la vida humana prepersonal forman, por así decirlo, un entorno ético estabilizador para la moral racional de los sujetos de derechos humanos (un contexto de inserción que no puede deshacerse a no ser que queramos que sea la moral misma la que se nos escurra). Esta conexión interna de la ética protectora de la vida con nuestra manera de entendernos como seres vivos autónomos e iguales, orientados a razones morales, contrasta nítidamente sobre el fondo de una posible eugenesia liberal… Hoy día debemos preguntarnos si las siguientes generaciones se resignarán, llegado el caso, a no concebirse autores indivisos de su guía de vida (ni tampoco obligados como tales a rendir cuentas)”19. ¿Acaso la difusión de la idea de disponibilidad de la vida humana incipiente -aunque lo sea sólo para su madre- no está repercutiendo y lo hará cada vez más en la manera de concebirnos las mujeres, los hombres y nuestras relaciones?. Vayamos por pasos. Desde su ética del discurso, considera que “en el debate normativo de una esfera pública democrática sólo cuentan, al fin y al cabo, los enunciados morales en sentido estricto. Sólo los enunciados cosmovisivamente neutrales sobre lo que es por igual bueno para todos y cada uno pueden tener la pretensión de ser aceptables para todos por buenas razones”20. Son razones morales “aquellas que pueden contar racionalmente con ser aceptadas en una sociedad cosmovisivamente pluralista”21. En efecto, “en el seno de una sociedad compleja, una cultura sólo puede afirmarse frente a las otras convenciendo a sus nuevas generaciones (que también pueden decir ‘no’) de las ventajas de su semántica para abrir mundo y de su fuerza para orientar la acción. No puede ni debe protegerse ninguna variedad cultural. En un Estado constitucional democrático, la mayoría tampoco puede prescribir a las minorías la propia forma de vida cultural (en la medida que diverja de la cultura política común del país) como la pretendida cultura dominante”22. Para Habermas, el argumento moral de que “el embrión goza ‘desde el comienzo’ de dignidad humana y protección absoluta de su vida” es de “discutible constitucionalidad”, pues “interrumpe una discusión que no podemos pasar por alto si nos queremos poner políticamente de acuerdo sobre las cuestiones fundamentales con la atención constitucionalmente debida al pluralismo cosmovisivo de nuestra sociedad”23. A su juicio, la determinación precisa del estatuto moral del embrión sólo se puede hacer a partir de una cosmovisión, ya sea en la línea de la metafísica cristiana o en la del naturalismo: “la sustancia normativa de la protegibilidad de la vida humana prepersonal no encuentra una expresión racionalmente aceptable para todos los ciudadanos ni en el lenguaje objetivante del empirismo ni en el lenguaje de la religión”24. De acuerdo con su filosofía de la historia y su concepción evolutiva de la razón práctica25, decide basar la subjetividad en la intersubjetividad: “lo que convierte, sólo desde el momento del nacimiento, a un organismo en una persona en el pleno sentido de la palabra es el acto socialmente individualizador de acogerlo en el contexto público de interacción de un mundo de la vida compartido intersubjetivamente”26. A juicio de Habermas, admitir que la moral y las cosmovisiones se implican mutuamente y que aquélla necesita basarse en alguna imagen del mundo supone renunciar a la tolerancia de la moral ilustrada y los derechos humanos -conquistas que juzga, en cambio, cosmovisivamente neutrales-27, así como a la posibilidad de resolución jurídica pacífica de los conflictos culturales y religiosos28. Para Habermas, el núcleo de la moral es claro: tratar a todos los seres humanos como humanos, pero ¿quién es ser humano?. Pues bien, “el nacimiento, en tanto que momento del ingreso en el mundo social, marca a la vez el momento a partir del cual la disposición a ser persona puede hacerse realidad, sea en la forma que sea… Por eso, la moral trata a todos los que pertenecen a la especie humana como seres que quieren una vida personal, independientemente de si fácticamente pueden vivirla… El respeto a la integridad de los demás, establecido en el reconocimiento recíproco entre personas, tiene que valer para todos los seres humanos sin excepción. Todos tienen el mismo derecho fundamental a participar en la vida personal, sin que importe en qué medida (definitiva o transitoriamente) son capaces de participar autodeterminadamente”29. No entiendo por qué justifica que la moral trate a todos los seres humanos como llamados a una vida personal, con independencia de que puedan o no de hecho llegar a vivirla y no razona del mismo modo para el caso del |