No podéis imaginar lo que sufren los hombres, cuando se les empieza a caer el pelo. Cada vez que tienen que meter el peine en la, hasta ahora, linda cabellera






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títuloNo podéis imaginar lo que sufren los hombres, cuando se les empieza a caer el pelo. Cada vez que tienen que meter el peine en la, hasta ahora, linda cabellera
fecha de publicación07.03.2016
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La calva redimida
(Meditación cuaresmal)

No podéis imaginar lo que sufren los hombres, cuando se les empieza a caer el pelo. Cada vez que tienen que meter el peine en la, hasta ahora, linda cabellera, les entra el pánico. Cuando lo hacen, al sacarlo lleno de pelos, lo contemplan con un sentimiento de impotencia y autocompasión infinito. Vas al médico, vas a la farmacia, te empiezas a echar cosas; inútil todo esfuerzo. Alguien te dice: “córtatelo al cero para que salga con más fuerza”. Te lo cortas y, cuando te vuelve a crecer un poco, se repite la visión terrorífica del peine. El complejo te ronda y se ríe de ti: “ya no eres el mismo, ya no puedes salir a la calle, los amigos se van a mofar, has perdido todo encanto para las chicas”.

Esta pérdida de autoestima en el presunto calvo, no se detiene ni ante los muros y las tapias de los más santos recintos. El monje y el fraile lo sufren como cualquier persona de a pie. Fue al finalizar la década de mis treinta, cuando se inicio en mí este despojo. Era, a la sazón, prior del convento de Alcobendas con más de cien frailes a mi cargo. Un día de invierno, cuando se ponía el sol por Fuencarral dando directo a mi espejo, me acerqué inocentemente al lavabo. La intensa luz me mostró en el espejo una cara inédita. Me di cuenta de que se me había caído el pelo y de que las incipientes canas rebrillaban como un vitral. Me quedé consternado y me autocompadecí: “pobre de mí”, “ me se han acabao”...

Estaba en éstas cuando, de repente, sentí algo en el corazón: “Entrégame tu pelo”. Sabía que era el Señor; pero, ¿para qué quería el Señor mi pelo? Poco a poco lo fui entendiendo hasta que pude decir: “Te lo entrego”. No noté nada en el acto ni estaba yo preparado para notarlo. Lo cierto es que, desde ese día, se me fueron todas las aprensiones por la caída de mi cabello. Nunca me he vuelto a preocupar. Cuando lo pienso ahora, retrospectivamente, sé que, en aquel momento, mi calva fue redimida. Con mi entrega salió la preocupación de mí y se fue a la cruz de Cristo donde fue asumida y resucitada, siéndome devuelta por el Espíritu ya sanada.
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Hace poco prediqué una charla sobre el tema: “Murió por nuestros pecados”. Hablé largamente sobre la humanidad de Jesucristo: de cómo, siendo hombre, vivió nuestros miedos, nuestras oscuridades, soledades y abandonos. Le decía a la gente que no creemos en la humanidad de Jesucristo porque siempre mezclamos las dos naturalezas: “Sí, Jesucristo sufrió, pero como era Dios”... El Concilio de Calcedonia nos dice que no se pueden mezclar las dos naturalezas. Jesús pasó por este mundo como un hombre cualquiera, semejante en todo a nosotros menos en el pecado.

Este Jesús hombre, lleno de miedos y oscuridades, como tú, sudando gotas de sangre e insistiendo cada segundo de su agonía en la oración (Lc. 22, 44), para no rebelarse contra la voluntad del Padre, éste es el que ha sido resucitado y constituido Señor y Juez de la historia. Fuimos redimidos en su cuerpo de carne. La muerte lo mató porque era hombre, mas en su cuerpo santo quedó la muerte muerta para siempre porque fue resucitado. Con ello, a la muerte le ha sido arrebatado todo su poder.

Esta charla provocó dos reacciones. El primero que se acercó fue un hombre de unos sesenta años. Me dijo: “Me has metido un gol de penalti con eso de la humanidad de Jesucristo. Hoy me he dado cuenta de que nunca he creído en Jesucristo hombre. Mi fe era puro chapapote en el que todo estaba mezclado. Por eso, la figura de Jesucristo no me ha valido para nada; es más, no le he tenido ni cariño”.

“Yo soy un hombre, continuó, muy enfermo. Esta enfermedad la estoy viviendo desde mí mismo. Rezaba y pedía ayuda a Dios, pero sin salir de mí mismo y de mis esfuerzos por salvarme del dolor. Hoy he vislumbrado que mi enfermedad fue asumida por Jesucristo en su muerte y salvada en su resurrección. Me falta la experiencia de ello, mas una luz nueva ha inundado mi alma. Si esto se desarrolla, espero vivirlo todo de otra forma aunque me sigan los dolores. Sólo una pregunta”:
-¿Qué puedo hacer yo para tener una experiencia liberadora en este tema?
-Amigo, le respondí, esto es evangelio, anunciación, buena noticia. Lo cual significa que sucederá en ti por obra del Espíritu Santo, como en María, si te lo crees, si dejas que Jesús entre en tu vida, y si sigues abriendo tu corazón en la oración para que suceda. Lo que sí te aseguro, es que ha empezado a abrirse en ti un amplísimo horizonte de vida.
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Otra persona que comentó la charla fue un conocido abogado madrileño. Decía: “Me ha impresionado que tú has interpretado el dicho: “Jesús murió por nuestros pecados”, como liberación del miedo. Has identificado el pecado con el miedo. Para mí, desde el colegio, el pecado consistía en masturbarme, salir con señoras, no ir a Misa el domingo, no comer carne el Viernes Santo y pocas cosas más. Nunca había pensado que la raíz del pecado pudiera estar en el miedo”.

Le contesté que San Pablo, reflexionando sobre el pecado, tiene un párrafo impresionante que constituye una preciosa formulación del kerigma1: Jesucristo participó de nuestra carne y de nuestra sangre, para aniquilar en su muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y liberar a cuantos, por miedo a la muerte, estamos sometidos a esclavitud de por vida.

Por miedo a la muerte estoy sometido a esclavitud de por vida, ¿cómo se entiende esto? Es muy fácil. Por miedo a morir nos defendemos con uñas y dientes de todos los males que nos amenazan. Estos males son la muerte. Por miedo a morir me defiendo de la calva, de la enfermedad, de las arrugas, del carácter de mi mujer que me mata y no lo soporto. Por miedo a morir me aterra una biopsia, la soledad, la incomprensión. Por miedo a morir me deprime cumplir años, perder los dientes, la guerra y el rencor con que me están amargando.

Yo no puedo soportar estos pesos porque me matan y, entonces, me defiendo. Al defenderme no tengo más remedio que declarar a todas estas cosas como enemigos míos y me muero en la impotencia de la lucha porque, al fin, me van a vencer. Me vencen los años, la enfermedad, la vejez y la muerte. No tengo salida. Cada vez me recluyo más en mí mismo por miedo a que me hagan daño. Los miedos que de ahí se derivan, convierten mi vida en pecado y, al diablo, señor de ella, porque me están imposibilitando para la libertad, para el amor, para la alabanza. El sufrir me causa pánico y, por lo tanto, estoy condenado; soy un esclavo de por vida. ¿Quién puede romper este fatídico encadenamiento?

Aún hay más. El diablo, que es el acusador, te culpabiliza, deteriora tu autoestima, te hunde en tu propia miseria y te hace perder la esperanza. Es maestro en susurrarte: ¿“Ves?, Dios no te quiere, no se preocupa de ti. Reniega de él y vive tu vida en tu propia autonomía y en tu soberbia. Hazte fuerte y que todo el mundo sepa que tú tienes tus convicciones. ¿Cómo puedes creer en Dios si se te ha muerto tu hijo”?

Pues bien, Jesús se hizo de nuestra propia carne y sangre para poder vencer con su muerte nuestras muertes. Al resucitar rompió el cerco infernal que nos atenazaba. La obra de tu resurrección le pertenecerá de ahora en adelante al Espíritu del resucitado. Por eso Cristo quiere asumir en su cruz tus impotencias y pecados. Quiere asumir tu pérdida de pelo, tu envejecimiento, todo lo que te mata. Ese es su gran amor hacia ti, porque busca tu libertad. En realidad tus pecados le pertenecen porque los ha comprado y ha pagado por ellos un alto precio. Hace dos mil años estabas tú allí, en su cruz; tus males le clavaron los clavos. Ese bulto que te ha salido en el pecho ya murió con Jesucristo.

Ahora bien, para entender esto se necesita un cambio de corazón. En ese cambio de corazón sucede la fe activa que hace posible esta experiencia. Todo depende de la fe que se tenga. Por eso, estas cosas sólo las podrán entender quienes las puedan entender. El bautismo cobra aquí todo su sentido porque es el momento de esta revelación y de este cambio. Por eso, todos los grandes movimientos actuales buscan una renovación del bautismo, para que se pueda llegar a entender en profundidad el kerigma y, de esa forma, renovar la vida cristiana. Todo lo demás son parches. Si te bautizas de nuevo en Jesucristo entregándole tus cosas, pase lo que pase, tu cruz siempre será gloriosa porque tus males han sido vencidos. El Espíritu Santo te lo hará experimentar. Si entregas tus males al Señor, él romperá tus miedos y ya no existirá para ti esa barrera infranqueable; ya no estarás de por vida sometido al señor de la muerte.

¿Crees que puede suceder en ti esto? Yo sé que da mucho miedo que tengas que entregar tu vida a otro y que ese otro te la pueda dirigir. Es como si dejaras de ser tú mismo. ¿”Cómo voy a entregarle mis cosas al Señor? ¿Voy a entregarle mi futuro? ¿Mi presente? ¿Mi pasado? No, no quiero entregar mi pasado porque me han hecho cosas muy gordas y necesito vengarme. Mi pasado es mío”. Cuando yo entré en la Renovación carismática, oía, antes de la Efusión del Espíritu o renovación del bautismo, que teníamos que someter nuestras vidas al señorío de Jesús. Me impresionaba un poco, si bien más tarde he comprendido que toda la obra la hace el Espíritu y es una gracia inigualable. Lástima que esa esclavitud de por vida nos mantenga tan encerrados en nosotros mismos, que no sólo no le dejamos a Dios actuar en nuestras vidas, sino que nos defendamos con orgullo y soberbia, sin darnos cuenta de que tales actitudes nos hunden cada vez más en nuestra propia indefensión y miseria.
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Lo malo es que aun entre los cristianos la predicación de la gratuidad de la salvación en Cristo sigue siendo muy difícil. La mayoría no quieren escuchar este anuncio ni la buena noticia, y siguen, desde sus buenos deseos y su buena voluntad, tratando de salvarse por sí mismos. Quieren liberarse de la esclavitud desde sí mismos, desde sus obras y sus méritos; pero no salen del miedo y de la culpabilidad. Continúan agobiados en la lucha estéril de conquistar un imposible. Cuántos sacerdotes, cuántos religiosos, cuántas monjas, cuántos seglares, terminan sus días decepcionados por un esfuerzo religioso que no les ha llevado a ninguna parte. La falta de experiencia kerigmática y, por lo tanto, de testimonio, en los más llamados a darlo, está vaciando el mundo de Jesucristo. Lo que se percibe más bien por doquier es una frustración amarga y bastante resentida. A lo más, se sigue confiando en Dios, que no es poco, desde la oscuridad y la incertidumbre, sin haber gozado jamás de la victoria de Jesucristo sobre el mal.

Siempre creí que el gran redescubrimiento de la Renovación carismática era la gratuidad kerigmática. Ahora siento que aún en la Renovación nos queda mucho camino por andar. Parecía que los carismáticos al haber recibido, con la fuerza de la confirmación, al Espíritu Santo gozarían de la libertad que se proclama ruidosamente en la alabanza. Sin embargo, en algunos casos no es así. No hace mucho tuve que dar la enseñanza en un grupo carismático. Se encontraban en la sala unas sesenta personas, acogedoras, sencillas, agradables. Comenzamos, como de costumbre, con un rato de alabanza. Había bastantes guitarras con lo que, a nivel de canciones, me pareció todo bastante normal. Sin embargo, noté que no había aclamación, no había lenguas, sólo tibios esbozos. Incluso a uno de los que me acompañaron le chistaron para que se moderara en su sencilla espontaneidad. No había alabanza comunitaria; sólo un sinfín de intervenciones muy personales. Comencé a oír palabras como losa, fardo, peso, pecado, sufrimiento. Cada una de dichas intervenciones destilaba tanta tristeza, que pensé que ese día había sido especialmente fatídico para aquella gente.

Sin embargo, ésta era su tónica ordinaria, signo claro de una gran falta de liberación. No salían de sí mismos, de su autocompasión, de su problemática personal. Pronto me di cuenta de que era un grupo sencillo con suficiente fe, pero sin esperanza. Pedían ayuda a Dios para sus males y estaban ávidos de liberación, sin haber entrado en el kerigma. Esperaban la sanación de oraciones, intercesiones y misas especializadas para sanar, comerciando, por tanto, sin darse cuenta, con las cosas de Dios. Querían sanación y redención desde sí mismos, sin profundizar en la experiencia del misterio pascual, donde Jesucristo muere y resucita por nosotros.

¡Qué necesidad tenía esta gente de una predicación viva de la gratuidad! ¿De qué les hablan sus predicadores? La gratuidad nos habla de que Jesucristo murió por nosotros siendo pecadores, de que él toma la iniciativa, de que nuestros males los asume en su cruz y los resucita, y de que todo esto lo vivenciamos en la experiencia de su Espíritu. La gratuidad nos habla de que la salvación es una experiencia real, que alegra tu alma y la inunda de gozo, y que tiene una respuesta incuestionable que es la alabanza. La gratuidad nos hace vivir la cruz como algo duro, pero glorioso, de tal modo que en la propia cruz puedes sentir la protección del Señor en lo más íntimo de ti mismo.
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Yo, como cocinero de esta casa de tres frailes, tengo la costumbre, cuando guiso un pollo, de cocerlo unos minutos en la olla express para que desprenda su enjundia y hacer con ella una sopa, de forma que, con esa sopa y el pollo guisado, ya tengo la comida para el día. Eso mismo acabo de hacer hoy, mientras escribía los párrafos anteriores. Se conoce que he profundizado tanto que se me olvidó que tenía la olla puesta a todo fuego. Una hora más tarde, sobresaltado, me acordé del tema. Cuando la abrí, aquello parecía el osario común de un cementerio. La carne se había volatilizado y sólo se veían huesos.

No tuve más remedio que bajar de nuevo al mercado y comprar otro pollo. Gracias a que estaba de oferta. De esa forma redimí mi descuido y culpabilidad. No tuvo la cosa mayores consecuencias. En la vida hay otros descuidos que dejan secuelas mucho más amargas. Estoy pensando en la cantidad de culpabilidad que hay entre la gente por no entender o no poder entrar en la dimensión del kerigma empleando la vida en piadosos y vanos intentos de salvación. Creo que uno de los mayores testimonios que pueden dar los que han descubierto la libertad es, desde su pobreza, proclamar la liberación que han experimentado en Jesucristo.

Si hablamos de los que hoy día están alejados y van perdiendo la fe su culpabilidad es patente. Discutía yo hace poco con un grupo de personas, bastante resabiadas, de esas que rechazan con dureza hasta el mismo concepto de Dios. Me decían:
-A los que tenéis fe os queda poco tiempo de vida: todas vuestras instituciones van a desaparecer muy pronto. Nadie cree en ellas.
-En vuestro ambiente, les respondí, es evidente que Dios ha desaparecido; tenéis esa desgracia. Pero no os fiéis porque estáis llenos de culpabilidad.
-¿Nosotros culpabilidad? Sois los curas los que estáis llenando el mundo de escándalos. Esa es la señal más clara de que vuestro Dios no existe.
-Desde hace dos mil años, repliqué, muchos han querido matar a Dios y los únicos que están muertos y bien muertos son ellos. Dios goza de buena salud.
-Vosotros los creyentes sois los que estáis muertos de culpabilidad y de complejos porque no sabéis por donde va la vida. Nosotros no nos sentimos culpables de nada.
-Entonces, argüí, ¿por qué tenéis tanta agresividad? ¿Por qué os pone tan nerviosos todo lo de Dios? Es porque, en vuestro inconsciente ateo, no tenéis ninguna paz, y eso es, precisamente, lo que se llama culpabilidad.
Entre muchos de los que creen en Dios también existe la culpabilidad, sólo que a niveles más conscientes. La culpabilidad religiosa es un miedo o inseguridad íntima y trascendente referida a nuestro destino final. El mayor o menor grado de esta culpabilidad, depende de la imagen de Dios que tenga cada persona. San Pablo nos dice, en repetidas ocasiones, que nos salvamos por gracia: Pues por gracia habéis sido salvados, mediante la fe; y esto no viene de vosotros sino que es don de Dios; tampoco viene de las obras para que nadie se gloríe (Ef. 2, 8). Cuando no se predica esto sin condiciones, necesariamente se entra en la culpabilidad porque, o bien nos salvamos por gracia o por mérito propio. No hay otra alternativa. Si es por méritos propios, entonces el esfuerzo, la fuerza de voluntad, la obra bien hecha, el perfeccionismo, son el mejor caldo de cultivo de una culpabilidad malsana.

También en la Renovación se da esta dicotomía. Hay dos Renovaciones: la de la gratuidad y la del mérito. Esta segunda, aunque haya tenido una experiencia auténtica del Espíritu, no acaba de romper cadenas, sigue con su velo de tristeza creyendo que la gracia hay que merecerla. A mí el Señor me ha llevado por el camino de la gracia, es decir, de la gratuidad. Siempre la he predicado, hasta con vehemencia. Doy gracias a Dios porque para mí estas cosas no son teorías sino que tengo suficientes signos de la eficacia de tal predicación en el cambio de vidas, en la liberación de miedos y en el consuelo hondo que muchas personas han recibido, al sentirse gratuitamente salvados y queridos. Para estas personas la culpabilidad y el pecado pasan a segundo plano ante la urgencia de la acción de gracias. Sin embargo, estoy seguro de que más de uno querrá preguntarme:
-Estas personas después de esa experiencia de liberación ¿ya no pecan?, ¿o es que no dan importancia al pecado?
-Pecan y le dan importancia.
-Pero ese pecado niega la gracia ¿no?
-Pecados se siguen cometiendo porque la debilidad está escrita en nuestros genes, pero ha cambiado la condición pecadora del hombre. Esta es la sanación profunda que hace el Espíritu. ¿En qué consiste este cambio? Lo explica San Pablo diciendo que “el pecado ya no tiene dominio sobre esa persona” (Rm. 6, 14) es decir, ya no se vive para el pecado, de modo que, cualquier debilidad, se resiente más bien como pobreza ya que no se desea de ningún modo. Se han esfumado las idolatrías porque se ha descubierto el amor de Cristo. Nuestro hombre viejo ha sido crucificado con Cristo quedando destruida nuestra personalidad de pecadores (Rm. 6, 6).
-¿Luego estas personas están confirmadas en gracia?
-No, se puede volver al hombre viejo. Por eso siempre seguirán siendo necesarias las cautelas.
-¿Qué cautelas?
-En lo humano: la buena formación, el dominio de sí, el cultivo de todo lo que favorece una personalidad equilibrada.

En lo espiritual: la perseverancia en aquel lugar o gracia donde se experimentó la salvación.
No podemos dejar de creer en las palabras de San Pablo de que el Espíritu le ha quitado poder al pecado en nosotros, cambiando nuestra personalidad de pecadores en la de hijos, débiles y necesitados, pero liberados y resucitados en Cristo. Si no ha hecho eso el Espíritu, ¿qué ha hecho? Estas palabras de Pablo son de lo más sutil que se pueda pronunciar. Aquí no llega la razón. Se vivencian en lo más profundo del corazón.

Puestos en estos términos, no hay más remedio que repetir las palabras de Jesús: el que pueda entender que entienda. Este entender no es de razón sino de gracia y de revelación. La inteligencia de este misterio se da a cada uno según la medida del don de Cristo, pero el miedo no debe impedirnos desearla con toda el alma. La Renovación carismática es uno de los lugares donde se puede vivir este kerigma de gratuidad a tope. Creo, incluso, que es nuestro cometido más profético. Hoy la piedad popular católica está infectada de un semipelagianismo que la hace triste e inoperante. Cuando en mi parroquia rezamos, antes del rosario, el “Señor mío Jesucristo”, decimos: “ayudado por tu gracia, propongo firmemente nunca más pecar”. Es una frase netamente semipelagiana: ¿soy yo capaz de prometer eso? ¿Soy yo el que actúo mi salvación? ¿Utilizo la gracia para mi protagonismo? María usaba otro lenguaje más santo: Hágase en mí según tu palabra.

Chus Villarroel, O.P.

1 Hb. 2, 14-18

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