descargar 0.9 Mb.
|
LAS FUGAS DE BAJ Crónicas humanas Ramón Iribertegui Caracas 2.003 El reflejo del valle de Caracas alcanzaba tenuemente las cotas más altas de las terrazas de Baruta. Los faros que aparecían y desaparecían a lo lejos por la autopista, semejaban los cocuyos de su tierra. Un ruido sordo acompañaba la noche y por instantes, daba la sensación que los trenes del Metro habían salido del subsuelo y traqueteaban por la superficie. Después de múltiples aventuras, Baj por fin, gozaba de un trabajo estable. El trabajo que tenía como Informante lingüístico en los Cursos de Postgrado de la Escuela de Antropología le duró dos años, gracias a las influencias del Dr. Omar, Director de dicha Escuela. La crisis por la que atravesaba la Universidad Central obligó a una reducción de presupuesto en cada facultad. Baj fue una de las víctimas de dicha reducción de personal. Después de pasar varios meses arrastrándose de fábrica en fábrica, de oficina en oficina, consiguió esta “chamba”, como dicen por aquí. Aunque no es nada del otro mundo, da al menos para comer a Baj y Alicia, la mujer con la que vive encaramado allá arriba, en un ranchito de un barrio de Petare. Gracias a ella encontró cobijo. Bueno, cobijo es un modo de decir. Es un rancho en donde se turnan para dormir los cuatro hijos de Alicia, todos menores de 10 años, su hermana Teresa con dos hijos y Olimpia, su suegra regañona que, cada vez que lo ve comienza a refunfuñar y a llamarlo “indio”, sobre todo cuando Baj, para molestarla, se le acerca a su cara y le señala el lunar con cuatro pelos largos que tiene encima del labio superior y le dice todo serio: - Suegra, hay que afeitarse... Conseguir trabajo hoy en Caracas es difícil para todos, mucho más para un indio como Baj; donde quiera que se presentaba lo observaban como un bicho raro. Su tez un poco oscura, la estatura más bien pequeña y sus ojos achinados se confabulaban contra él. Todos creían que era ecuatoriano, o wayúu, o warao, de esos indios que deambulan pidiendo limosna por los predios del Nuevo Circo... - ¡¡¡Cédula!!! Y esa sola palabra, producía un gesto instintivo en la mano de todos los viajeros de la buseta. Todos sacaban su cartera y entregaban al agente su documento de identidad. A Baj siempre lo hacían bajar. Al comienzo se molestaba. Después se acostumbró al diálogo reiterativo: - ¿Ecuatoriano? - le decía el agente comparando veinte veces su cara con la foto de la cédula. - No. Venezolano... de Amazonas... - respondía Baj con calma. - ¿Wayúu?¿de Maracaibo? - No, de Amazonas. Al sur de Venezuela. - repetía de forma aburrida. - ¡Ah... sí! Santa Elena de Uairén. . .al sur del estado Bolívar.., yo estuve de Guardia Nacional por allá... Y lo dejaban tranquilo. Pero el autobús se había ido y debía esperar el siguiente... Los dejaba nadando en su ignorancia. Estaba seguro que el 85 % de los venezolanos no sabían que en Venezuela había un Estado (entonces Territorio Federal), más abajo del Estado Bolívar, llamado Amazonas. ¿Para qué tanta explicación si al día siguiente se repetiría de nuevo el interrogatorio? La diferencia siempre es sospechosa. Hay gente que quisiera que todos fueran iguales, que nadie se diferenciara, ni de color, ni de estatura, ni de carácter y que nadie sospechara uno de otro... no se dan cuenta que si fuera así, no tendrían a quien mandar, explotar u oprimir.., la explotación se basa en la desigualdad. Indios y negros llevamos el sellito en la cara... No sólo los ricos son alérgicos a las diferencias, reflexionaba Baj, también los pobres. La prueba la tenía en su suegra Olimpia. Cada vez que lo veía llegar era como si viera al diablo.., si fuera devota de Maria Lionza ya le hubiera fumado tabaco y hecho algún “trabajo”... orinaba vinagre de la rabia, cuando él se reía y le aseguraba con sorna, que un brujo de su tierra le había dado la “contra” para el mal de ojo, el sarampión, y el “cariño” de las suegras... Por fin, la recomendación y palanca de un señor que se sintió mal en la calle y a quien auxilió, le abrió las puertas para ocupar plaza en una Agencia de vigilantes privados. Tal vez en sus ojos rasgados, su lacio pelo negro y sus escasas palabras, vislumbraron un lejano parentesco con Bruce Lee o Jackie Chang. Baj, de la alegría, empezó a considerar demasiado exageradas sus cavilaciones pesimistas sobre las diferencias... Era uno de sus primeros días de guardia. Vestía un uniforme de pantalón azul oscuro y camisa de manga corta del mismo color, pero más claro, que él completaba con una chaqueta de semicuero para preservarse del frío nocturno. Custodiaba un edificio en construcción, esquelético, unas platabandas sin paredes, una torre de 16 pisos en lo más alto de la loma “C” de Baruta. Una loma aplanada en su cima y que descendía por la parte Oeste con una serie de terrazas intercomunicadas que desembocaban en la autopista. Era un sector programado para el futuro establecimiento de una urbanización residencial exclusiva, con chalets adosados, quintas particulares, centros comerciales y edificios para oficinas. Por el Norte se divisaba un escorzo muy pequeño del valle de Caracas. Por la hondonada Este y Sur, miles de casas miserables se apurruñaban unas sobre otras, separadas apenas por estrechos hilos de calles que subían y bajaban, se cruzaban y se enredaban en múltiples veredas. Es lo que llaman el Barrio. Es lo otro, lo distinto, lo diferente... Baj miraba hacia abajo. El vivía en un barrio como ese, en donde un laberinto de pasillos y escaleras competían para escalar el cerro. Es un mundo en donde las dimensiones son siempre estrechas, las calles, las casas, las habitaciones, los techos. Y poco a poco, esa estrechez va absorbiendo a la persona, construyendo pensamientos con dimensiones cada vez más angostas y horizontes más cortos. Para Baj, indio, acostumbrado a amplios espacios, a ríos inmensos, a gozar de aire y luz abundantes, de una casa con patio inmenso y matas de verdes múltiples, era como si viviera encerrado en un calabozo. Trataba de salir a cada rato de aquel estrecho mundo en el que sentía ahogarse. Baj contempló otra vez el escorzo del Avila que se escondía con frecuencia entre nubes, como huyendo de un mundo que no le gustaba. Aquella noche sucedió lo que cambió su vida. Serían las once, cuando desde el primer piso del edificio, vio aparecer y desaparecer unos haces de luz sesgando la oscuridad. Al menos, tres vehículos escalaban la loma. Extraña visita a esa hora. De día se acercaban con frecuencia inversores, futuros compradores, representantes de inmobiliarias, pero de noche, nunca había tenido visitas. Cuando los faros de los vehículos enfocaron la fachada del inmueble, Baj, instintivamente (otra cosa hubiera hecho Bruce Lee...), se escondió detrás de una columna. Apagados los faros, se asomó para ver los autos tratando de ver en la penumbra. Nada. Sólo podía escuchar: - Sal de ahí, hijueputa. Asomándose de nuevo con tiento a la platabanda, esta vez echado en el piso, Baj vio cómo empujaban a un hombre esposado y lo conducían hacia el edificio. Al rato sintió que subían por las escaleras internas. Agazapado, escuchó una voz suplicante: -¡¡Yo no sé nada!! ¡¡Yo no sé nada!!... Al rato, calculó Baj que sería en el cuarto piso, se oyeron unos disparos y el cuerpo del hombre cayó al vacío. El impacto del golpe fue casi ensordecido por los pasos apresurados de los hombres que bajaron por las oscuras escaleras a trompicones. Los motores de los autos arrancaron con precisa sincronía. Los cauchos chirriaron en la oscuridad, primero en retroceso y luego, bajaron la loma a gran velocidad. La noche continuó desvelada apenas por un bombillo de 60 W que colgaba de un cable pegado a una columna y, allá arriba en el cielo, por la tímida luna en menguante que jugaba al escondite con las nubes. Baj despertó de su asombro, se levantó del suelo y corrió escaleras abajo hasta el hombre que él suponía cadáver. Se acercó. Estaba uniformado. Era un Policía. Alzó su cabeza y vio su cara convertida en una máscara sanguinolenta, pero que aún respiraba. Giró su cuerpo y notó que intentaba hablar. Baj acercó su oído a aquella boca destrozada y haciendo un esfuerzo enorme, pudo escuchar entrecortadamente unas frases inconexas: - Asesinos... Presidente... Presidente... Jan... Clod... Alto... Hatillo... Un vómito de sangre abundante sacó a Baj de su estupor y se convenció que tenía que actuar con rapidez. Ese hombre podía salvarse. Se percató que si no reaccionaba con celeridad podía verse envuelto en un gran lío. Sacó su celular y con la duda si lo había cargado durante la noche, marcó el número de la Policía. A los pocos minutos, la noche se quebró de nuevo con haces de luz y sirenas que raudamente ascendieron la Loma “C” de Baruta. El Comandante se dirigió rápidamente al cuerpo que yacía en el suelo y dio orden de pedir una Ambulancia. Demasiado tarde. A los pocos minutos más sirenas rompieron la noche de forma escandalosa. Las furgonetas de diversos canales de TV, periodistas y técnicos aparecieron por arte de magia. Todos se hacían las mismas preguntas y provocaban las mismas respuestas: - “El occiso es un hombre joven, supuestamente perteneciente a un cuerpo policial de la ciudad; tiene herida de arma de fuego con entrada en la zona parietal superior del cráneo y orificio de salida por la parte inferior del mismo. Supuestamente los golpes y fracturas responden a tortura o a la caída, provocada o no, desde los pisos altos del inmueble...” Mientras tanto la ambulancia trasladó el cadáver a la morgue más cercana. Los focos de la TV deslumbraban a Baj. Le hicieron una lluvia de preguntas todas a la vez, a las que apenas podía responder, no sólo porque no entendía, sino porque los micrófonos, celulares y grabadores de los periodistas golpeaban su cara tratando de recoger la primicia. Apenas pudo balbucear algunas palabras antes de que un Comisario de la policía lo rescatara de aquella jauría de cazadores de noticias. Comenzaba una noche horrible para Baj. Lo condujeron en una patrulla a la Comandancia de Cotiza. Interrogatorios... Traslado a la Disip... más interrogatorios... El Comisario Acevedo... civilizado, más educado que los otros, inspiraba confianza, aunque parecía un manojo de nervios... Iba de acá para allá con el cigarrillo en la boca... salía de la oficina.., y al rato volvía. Disparaba las preguntas como una metralleta: - ¿Conocía al occiso?... - ¿Cuánto tiempo lleva en este trabajo? - ¿Cuántas personas salieron de los carros?... - ¿A qué hora sonaron los disparos? - ¿Estaba esposado cuando lo sacaron del carro? Cuando Baj salió de la Comandancia eran las 10 de la mañana. Apenas vio a los periodistas y cámaras que corrían hacia él le dieron ganas de echar a correr también. Estaba muy cansado, apenas tenía fuerza para mantenerse en pie y les rogó que le dejaran en paz. Una patrulla de la Disip lo dejó en la Redoma de Petare, no sin antes entregarle copia de la citación para el día siguiente en sus oficinas del Helicoide. Subió al barrio como un zombie. Calle Agricultura... Barrio 1° de Noviembre.... la calle terminaba en la casa de los curas y, a la derecha de ésta, le faltaba por escalar una estrecha y empinada escalera. Según se iba acercando al rancho, los vecinos que encontraba le sonreían y le echaban bromas... - Adios, galán... - Saliste en la telenovela. Burda de bien, pana… Cuando llegó, Alicia y sus hijos, le cayeron encima alborotados: - Te vimos por TV… - Ya eres famoso. Solamente su suegra Olimpia, con el típico gesto despectivo de sus labios que siempre le dedicaba, se quedó en silencio mientras zurcía una media de Wilmer, su nieto preferido. Al rato, se quedó dormido en medio del ruido normal de una casa llena de críos, no sin antes recordar las frases pronunciadas por el policía asesinado: “... algo sobre el Presidente... .Jan Clod... Alto Hatillo...” Durmió de un tirón hasta las 4 de la mañana. No se había levantado nadie. Era la mejor hora para bañarse en una especie de tonel que habían preparado como ducha detrás del rancho. El baño era con totuma. ¡Perdón!, con un cacharro de plástico azul. ¡Cómo añoraba sus chapuzones en el raudal de su pueblo! Allá sobraba el agua, aquí había que administrarla. Después del baño, preparó un café guayoyo. El barrio empezaba a despertar. Todas las mañanas Baj se dejaba atrapar por la nostalgia. Pensaba en el amanecer de su pueblo. Los primeros albores descubrían lentamente los colores, los sonidos... el rumor del raudal de fondo, los pericos que despertaban con escándalo a los otros pájaros que revoloteaban de aquí para allá, zigzagueaban entre los grandes mangos y palmeras y se saludaban de forma bullanguera... El barrio también despertaba. Pero sin pájaros, sin rumor de agua, sin árboles ni diferentes gamas de verdes.... Poco a poco, los aparatos de radio y los equipos de sonido contrapunteaban de rancho en rancho, de casa en casa. La música llanera y el cante recio sonaban por aquí cerca. Al otro lado de la calle arrancaba lastimero un acordeón vallenato.... Sonaba ya la marimba de Radio Rumbos, vociferando las noticias.., en pocos minutos, todo el barrio era una discoteca politonal mientras la gente afortunada, que aún tenía trabajo, descendía lentamente calle abajo desde muy temprano. Tomó Baj el celular para avisar a la Compañía que, a causa de la citación en la Disip, no podría ir a trabajar esa noche. Le extrañó un mensaje en la pantalla: “Comuníquese con el N° 0416 - 8256299”. Marcó el número y oyó una grabación: “Hola. No diga a nadie nada de lo que sabe. Se juega la vida.” Y al rato, otro mensaje de texto enviado decía: “Nos pondremos en contacto. Jean Claude” ¿Jean Claude..? debe ser el “Jan Clod” que escuchó de labios del policía muerto... pero ¿cómo supieron el número de su celular si Baj sólo se lo había dado a la Disip? Era sábado. El día esperado. Era el día de Baj y Alicia. En el rancho no podían hacer el amor sin riesgo de que los interrumpieran cinco o seis veces: - ¡Comadre! ¿me deja agarrar un poquito de agua?...” - “¡Mamá..! ¡Wilmer me está pegando!!!...” - “¡Compadre! ¿Me prestas el alicate?..” Por eso todos los sábados, Alicia y Baj alquilaban por unas horas una habitación en un hotelucho barato en el Llanito. Otras veces iban a una zona aledaña al Silencio, un hotel barato y limpio. Baj lo conocía desde que llegó a Caracas por primera vez. Era frecuentado comúnmente por los viajeros amazonenses que se trasladaban a Caracas. Concerté con Alicia la hora, teniendo en cuenta que a las 9 tenía cita en la Disip. Más o menos a las 12, nos veríamos delante de la Iglesia de Santa Teresa. La entrevista policial fue rutinaria y expedita. Eso sí, tuvo que esperar hasta las 10 y media a que llegara el comisario que debía interrogarle. Se notaba que era sábado, pues el funcionario tenía mucha prisa y pocas ganas de complicarse el fin de semana. Hacia las preguntas de manera rutinaria y Baj respondía de forma concisa lo poco que sabía. Con la advertencia de que si era necesario le convocarían nuevamente, salió del Helicoide a las 11y cuarenta. Tomó un autobús en dirección al Silencio, esperando que no le pidieran la cédula por enésima vez y que no lo bajaran del autobús para el interrogatorio de siempre: “Eres ecuatoriano? ¿Eres wayúu. . .?” Al encontrarse con Alicia, comieron un perro caliente refrescado con una chicha de arroz y se fueron al hotel. Los momentos siguientes eran los únicos de auténtica comunicación en sus vidas. Lo demás era superficial, casual, algo que resbalaba por la superficie exterior del alma sin calar en lo más profundo de dos seres tan distintos y a la vez tan iguales... La vida se hace rutina, costumbre, se repite y se escribe con un alfabeto cada vez más inconsciente. En esos instantes ellos eran personas y dejaban de ser apéndices o alargamiento de cosas, horarios, prisas y compromisos. Estaba terminando su ducha, cuando tocaron a la puerta. Había apagado el celular para que no les interrumpieran, pero parecía que ni en el hotel lo querían dejar tranquilo. - ¿Abro? - preguntó Alicia. - Pregunta qué quiere - dijo desde la ducha. Cuando terminó de bañarse, Alicia le entregó un sobre. Lo abrió y en el papel leyó con sorpresa: “Mañana, en la Plaza del Hatillo, a las 10,00 a. m. Espere allí”. El Hatillo. Domingo. La Plaza del pueblo bullía de gente con menos prisas que en Caracas. Señoras que iban y venían cargadas de pequeñas bolsas con legumbres, hombres que se arremolinaban en la venta de lotería de la esquina o leían el periódico a las puertas de una refresquería. En los bancos de la plaza, los jubilados charlaban animosamente apoyados en sus bastones, criticando la última acción del gobierno o riéndose pícaramente, mientras sus ojos recorrían añorantes por las piernas de algunas jovencitas que cruzaban la plaza contoneando sus caderas. El chichero en la esquina, y dos adolescentes que llevaban al aire el ombligo y el labio inferior martirizados por sendos “piercings”, contemplaban risueñas los intentos de unos muchachos que trataban de saltar las escaleras de la plaza con la patineta, sin chocar con los carros estacionados de los que asistían a la Misa. Un vendedor de cigarrillos al mayor y al detal, con su caja atada al cuello por una correa, al sentarse al lado de Baj, lo despertó de su arrobamiento y le ofreció cigarrillos. - Gracias. No fumo. - le dijo Baj, mirando hacia el otro lado de la Plaza. - No levante la vista. Aquella mujer con anteojos oscuros, sentada en el banco de la izquierda lo está siguiendo. Cuando yo me vaya, diríjase a la otra cuadra y tome el autobús N° 7. Haga todo su recorrido y al regreso, bájese una cuadra antes de llegar a la Plaza. ¿Me está escuchando? - Si - respondió Baj cada vez más preocupado. - En la siguiente calle, a la izquierda, busque la casa N° 25. Allí lo esperan. El buhonero se levantó y se dirigió al banco de la izquierda, a ofrecer su mercancía. Con disimulo, Baj miró de reojo a la mujer del banco. No aparentaba más de 30 años y disimulaba retocándose con la barra de labios frente a un espejito de bolsillo. La gente salía ya de la Misa, y atravesaba la plaza en pequeños grupos. Baj aprovechó ese momento para dirigirse rápidamente calle abajo, hasta la cuadra indicada por el vendedor de cigarrillos. En ese momento llegaba el autobús 7. Se montó y tomó asiento en los puestos de atrás, no sin antes ojear por la ventana por si la mujer de lentes oscuros lo había seguido. No vio a nadie. La música machaconamente fuerte y en inglés, con la que el chofer torturaba a los viajeros le hacía suspirar la pronta bajada de esa discoteca rodante. Estos caraqueños no aprecian el silencio, si no tienen ruido a su alrededor, no viven. Baj pensaba en el barrio... Tal vez tengan razón... el ruido en forma de música o la música en forma de ruido, les sirve para olvidar lo que son, para no soñar con lo que no pueden ser, o para acallar los gritos que llevan por dentro. El periplo del autobús duró escasamente 35 minutos. Se bajó en la cuadra anterior a la Plaza como se lo había indicado el buhonero y embocando la calle de la izquierda, con disimulo, trató de ver el número de alguna casa. No había dado 10 pasos cuando se topó con un N°25 que se difuminaba en una placa de hierro colado oscurecido por el tiempo. Era una de esas casas de típica factura colonial, paredes de color ladrillo con amplio portón abierto y zaguán del mismo ancho. A ambos lados, destacaban dos grandes ventanas con rejas de hierro y puertas de marrón oscuro, igual que el portón. Entró, no sin antes observar si lo seguían. El zaguán finalizaba en una puerta hermética, metálica. A su espalda, se fijó que uno de esos ojos electrónicos que usan en los Bancos para grabar y vigilar a los usuarios, lo miraba. Cuando ya iba a tocar, la puerta se abrió y aparecieron dos gigantes que introdujeron a Baj de una forma no muy cortés, casi en volandas y, mientras uno le ataba los brazos, el otro colocaba una capucha en su cabeza. Lo condujeron a un patio interno y allí lo alzaron para introducirlo en lo que suponía era la maleta de un carro. Baj maldijo el día en que consiguió el trabajo de guachimán que le había traído todos estos problemas. El auto se movió lentamente, se paró y luego enfiló a velocidad por una vía recta. Baj notaba las paradas, los cruces a la derecha, luego a la izquierda. Por las marchas del motor que variaban con frecuencia, y las curvas, supuso que estaban subiendo a una de las partes altas de la ciudad. Baj no era un tipo nervioso. Como buen indígena, tomaba las cosas con calma. “Lo que sucede debe suceder - decía su abuelo - Después del raudal viene el remanso...” “¿Será por eso que los indios estamos como estamos, que nos conformamos con todo lo que nos pasa?” - pensaba Baj en su encierro. Estaba convencido de que en estos momentos le convenía simular serenidad y pensar con frialdad. Cuando se apagó el motor, los dos mastodontes lo sacaron del encierro y casi a rastras lo introdujeron en un local. Después de sentarlo en una silla le quitaron la capucha. Frente a Baj, de espaldas y de pie, contemplando el jardín a través de un enorme vitral estaba un hombre flaco, espigado y de cabello cano. Les separaba un elegante escritorio. Baj esperaba que alguien hablara. De reojo miró a sus dos guardianes. Apenas pudo ver sus enormes brazos repletos de tatuajes multicolores. Cuando el señor se dio vuelta, a pesar de estar a contra luz, Baj observó una cara angulosa, semitapada por unos enormes lentes oscuros. Se sentó. - Tráele café al señor... - Baj. Mi nombre es Baj. - ¿Como el músico Juan Sebastián Bach? - No. Baj con “j”. Así como suena. - Interesante nombre. Uno de los gigantones, sirvió café en unas elegantes tacitas blancas con el borde gris y se llevó la cafetera. - No eres caraqueño. - No, señor. Soy de Amazonas. Un indio del Amazonas. - ¿De Amazonas? - guardó silencio - ¡qué interesante! ¿Y qué haces por aquí? - Ganándome la vida. Soy guachimán de una empresa. - respondió orgulloso. - ¿Cuánto ganas? - El sueldo básico. Estoy empezando... - ¿Quieres ganar el triple? - sonrió mi interlocutor mostrando una hilera de dientes muy blancos. - ¿Haciendo qué? - respondió más animado. El señor se levantó nuevamente hacia el ventanal dándole la espalda. Baj miró de reojo nuevamente a los dos gigantones que cuidaban la puerta. Ambos tenían lentes oscuros. “Deben ser policías”, pensó. Esta mañana en la Disip casi todos cargaban ese tipo de lentes. - ¿Sabes por qué te estaba siguiendo aquella mujer? - preguntó el señor sin volverse. - Será de la Disip. Querrán estar seguros de que no me vaya hasta que concluyan las averiguaciones del crimen - señaló Baj. - No, muchacho, - se volteó nuevamente hacia él - Ellos quieren saber lo que tú sabes. - Lo que sabía, lo dije ya en la Disip... - ¿Todo? - acercó su cara y a través de los lentes oscuros Baj percibió una mirada acerada. - Bueno... casi todo. - El hijo de perra.... - murmuró con coraje. - Ellos sospechan que no les dijiste todo. Quieren saber quién está detrás del nombre de “Jean Claude”. Me buscan a mí, y por ello suponen que tarde o temprano, tendríamos que encontrarnos. Por eso te siguen. Baj comprendió ahora más que nunca, que estaba metido en un gran lío. La Disip no le buscaba sólo como testigo de la muerte de un policía. Y ahora este señor Jean Claude, quería a toda costa comprar su silencio. Aunque peligroso, el negocio no estaba mal... - Ahora entiendo. ¿Y qué piensa hacer? - murmuró Baj con timidez. - Cuando llegue el momento te lo diremos. Abre una cuenta en el banco Provincial. Desde hoy se te depositará lo correspondiente a cada quincena. Seguirás trabajando de guachimán, sin levantar sospechas. Que no se note que gastas más dinero del que ganas en tu trabajo... De vez en cuando, te comunicaremos lo que tienes que hacer. - Y si la Policía se entera y los descubre, ¿qué pasa conmigo? – preguntó Baj. Los dos energúmenos se acercaron mostrando sin disimulo unos pistolones de gran calibre en sus cinturas. - Entiendo... - dijo resignado. - Sírvenos otro café - ordenó el jefe. Baj tomó lentamente el café servido por el mismo gigante, y poco a poco lo envolvió una pesada somnolencia que lentamente fue hundiéndolo en el vacío mientras escuchaba cada vez más lejos: - Ya te avisaremos.., ya te avisaremos.., ya te avisaremos... Esa frase se repetía machaconamente, mientras la cabeza comenzó a darle vueltas… todo giraba.... ya no veía sino unas ráfagas de luz rasgando una oscuridad cada vez más tupida. Perdió todo contacto. Era de noche. El ruido y las luces de los carros que cruzaban delante de Baj lo fueron despertando. No supo cómo había llegado hasta allí. Sentado en el suelo y apoyado en la santamaría de un negocio de calzado, miraba aletargado las luces de los carros que desfilaban lentamente. Estaba en la redoma de Petare. Pensando en Alicia, subió hacia la casa. La vida se le estaba complicando. Mucho más complicada que la maraña de escaleras y veredas que se tejían cerro arriba. |