Para que el cultivo de la historia de la ciencia ad­quiera cabal sentido y rinda todos los frutos que promete, se impone el examen de ciertas coyun­turas






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4 Estos factores se estudian en The Copernican Revolu-tion: Planetary Astronomy in the Development of Western Thought, de T. S. Kuhn (Cambridge, Mass., 1957), pp. 122-132, 270-271. Otros efectos de las condiciones intelectuales y económicas externas sobre el desarrollo científico subs­tantivo se ilustran en mis escritos: "Conservation of Energy as an Example of Simultaneous Discovery", Cri­tical Problems in the History of Science, ed. Marshall Clagett (Madison, Wisconsin, 1959), pp. 321-356; "Engineer-ing Precedent for the Work of Sadi Carnot", Archives intemationales d'histoire des sciences, XIII (1960), 247-251; y "Sadi Carnot and the Cagnard Engine", Isis, LII (1961), 567-74. Por consiguiente, considero que el papel desempe­ñado por los factores externos es menor, sólo con respecto a los problemas estudiados en este ensayo.

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lítica de importancia primordial para la com­prensión del progreso científico.

Finalmente, quizá lo más importante de todo, las limitaciones de espacio han afectado drástica­mente el tratamiento que hago de las implicacio­nes filosóficas de la visión de la ciencia, histó­ricamente orientada, de este ensayo. Desde luego, existen esas implicaciones y he tratado tanto de indicar las principales como de documentarlas. No obstante, al hacerlo así, usualmente he evi­tado discutir, de manera detallada, las diversas posiciones tomadas por filósofos contemporáneos sobre los temas correspondientes. Donde he in­dicado escepticismo, con mayor frecuencia, lo he enfocado a la actitud filosófica y no a cualquiera de sus expresiones plenamente articuladas. Como resultado de ello, algunos de los que conocen y trabajan dentro de una de esas posiciones articu­ladas puede tener la sensación de que no he lo­grado comprender su punto de vista. Considero que sería una equivocación, pero este ensayo no tiene el fin de convencerlos de lo contrario. Para ello hubiera sido preciso un libro mucho más am­plio y de tipo muy diferente.

Los fragmentos autobiográficos con que inicio este prefacio servirán para dar testimonio de lo que reconozco como mi deuda principal tanto hacia los libros de eruditos como a las institu­ciones que contribuyeron a dar forma a mis pen­samientos. Trataré de descargar el resto de esa deuda, mediante citas en las páginas que siguen. Sin embargo, nada de lo que digo antes o de lo que expresaré más adelante puede dar algo más que una ligera idea sobre el número y la natura­leza de mis obligaciones personales hacia los nu­merosos individuos cuyas sugestiones y críticas, en uno u otro momento, han respaldado o diri­gido mi desarrollo intelectual. Ha pasado dema-

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siado tiempo desde que comenzaron a tomar forma las ideas expresadas en este ensayo; una lista de todos aquellos que pudieran encontrar muestras de su influencia en estas páginas casi correspondería a una lista de mis amigos y co­nocidos. En esas circunstancias, debo limitarme al corto número de influencias principales que ni siquiera una memoria que falla suprimirá com­pletamente.

Fue James B. Conant, entonces presidente de la Universidad de Harvard, quien me introdujo por vez primera en la historia de la ciencia y, así, inició la transformación en el concepto que tenía de la naturaleza del progreso científico. Desde que se inició ese proceso, se ha mostrado generoso con sus ideas, sus críticas y su tiempo, incluyendo el necesario para leer y sugerir cam­bios importantes al bosquejo de mi manuscrito. Leonard K. Nash, con quien, durante cinco años, di el curso orientado históricamente que había iniciado el doctor Conant, fue un colaborador toda­vía más activo durante los años en que mis ideas comenzaron a tomar forma y mucho lo he echa­do de menos durante las últimas etapas del des­arrollo de éstas. Sin embargo, afortunadamente, después de mi partida de Cambridge, su lugar como creadora caja de resonancia, y más que ello, fue ocupado por mi colega de Berkeley, Stanley Cavell. El que Cavell, un filósofo interesado prin­cipalmente en la ética y la estética, haya lle­gado a conclusiones tan en consonancia con las mías, ha sido una fuente continua de estímulo y aliento para mí. Además, es la única persona con la que he podido explorar mis ideas por medio de frases incompletas. Este modo de comunica­ción pone de manifiesto una comprensión que le permitió indicarme el modo en que debía salvar o rodear algunos obstáculos importantes que en-

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contré, durante la preparación de mi primer ma­nuscrito.

Desde que escribí esta versión, muchos otros amigos me han ayudado con sus críticas. Creo que me excusarán si sólo nombro a los cuatro cuyas contribuciones resultaron más decisivas y profundas: Paul K. Feyerabend de Berkeley, Er-nest Nagel de Columbia, H. Pierre Noyes del Laboratorio de Radiación Lawrence y mi discí­pulo John L. Heilbron, que ha colaborado, a me­nudo, estrechamente conmigo al preparar una versión final para la imprenta. Todas sus reser­vas y sugestiones me han sido muy útiles; pero no tengo razones para creer (y sí ciertas razones para dudar) que cualquiera de ellos, o de los que mencioné antes, apruebe completamente el ma­nuscrito resultante.

Mi agradecimiento final a mis padres, esposa e hijos, debe ser de un tipo diferente. De ma­neras que, probablemente, seré el último en re­conocer, cada uno de ellos ha contribuido con ingredientes intelectuales a mi trabajo. Pero, en grados diferentes, han hecho también algo mu­cho más importante. Han permitido que siguiera adelante e, incluso, han fomentado la devoción que tenía hacia mi trabajo. Cualquiera que se haya esforzado en un proyecto como el mío sa­brá reconocer lo que, a veces, les habrá costado hacerlo. No sé cómo darles las gracias.

T. S. K. Berkeley, California.

I. INTRODUCCIÓN: UN PAPEL PARA LA HISTORIA

Si se considera a la historia como algo más que un depósito de anécdotas o cronología, puede pro­ducir una transformación decisiva de la imagen que tenemos actualmente de la ciencia. Esa ima­gen fue trazada previamente, incluso por los mis­mos científicos, sobre todo a partir del estudio de los logros científicos llevados a cabo, que se encuentran en las lecturas clásicas y, más recien­temente, en los libros de texto con los que cada una de las nuevas generaciones de científicos aprende a practicar su profesión. Sin embargo, es inevitable que la finalidad de esos libros sea persuasiva y pedagógica; un concepto de la cien­cia que se obtenga de ellos no tendrá más proba­bilidades de ajustarse al ideal que los produjo, que la imagen que pueda obtenerse de una cul­tura nacional mediante un folleto turístico o un texto para el aprendizaje del idioma. En este ensayo tratamos de mostrar que hemos sido mal conducidos por ellos en aspectos fundamentales. Su finalidad es trazar un bosquejo del concepto absolutamente diferente de la ciencia que puede surgir de los registros históricos de la actividad de investigación misma.

Sin embargo, incluso a partir de la historia, ese nuevo concepto no surgiría si continuáramos buscando y estudiando los datos históricos con el único fin de responder a las preguntas plan­teadas por el estereotipo no histórico que proce­de de los libros de texto científicos. Por ejemplo, esos libros de texto dan con frecuencia la sen­sación de implicar que el contenido de la ciencia está ejemplificado solamente mediante las obser-

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vaciones, leyes y teorías que se describen en sus páginas. De manera casi igual de regular, los mismos libros se interpretan como si dijeran que los métodos científicos son simplemente los ilus­trados por las técnicas de manipulación utiliza­das en la reunión de datos para el texto, junto con las operaciones lógicas empleadas para rela­cionar esos datos con las generalizaciones teó­ricas del libro de texto en cuestión. El resultado ha sido un concepto de la ciencia con profundas implicaciones sobre su naturaleza y su desarrollo.

Si la ciencia es la constelación de hechos, teo­rías y métodos reunidos en los libros de texto actuales, entonces los científicos son hombres que, obteniendo o no buenos resultados, se han esforzado en contribuir con alguno que otro ele­mento a esa constelación particular. El desarro­llo científico se convierte en el proceso gradual mediante el que esos conceptos han sido añadi­dos, solos y en combinación, al caudal creciente de la técnica y de los conocimientos científicos, y la historia de la ciencia se convierte en una disciplina que relata y registra esos incrementos sucesivos y los obstáculos que han inhibido su acumulación. Al interesarse por el desarrollo científico, el historiador parece entonces tener dos tareas principales. Por una parte, debe de­terminar por qué hombre y en qué momento fue descubierto o inventado cada hecho, ley o teoría científica contemporánea. Por otra, debe descri­bir y explicar él conjunto de errores, mitos y supersticiones que impidieron una acumulación más rápida de los componentes del caudal cien­tífico moderno. Muchas investigaciones han sido encaminadas hacia estos fines y todavía hay al­gunas que lo son.

Sin embargo, durante los últimos años, unos cuantos historiadores de la ciencia han descubier-

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to que les es cada vez más difícil desempeñar las funciones que el concepto del desarrollo por acu­mulación les asigna. Como narradores de un proceso en incremento, descubren que las inves­tigaciones adicionales hacen que resulte más di­fícil, no más sencillo, el responder a preguntas tales como: ¿Cuándo se descubrió el oxígeno? ¿Quién concibió primeramente la conservación de la energía? Cada vez más, unos cuantos de ellos comienzan a sospechar que constituye un error el plantear ese tipo de preguntas. Quizá la cien­cia no se desarrolla por medio de la acumulación de descubrimientos e inventos individuales. Si­multáneamente, esos mismos historiadores se en­frentan a dificultades cada vez mayores para distinguir el componente "científico" de las ob­servaciones pasadas, y las creencias de lo que sus predecesores se apresuraron a tachar de "error" o "superstición". Cuanto más cuidadosamente estudian, por ejemplo, la dinámica aristotélica, la química flogística o la termodinámica calórica, tanto más seguros se sienten de que esas anti­guas visiones corrientes de la naturaleza, en con­junto, no son ni menos científicos, ni más el producto de la idiosincrasia humana, que las ac­tuales. Si esas creencias anticuadas deben deno­minarse mitos, entonces éstos se pueden producir por medio de los mismos tipos de métodos y ser respaldados por los mismos tipos de razones que conducen, en la actualidad, al conocimiento cien­tífico. Por otra parte, si debemos considerarlos como ciencia, entonces ésta habrá incluido con­juntos de creencias absolutamente incompatibles con las que tenemos en la actualidad. Entre esas posibilidades, el historiador debe escoger la últi­ma de ellas. En principio, las teorías anticuadas no dejan de ser científicas por el hecho de que hayan sido descartadas. Sin embargo, dicha op-

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ción hace difícil poder considerar el desarrollo científico como un proceso de acumulación. La investigación histórica misma que muestra las dificultades para aislar inventos y descubrimien­tos individuales proporciona bases para abrigar dudas profundas sobre el proceso de acumula­ción, por medio del que se creía que habían surgido esas contribuciones individuales a la ciencia.

El resultado de todas estas dudas y dificultades es una revolución historiográfica en el estudio de la ciencia, aunque una revolución que se encuen­tra todavía en sus primeras etapas. Gradualmen­te, y a menudo sin darse cuenta cabal de que lo están haciendo así, algunos historiadores de las ciencias han comenzado a plantear nuevos tipos de preguntas y a trazar líneas diferentes de desarrollo para las ciencias que, frecuentemen­te, nada tienen de acumulativas. En lugar de buscar las contribuciones permanentes de una ciencia más antigua a nuestro caudal de conoci­mientos, tratan de poner de manifiesto la inte­gridad histórica de esa ciencia en su propia época. Por ejemplo, no se hacen preguntas respecto a la relación de las opiniones de Galileo con las de la ciencia moderna, sino, más bien, sobre la rela­ción existente entre sus opiniones y las de su grupo, o sea: sus maestros, contemporáneos y sucesores inmediatos en las ciencias. Además, insisten en estudiar las opiniones de ese grupo y de otros similares, desde el punto de vista —a menudo muy diferente del de la ciencia mo­derna— que concede a esas opiniones la máxima coherencia interna y el ajuste más estrecho posi­ble con la naturaleza. Vista a través de las obras resultantes, que, quizá, estén mejor representa­das en los escritos de Alexandre Koyré, la ciencia no parece en absoluto la misma empresa discu-

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tida por los escritores pertenecientes a la antigua tradición historiográfica. Por implicación al me­nos, esos estudios históricos sugieren la posibili­dad de una imagen nueva de la ciencia. En este ensayo vamos a tratar de trazar esa imagen, es­tableciendo explícitamente algunas de las nuevas implicaciones historiográficas.

¿Qué aspecto de la ciencia será el más desta­cado durante ese esfuerzo? El primero, al menos en orden de presentación, es el de la insuficien­cia de las directrices metodológicas, para dictar, por sí mismas, una conclusión substantiva única a muchos tipos de preguntas científicas. Si se le dan instrucciones para que examine fenómenos eléctricos o químicos, el hombre que no tiene co­nocimientos en esos campos, pero que sabe qué es ser científico, puede llegar, de manera legíti­ma, a cualquiera de una serie de conclusiones incompatibles. Entre esas posibilidades acepta­bles, las conclusiones particulares a que llegue estarán determinadas, probablemente, por su ex­periencia anterior en otros campos, por los acci­dentes de su investigación y por su propia pre­paración individual. ¿Qué creencias sobre las estrellas, por ejemplo, trae al estudio de la quí­mica o la electricidad? ¿Cuál de los muchos experimentos concebibles apropiados al nuevo campo elige para llevarlo a cabo antes que los demás? ¿Y qué aspectos del fenómeno comple­jo que resulta le parecen particularmente im­portantes para elucidar la naturaleza del cambio químico o de la afinidad eléctrica? Para el indi­viduo al menos, y a veces también para la comu­nidad científica, las respuestas a preguntas tales como ésos son, frecuentemente, determinantes esenciales del desarrollo científico. Debemos no­tar, por ejemplo, en la Sección II, que las prime­ras etapas de desarrollo de la mayoría de las

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ciencias se han caracterizado por una competen­cia continua entre una serie de concepciones dis­tintas de la naturaleza, cada una de las cuales se derivaba parcialmente de la observación y del método científicos y, hasta cierto punto, todas eran compatibles con ellos. Lo que diferenciaba a esas escuelas no era uno u otro error de méto­do —todos eran "científicos"— sino lo que llega­remos a denominar sus modos inconmensurables de ver el mundo y de practicar en él las ciencias. La observación y la experiencia pueden y deben limitar drásticamente la gama de las creencias científicas admisibles o, de lo contrario, no ha­bría ciencia. Pero, por sí solas, no pueden deter­minar un cuerpo particular de tales creencias. Un elemento aparentemente arbitrario, compues­to de incidentes personales e históricos, es siem­pre uno de los ingredientes de formación de las creencias sostenidas por una comunidad cientí­fica dada en un momento determinado.

Sin embargo, este elemento arbitrario no indi­ca que cualquier grupo científico podría practi­car su profesión sin un conjunto dado de creen­cias recibidas. Ni hace que sea menos importante la constelación particular que profese efectiva­mente el grupo, en un momento dado. La inves­tigación efectiva apenas comienza antes de que una comunidad científica crea haber encontrado respuestas firmes a preguntas tales como las si­guientes: ¿Cuáles son las entidades fundamenta­les de que se compone el Universo? ¿Cómo ínter-actúan esas entidades, unas con otras y con los sentidos? ¿Qué preguntas pueden plantearse legí­timamente sobre esas entidades y qué técnicas pueden emplearse para buscar las soluciones? Al menos en las ciencias maduras, las respuestas (o substitutos completos de ellas) a preguntas como ésas se encuentran enclavadas firmemente en la

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iniciación educativa que prepara y da licencia a los estudiantes para la práctica profesional. De­bido a que esta educación es tanto rigurosa como rígida, esas respuestas llegan a ejercer una in­fluencia profunda sobre la mentalidad científica. El que puedan hacerlo, justifica en gran parte tanto la eficiencia peculiar de la actividad inves­tigadora normal como la de la dirección que siga ésta en cualquier momento dado. Finalmente, cuando examinemos la ciencia normal en las Sec­ciones III, IV y V, nos gustaría describir esta investigación como una tentativa tenaz y fer­viente de obligar a la naturaleza a entrar en los cuadros conceptuales proporcionados por la edu­cación profesional. Al mismo tiempo, podemos preguntarnos si la investigación podría llevarse a cabo sin esos cuadros, sea cual fuere el ele­mento de arbitrariedad que forme parte de sus orígenes históricos y, a veces, de su desarrollo subsiguiente.

Sin embargo, ese elemento de arbitrariedad se encuentra presente y tiene también un efecto im­portante en el desarrollo científico, que exami­naremos detalladamente en las Secciones VI, VII y VIII. La ciencia normal, la actividad en que, inevitablemente, la mayoría de los científicos con­sumen casi todo su tiempo, se predica supo­niendo que la comunidad científica sabe cómo es el mundo. Gran parte del éxito de la empresa se debe a que la comunidad se encuentra dis­puesta a defender esa suposición, si es necesario a un costo elevado. Por ejemplo, la ciencia nor­mal suprime frecuentemente innovaciones funda­mentales, debido a que resultan necesariamente subversivas para sus compromisos básicos. Sin embargo, en tanto esos compromisos conservan un elemento de arbitrariedad, la naturaleza mis­ma de la investigación normal asegura que la

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innovación no será suprimida durante mucho tiempo. A veces, un problema normal, que debe­ría resolverse por medio de reglas y procedimien­tos conocidos, opone resistencia a los esfuerzos reiterados de los miembros más capaces del gru­po dentro de cuya competencia entra. Otras ve­ces, una pieza de equipo, diseñada y construida para fines de investigación normal, no da los resultados esperados, revelando una anomalía que, a pesar de los esfuerzos repetidos, no responde a las esperanzas profesionales. En esas y en otras formas, la ciencia normal se extravía repetida­mente. Y cuando lo hace —o sea, cuando la pro­fesión no puede pasar por alto ya las anomalías que subvierten la tradición existente de prácticas científicas— se inician las investigaciones extra­ordinarias que conducen por fin a la profesión a un nuevo conjunto de compromisos, una base nueva para la práctica de la ciencia. Los episo­dios extraordinarios en que tienen lugar esos cambios de compromisos profesionales son los que se denominan en este ensayo revoluciones científicas. Son los complementos que rompen la tradición a la que está ligada la actividad de la ciencia normal.

Los ejemplos más evidentes de revoluciones científicas son los episodios famosos del desarro­llo científico que, con frecuencia, han sido llama­dos anteriormente revoluciones. Por consiguiente, en las Secciones IX y X, donde examinaremos directamente, por primera vez, la naturaleza de las revoluciones científicas, nos ocuparemos re­petidas veces de los principales puntos de viraje del desarrollo científico, asociados a los nombres de Copérnico, Newton, Lavoisier y Einstein. De manera más clara que la mayoría de los demás episodios de la historia de, al menos, las cien­cias físicas, éstos muestran lo que significan todas

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las revoluciones científicas. Cada una de ellas ne­cesitaba el rechazo, por parte de la comunidad, de una teoría científica antes reconocida, para adoptar otra incompatible con ella. Cada una de ellas producía un cambio consiguiente en los pro­blemas disponibles para el análisis científico y en las normas por las que la profesión determi­naba qué debería considerarse como problema admisible o como solución legítima de un pro­blema. Y cada una de ellas transformaba la ima­ginación científica en modos que, eventualmente, deberemos describir como una transformación del mundo en que se llevaba a cabo el trabajo científico. Esos cambios, junto con las contro­versias que los acompañan casi siempre, son las características que definen las revoluciones cien­tíficas.

Esas características surgen, con una claridad particular, por ejemplo, de un estudio de la revo­lución de Newton o de la de la química. Sin em­bargo, es tesis fundamental de este ensayo que también podemos encontrarlas por medio del es­tudio de muchos otros episodios que no fueron tan evidentemente revolucionarios. Para el gru­po profesional, mucho más reducido, que fue afectado por ellas, las ecuaciones de Maxwell fueron tan revolucionarias como las de Einstein y encontraron una resistencia concordante. La in­vención de otras nuevas teorías provoca, de ma­nera regular y apropiada, la misma respuesta por parte de algunos de los especialistas cuyo espe­cial campo de competencia infringen. Para esos hombres, la nueva teoría implica un cambio en las reglas que regían la práctica anterior de la ciencia normal. Por consiguiente, se refleja inevita­blemente en gran parte del trabajo científico que ya han realizado con éxito. Es por esto por lo que una nueva teoría, por especial que sea su gama

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de aplicación, raramente, o nunca, constituye sólo un incremento de lo que ya se conoce. Su asimi­lación requiere la reconstrucción de teoría an­terior y la reevaluación de hechos anteriores; un proceso intrínsecamente revolucionario, que es raro que pueda llevar a cabo por completo un hombre solo y que nunca tiene lugar de la noche a la mañana. No es extraño que los historiadores hayan tenido dificultades para atribuir fechas precisas a este proceso amplio que su vocabula­rio les impele a considerar como un suceso ais­lado.

Las nuevas invenciones de teorías no son tam­poco los únicos sucesos científicos que tienen un efecto revolucionario sobre los especialistas en cuyo campo tienen lugar. Los principios que ri­gen la ciencia normal no sólo especifican qué tipos de entidades contiene el Universo, sino tam­bién, por implicación, los que no contiene. De ello se desprende, aunque este punto puede re­querir una exposición amplia, que un descubri­miento como el del oxígeno o el de los rayos X no se limita a añadir un concepto nuevo a la po­blación del mundo de los científicos. Tendrá ese efecto en última instancia, pero no antes de que la comunidad profesional haya reevaluado los pro­cedimientos experimentales tradicionales, altera­do su concepto de las entidades con las que ha estado familiarizada durante largo tiempo y, en el curso del proceso, modificado el sistema teó­rico por medio del que se ocupa del mundo. Los hechos y las teorías científicas no son cate­góricamente separables, excepto quizá dentro de una tradición única de una práctica científica normal. Por eso el descubrimiento inesperado no es simplemente real en su importancia y por es.o el mundo científico es transformado desde el punto de vista cualitativo y enriquecido cuanti-

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tativamente por las novedades fundamentales aportadas por hecho o teoría.

Esta concepción amplia de la naturaleza de las revoluciones científicas es la que delineamos en las páginas siguientes. Desde luego, la extensión deforma el uso habitual. Sin embargo, continua­ré hablando incluso de los descubrimientos como revolucionarios, porque es precisamente la posi­bilidad de relacionar su estructura con la de, por ejemplo, la revolución de Copérnico, lo que hace que la concepción amplia me parezca tan impor­tante. La exposición anterior indica cómo van a desarrollarse las nociones complementarias de la ciencia normal y de las revoluciones científicas, en las nueve secciones que siguen inmediatamen­te. El resto del ensayo trata de vérselas con tres cuestiones centrales que quedan. La Sección XI, al examinar la tradición del libro de texto, pon­dera por qué han sido tan difíciles de comprender anteriormente las revoluciones científicas. La Sec­ción XII describe la competencia revolucionaria entre los partidarios de la antigua tradición cien­tífica normal y los de la nueva. Así, examina el proceso que, en cierto modo, debe reemplazar, en una teoría de la investigación científica, a los procedimientos de confirmación o denegación que resultan familiares a causa de nuestra imagen usual de la ciencia. La competencia entre frac­ciones de la comunidad científica es el único proceso histórico que da como resultado, en rea­lidad, el rechazo de una teoría previamente acep­tada o la adopción de otra. Finalmente, en la Sección XIII, planteamos la pregunta de cómo el desarrollo por medio de las revoluciones pue­de ser compatible con el carácter aparentemente único del progreso científico. Sin embargo, para esta pregunta, el ensayo sólo proporcionará los trazos generales de una respuesta, que depende

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de las características de la comunidad científica y que requiere mucha exploración y estudio com­plementarios.

Indudablemente, algunos lectores se habrán preguntado ya si el estudio histórico puede efec­tuar el tipo de transformación conceptual hacia el que tendemos en esta obra. Se encuentra dis­ponible todo un arsenal de dicotomías, que su­gieren que ello no puede tener lugar de manera apropiada. Con demasiada frecuencia, decimos que la historia es una disciplina puramente descrip­tiva. Sin embargo, las tesis que hemos sugerido son, a menudo, interpretativas y, a veces, norma­tivas. Además, muchas de mis generalizaciones se refieren a la sociología o a la psicología social de los científicos; sin embargo, al menos unas cuantas de mis conclusiones, corresponden tradi-cionalmente a la lógica o a la epistemología. En el párrafo precedente puede parecer incluso que he violado la distinción contemporánea, muy in­fluyente, entre "el contexto del descubrimiento" y "el contexto de la justificación". ¿Puede indicar algo, sino una profunda confusión, esta mezcla de campos e intereses diversos?

Habiendo estado intelectualmente formado en esas distinciones y otras similares, difícilmente podría resultarme más evidente su importancia y su fuerza. Durante muchos años las consideré casi como la naturaleza del conocimiento y creo todavía que, reformuladas de manera apropiada, tienen algo importante que comunicarnos. Sin embargo, mis tentativas para aplicarlas, incluso
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