Al señor D. José salvador de salvador dedicó esta obra P. A. De alarcón julio de 1874






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El Sombrero de Tres Picos
Pedro Antonio de Alarcón

Al señor D. JOSÉ SALVADOR DE SALVADOR dedicó esta obra P. A. DE ALARCÓN Julio de 1874

Prefacio del autor
Pocos españoles, aun contando a los menos sabios y leídos, desconocerán la historieta vulgar que sirve de fundamento a la presente obrilla.

Un zafio pastor de cabras, que nunca había salido de la escondida Cortijada en que nació, fue el primero a quien nosotros se la oímos referir. -Era el tal uno de aquellos rústicos sin ningunas letras, pero naturalmente ladinos y bufones, que tanto papel hacen en nuestra literatura nacional con el dictado de pícaros. Siempre que en la Cortijada había fiesta, con motivo de boda o bautizo, o de solemne visita de los amos, tocábale a él poner los juegos de chasco y pantomima, hacer las payasadas y recitar los Romances y Relaciones; -y precisamente en una ocasión de éstas (hace ya casi toda una vida..., es decir, hace ya más de treinta y cinco años), tuvo a bien deslumbrar y embelesar cierta noche nuestra inocencia (relativa) con el cuento en verso de El Corregidor Y La Molinera, o sea de El Molinero Y La Corregidora, que hoy ofrecemos nosotros al público bajo el nombre más trascendental y filosófico (pues así lo requiere la gravedad de estos tiempos) de El Sombrero De Tres

Picos.

Recordamos, por señas, que cuando el pastor nos dio tan buen rato, las muchachas casaderas allí reunidas se pusieron muy coloradas, de donde sus madres dedujeron que la historia era algo verde, por lo cual pusieron ellas al pastor de oro y azul; pero el pobre Repela (así se llamaba el pastor) no se mordió la lengua, y contestó diciendo: que no había por qué escandalizarse de aquel modo, pues nada resultaba de su Relación que no supiesen hasta las monjas y hasta las niñas de cuatro años...

-Y si no, vamos a ver -preguntó el cabrero-: ¿qué se saca en claro de la historia de El Corregidor Y La Molinera? ¡Que los casados duermen juntos, y que ningún marido le acomoda que otro hombre duerma con su mujer! ¡Me parece que la noticia!...

-¡Pues es verdad! -respondieron las madres, oyendo las carcajadas de sus hijas.

-La prueba de que el tío Repela tiene razón -observó en esto el padre del novio-, es que todos los chicos y grandes aquí presentes se han enterado ya de que esta noche, así que se acabe el baile, Juanete y Manolilla estrenarán esa hermosa cama de matrimonio que la tía Gabriela acaba de enseñar a nuestras hijas para que admiren los bordados de los almohadones...

-¡Hay más! -dijo el abuelo de la novia-: hasta en el libro de la Doctrina y en los mismos Sermones se habla a los niños de todas estas cosas tan naturales, al ponerlos al corriente de la larga esterilidad de Nuestra Señora Santa Ana, de la virtud del casto José, de la estratagema de Judit, y de otros muchos milagros que no recuerdo ahora. Por consiguiente, señores...

-¡Nada, nada, tío Repela! -exclamaron valerosamente las muchachas-. ¡Diga V. otra vez su Relación; que es muy divertida!

-¡Y hasta muy decente! -continuó el abuelo-. Pues en ella no se aconseja a nadie que sea malo; ni se le enseña a serlo; ni queda sin castigo el que lo es...

-¡Vaya! ¡repítala V.! -dijeron al fin consistorialmente las madres de familia.

El tío Repela volvió entonces a recitar el Romance; y, considerado ya su texto por todos a la luz de aquella crítica tan ingenua, hallaron que no había pero que ponerle; lo cual equivale a decir que le concedieron las licencias necesarias.
***
Andando los años, hemos oído muchas y muy diversas versiones de aquella misma aventura de El Molinero Y La Corregidora, siempre de labios de graciosos de aldea y de cortijo, por el orden del ya difunto Repela, y además la hemos leído en letras de molde en diferentes Romances de ciego y hasta en el famoso Romancero del inolvidable D. Agustín Durán.

El fondo del asunto resulta idéntico: tragicómico, zumbón y terriblemente epigramático, como todas las lecciones dramáticas de moral de que se enamora nuestro pueblo; pero la forma, el mecanismo accidental, los procedimientos casuales, difieren mucho, muchísimo, del relato de nuestro pastor, tanto, que éste no hubiera podido recitar en la Cortijada ninguna de dichas versiones, ni aun aquellas que corren impresas, sin que antes se tapasen los oídos las muchachas en estado honesto, o sin exponerse a que sus madres le sacaran los ojos. ¡A tal punto han extremado y pervertido los groseros patanes de otras provincias el caso tradicional que tan sabroso, discreto y pulcro resultaba en la versión del clásico Repela!

Hace, pues, mucho tiempo que concebimos el propósito de restablecer la verdad de las cosas, devolviendo a la peregrina historia de que se trata su primitivo carácter, que nunca dudamos fuera aquel en que salía mejor librado el decoro. Ni ¿cómo dudarlo? Esta clase de Relaciones, al rodar por las manos del vulgo, nunca se desnaturalizan para hacerse más bellas, delicadas y decentes, sino para estropearse y percudirse al contacto de la ordinariez y la chabacanería.

Tal es la historia del presente libro... Conque metámonos ya en harina; quiero decir, demos comienzo a la Relación de El Corregidor Y La Molinera, no sin esperar de tu sano juicio (¡oh respetable público!) que «después de haberla leído y héchote más cruces que si hubieras visto al demonio (como dijo Estebanillo González al principiar la suya), la tendrás por digna y merecedora de haber salido a luz».

Julio de 1874.

I

De cuándo sucedió la cosa
Comenzaba este largo Siglo, que ya va de vencida. No se sabe fijamente el año: sólo consta que era después del de 4 y antes del de 8.

Reinaba, pues, todavía en España Don Carlos IV de Borbón; por la gracia de Dios, según las monedas, y por olvido o gracia especial de Bonaparte, según los boletines franceses. Los demás soberanos europeos descendientes de Luis XIV habían perdido ya la corona (y el jefe de ellos la cabeza) en la deshecha borrasca que corría esta envejecida Parte del mundo desde 1789.

Ni paraba aquí la singularidad de nuestra patria en aquellos tiempos. El Soldado de la Revolución, el hijo de un oscuro abogado corso, el vencedor en Rívoli, en las Pirámides, en Marengo y en otras cien batallas, acababa de ceñirse la corona de Carlo-Magno y de transfigurar completamente la Europa, creando y suprimiendo naciones, borrando fronteras, inventando dinastías y haciendo mudar de forma, de nombre, de sitio, de costumbres y hasta de traje a los pueblos por donde pasaba en su corcel de guerra como un terremoto animado, o como el «Antecristo», que le llamaban las Potencias del Norte... Sin embargo, nuestros padres (Dios los tenga en su santa Gloria), lejos de odiarlo o de temerle, complacíanse aún en ponderar sus descomunales hazañas, como si se tratase del héroe de un Libro de Caballerías, o de cosas que sucedían en otro planeta, sin que ni por asomos recelasen que pensara nunca en venir por acá a intentar las atrocidades que había hecho en Francia, Italia, Alemania

y otros países. Una vez por semana (y dos a lo sumo) llegaba el correo de Madrid a la mayor parte de las poblaciones importantes de la Península, llevando algún número de la Gaceta (que tampoco era diaria), y por ella sabían las personas principales (suponiendo que la Gaceta hablase del particular) si existía un Estado más o menos allende el Pirineo, si se había reñido otra batalla en que peleasen seis u ocho Reyes y Emperadores, y si NAPOLEÓN se hallaba en Milán, en Bruselas o en Varsovia... Por lo demás, nuestros mayores seguían viviendo a la antigua española, sumamente despacio, apegados a sus rancias costumbres, en paz y en gracia de Dios, con su Inquisición y sus Frailes, con su pintoresca desigualdad ante la Ley, con sus privilegios, fueros y exenciones personales, con su carencia de toda libertad municipal o política, gobernados simultáneamente por insignes Obispos y poderosos Corregidores (cuyas respectivas potestades no era muy fácil deslindar pues unos y otros se

metían en lo temporal y en lo eterno), y pagando diezmos, primicias, alcabalas, subsidios, mandas y limosnas forzosas, rentas, rentillas, capitaciones, tercias reales, gabelas, frutos-civiles, y hasta cincuenta tributos más, cuya nomenclatura no viene a cuento ahora.

Y aquí termina todo lo que la presente historia tiene que ver con la militar y política de aquella época; pues nuestro único objeto, al referir lo que entonces sucedía en el mundo, ha sido venir a parar a que el año de que se trata (supongamos que el de 1805) imperaba todavía en España el antiguo régimen en todas las esferas de la vida pública y particular, como si, en medio de tantas novedades y trastornos, el Pirineo se hubiese convertido en otra Muralla de la China.

II

De cómo vivía entonces la gente
En Andalucía, por ejemplo (pues precisamente aconteció en una ciudad de Andalucía lo que vais a oír), las personas de suposición continuaban levantándose muy temprano; yendo a la Catedral a Misa de prima, aunque no fuese día de precepto; almorzando, a las nueve, un huevo frito y una jícara de chocolate con picatostes; comiendo, de una a dos de la tarde, puchero y principio, si había caza, y, si no, puchero solo; durmiendo la siesta después de comer; paseando luego por el campo; yendo al Rosario, entre dos luces, a su respectiva parroquia; tomando otro chocolate a la Oración (éste con bizcochos); asistiendo los muy encopetados a la tertulia del Corregidor, del Deán, o del Título que residía en el pueblo; retirándose a casa a las Ánimas; cerrando el portón antes del toque de la queda; cenando ensalada y guisado por antopomasia, si no habían entrado boquerones frescos, y acostándose incontinenti con su señora (los que la tenían), no sin hacerse calentar primero la cama durante

nueve meses del año...

¡Dichosísimo tiempo aquel en que nuestra tierra seguía en quieta y pacífica posesión de todas las telarañas, de todo el polvo, de toda la polilla, de todos los respetos, de todas las creencias, de todas las tradiciones, de todos los usos y de todos los abusos santificados por los siglos! ¡Dichosísimo tiempo aquel en que había en la sociedad humana variedad de clases, de afectos y de costumbres! ¡Dichosísimo tiempo, digo..., para los poetas especialmente, que encontraban un entremés, un sainete, una comedia, un drama, un auto sacramental o una epopeya detrás de cada esquina, en vez de esta prosaica uniformidad y desabrido realismo que nos legó al cabo la Revolución Francesa! -¡Dichosísimo tiempo, sí!...

Pero esto es volver a las andadas. Basta ya de generalidades y de circunloquios, y entremos resueltamente en la historia del Sombrero de tres picos.

III

Do ut des
En aquel tiempo, pues, había cerca de la ciudad de*** un famoso molino harinero (que ya no existe), situado como a un cuarto de legua de la población, entre el pie de suave colina poblada de guindos y cerezos y una fertilísima huerta que servía de margen (y algunas veces de lecho) al titular. Intermitente y traicionero río.

Por varias y diversas razones, hacía ya algún tiempo que aquel molino era el predilecto punto de llegaday descanso de los paseantes más caracterizados de la mencionada Ciudad... Primeramente, conducía a él un camino carretero, menos intransitable que los restantes de aquellos contornos. En segundo lugar, delante del molino había una plazoletilla empedrada, cubierta por un parral enorme, debajo del cual se tomaba muy bien el fresco en el verano y el sol en el invierno, merced a la alternada ida y venida de los pámpanos... En tercer lugar, el Molinero era un hombre muy respetuoso, muy discreto, muy fino, que tenía lo que se llama don de gentes, y que obsequiaba a los señorones que solían honrarlo con su tertulia vespertina, ofreciéndoles... lo que daba el tiempo, ora habas verdes, ora cerezas y guindas, ora lechugas en rama y sin sazonar (que están muy buenas cuando se las acompaña de macarros de pan y aceite; macarros que se encargaban de enviar por delante sus señorías), ora

melones, ora uvas de aquella misma parra que les servía de dosel, ora rosetas de maíz, si era invierno, y castañas asadas, y almendras, y nueces, y de vez en cuando, en las tardes muy frías, un trago de vino de pulso (dentro ya de la casa y al amor de la lumbre), a lo que por Pascuas se solía añadir algún pestiño, algún mantecado, algún rosco o alguna lonja de jamón alpujarreño.

-¿Tan rico era el Molinero, o tan imprudentes sus tertulianos? -exclamaréis interrumpiéndome.

Ni lo uno ni lo otro. El Molinero sólo tenía un pasar, y aquellos caballeros eran la delicadeza y el orgullo personificados. Pero en unos tiempos en que se pagaban cincuenta y tantas contribuciones diferentes a la Iglesia y al Estado, poco arriesgaba un rústico de tan claras luces como aquél en tenerse ganada la voluntad de Regidores, Canónigos, Frailes, Escribanos y demás personas de campanillas. Así es que no faltaba quien dijese que el tío Lucas (tal era el nombre del Molinero) se ahorraba un dineral al año a fuerza de agasajar a todo el mundo.

-«Vuestra Merced me va a dar una puertecilla vieja de la casa que ha derribado», -decíale a uno.- «Vuestra Señoría -decíale a otro- va a mandar que me rebajen el subsidio, o la alcabala, o la contribución de frutos-civiles.» «Vuestra Reverencia me va a dejar coger en la huerta del Convento una poca hoja para mis gusanos de seda.» «Vuestra Ilustrísima me va a dar permiso para traer una poca leña del monte X.» «Vuestra Paternidad me va a poner dos letras para que me permitan cortar una poca madera en el pinar H.» «Es menester que me haga Usarcé una escriturilla que no me cueste nada.» «Este año no puedo pagar el censo.» «Espero que el pleito se falle a mi favor.» «Hoy le he dado de bofetadas a uno, y creo que debe ir a la cárcel por haberme provocado.» «¿Tendría su Merced tal cosa de sobra?» «¿Le sirve a Usted de algo tal otra?» «¿Me puede prestar la mula?» «¿Tiene ocupado mañana el carro?» «¿Le parece que envíe por el burro?...»

Y estas canciones se repetían a todas horas, obteniendo siempre por contestación un generoso y desinteresado... «Como se pide».

Conque ya veis que el tío Lucas no estaba en camino de arruinarse.

IV

Una mujer vista por fuera
La última y acaso la más poderosa razón que tenía el señorío de la Ciudad para frecuentar por las tardes el molino del tío Lucas, era... que, así los clérigos como los seglares, empezando por el Sr. Obispo y el Sr. Corregidor, podían contemplar allí a sus anchas una de las obras más bellas, graciosas y admirables que hayan salido jamás de las manos de Dios, llamado entonces el Ser Supremo por Jovellanos y toda la escuela afrancesada de nuestro país...

Esta obra... se denominaba «la señá Frasquita».

Empiezo por responderos de que la señá Frasquita, legítima esposa del tío Lucas, era una mujer de bien, y de que así lo sabían todos los ilustres visitantes del molino. Digo más: ninguno de éstos daba muestras de considerarla con ojos de varón ni con trastienda pecaminosa. Admirábanla, sí, y requebrábanla en ocasiones (delante de su marido, por supuesto), lo mismo los frailes que los caballeros, los canónigos que los golillas, como un prodigio de belleza que honraba a su Criador, y como una diablesa de travesura y coquetería, que alegraba inocentemente los espíritus más melancólicos. «Es un hermoso animal», solía decir el virtuosísimo Prelado. «Es una estatua de la antigüedad helénica», observaba un Abogado muy erudito, Académico correspondiente de la Historia. «Es la propia estampa de Eva», prorrumpía el Prior de los Franciscanos. «Es una real moza», exclamaba el Coronel de milicias. «Es una sierpe, una sirena, ¡un demonio!», añadía el Corregidor. «Pero es una buena mujer,

es un ángel, es una criatura, es una chiquilla de cuatro años», acababan por decir todos, al regresar del molino atiborrados de uvas o de nueces, en busca de sus tétricos y metódicos hogares.

La chiquilla de cuatro años, esto es, la señá Frasquita, frisaría en los treinta. Tenía más de dos varas de estatura, y era recia a proporción, o quizás más gruesa todavía de lo correspondiente a su arrogante talla. Parecía una Niobe colosal, y eso que no había tenido hijos: parecía un Hércules... hembra; parecía una matrona romana de las que aún hay ejemplares en el Trastevere. Pero lo más notable en ella era la movilidad, la ligereza, la animación, la gracia de su respetable mole. Para ser una estatua, como pretendía el Académico, le faltaba el reposo monumental. Se cimbraba como un junco, giraba como una veleta, bailaba como una peonza. Su rostro era más movible todavía, y, por tanto, menos escultural. Avivábanlo donosamente hasta cinco hoyuelos: dos en una mejilla; otro en otra; otro,muy chico, cerca de la comisura izquierda de sus rientes labios, y el último, muy grande, en medio de su redonda barba. Añadid a esto los picarescos mohines, los graciosos guiños y las
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