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b. Marco histórico* Tiempo y espacio son las coordenadas de la intervención de Dios. Dios actúa en la historia del hombre, y al crearlo crea historia. La Congregación nace de una intervención directa de Dios en la historia de unos hombres y mujeres, en un lugar y un momento dado del tiempo. El lugar: Poitiers, en Francia. El momento: los finales del siglo XVIII desbordando su acción al primer tercio del s. XIX. Los actores: un grupo de hombres y mujeres cristianos, jóvenes, atentos y desconcertados a lo que sucede en su país, en la Iglesia, en ese mundo nuevo que emerge. Es uno de esos momentos de viraje histórico: el mundo contemporáneo surge del proceso de metamorfosis iniciado en esos siglos explosivos en descubrimientos, cultura, religión, arte, poder, que hemos dado en llamar la época moderna, siglos XVI a XVIII. Eran hombres y mujeres dentro de un entorno en el que se va entretejiendo relación de personas, influidas profundamente por la quiebra política, social y económica que fue la Revolución Francesa. La vida se da en raíces y ramas entrecruzadas, y nadie puede separar la relación íntima entre un país, la Iglesia, las personas, el devenir social...todo eso que forma la vida. Actores de la historia, también la sufrimos pacientes y la llevamos en nuestros hombros, en nuestros pasos y experiencia diaria. Para estudiar este período de nacimiento de la Congregación de los Sagrados Corazones, lo hemos dividido en varios momentos, teniendo en cuenta la evolución de las personas que la hicieron surgir, de la nación y la Iglesia francesa, los rápidos acontecimientos políticos, el caminar del primer núcleo que forma esta familia. 1. Los comienzos: 1767 - 1789. El Antiguo Régimen muestra aún el brillo de sus salones y aquella dulzura de vivir que cae en suerte a los privilegiados: la corte, los nobles, el alto clero, alguna parte de la burguesía rica y advenediza, y por esencia el Rey. Esta estratificada sociedad francesa afirma su planta en el inseguro terreno de la crisis económica y de la celebrada ideología liberal de moda. Francia se ha arruinado en guerras continuas por defender su poder en Europa y sus territorios de ultramar. Los grupos privilegiados bailan el minuet y gustan del clavecín, de la caza o de los versos, en una sociedad minada por la miseria de muchos y la rebeldía creciente (ya incontrolable) de los no privilegiados. El Siglo XVIII está encandilado por las luces, mejor aún por una luz: la razón. Los sabios, literatos y ensayistas - se llaman los filósofos - aseguran que el usar la razón iguala a todos los hombres, les posibilita decidir sus destinos como soberanos de sí mismos para organizar con razonables leyes la más perfecta convivencia y desterrar toda ignorancia o superstición no acorde con las sagradas leyes de la Razón. Es preciso - obligatorio - ser feliz en la medida en que hacemos morir todo resabio de siglos oscuros: la autoridad, la Religión revelada (prefiere un Dios razonable y explicable), la espera de otro mundo...Por los hijos de la ley cantan la historia nueva de hombres libres e iguales -¡por fin! - y a esa música se baila en los salones y cortes de Europa. La nobleza y el Rey admiran y pagan la aguda crítica social, religiosa y política que prepara la lucha de la burguesía, la movilización de las masas. Inconscientes del abismo que se abre a sus pies, están esas jóvenes nobles de Poitiers. Han crecido en la activa vida social de la Provincia, cuyas fiestas y ocio sereno está amenizado por la educación que se adjudica a la mujer: sencillos deberes de ama de casa, prácticas de piedad sincera y poco ilustrada, integración en la sociedad noble del Poitou. Henriette Aymer de la Chevalerie nace en 1767 de familia noble, cuyo padre y hermanos sirven en el ejército, en la corte, en los territorios coloniales. Cuatro años después nace Hélène, hija del Conde de la Barre y de Catherine Levesque, oriundos de Poitiers, noble familia de la ciudad. Hélène tiene sólo un hermano muy querido, y tres hermanas que la siguen. Ambas se han conocido, seguramente, en los salones de familias nobles de pequeña ciudad con orgullo de raza e historia familiar, un fondo piadoso típico de familia de vieja cepa católica. Ciudad de nobleza valiente, de historia construida con la espada y la cruz. En los campos cercanos a Poitiers, en Coussay-les-Bois, crece un niño hijo de campesinos. Vivaz, inteligente y piadoso, se prepara bien a su primera Comunión, y gracias a parientes eclesiásticos, puede seguir en el colegio y luego en el Seminario. Pedro Coudrin trabaja y estudia a un tiempo para avanzar en sus cursos teológicos en esa Universidad, una de las glorias de la ciudad. El joven, apenas pasados los 20 años, considera críticamente la mentalidad, los acontecimientos y las corrientes del siglo. Está a las puertas del diaconado al estallar la Revolución. Los tres jóvenes buscan su camino en esa tormenta devastadora. A los tres tiene Dios reservados itinerarios personales y convergentes. Entre Henriette, Pierre y Hélène se irá trenzando una bella amistad, irá madurando una comunión que descubriremos en sus cartas. Aquí y allá, en esos años de Francia, van creciendo otros jóvenes que escribirán con su vida la historia primera de la Congregación. Nombres de nuestros hermanos y hermanas que aún jugaban inocentes en ese verano de 1789: Ludovine de la Marsonnière, Gertrude Godet, Hilarion Lucas...Otros son ya jóvenes en busca de su camino: Isidore David, Françoise de Viart. Las hermanas Souc de la Garélie están decididas a ser de Dios y no encuentran los medios en esa quiebra religiosa. Madeleine Chevalier vive la misma búsqueda. Un tío de Henriette es Obispo de Saint Claude; en esa Diócesis Mons. Jean Baptiste de Chabot vivirá los días aciagos de la Constitución Civil del Clero. Algunos pertenecen a la nobleza de nombre limpio y fortuna sólida. Otros a la burguesía activa en el comercio y en las leyes. Otros vendrían de la clase campesina o el bajo clero. Aquí se sitúa Pierre Coudrin, llamado por Dios a ser piedra fundamental del edificio en el que los otros - y tantos más - encontrarán su camino de plenitud y entrega. 2. El "terremoto" (Bouleversement). 1789 - 1794. La crisis financiera es el cráter por donde estalla la tensión contenida ya hace tiempo: injusticias, abusos de poder -o debilidad en él -, privilegios descarados y miseria abyecta, desigualdad, insultante lujo, afloración de los propios derechos como ciudadano francés, y tantos otros síntomas. La convocación de los Estados Generales es momento de emitir su voto por delegados de cada grupo social, de manifestar los problemas que pesan en el pueblo. Es la brecha abierta legítimamente hacia el régimen constitucional. El proceso no logra seguir ese cauce legal entre los agitados reclamos de libertad, igualdad, soberanía, emergidos bajo las banderas de la Ilustración, y el miedo de quienes se saben amenazados. Nobleza y Alto Clero ven peligrar sus privilegios por los cambios legales e institucionales que se suceden rápidamente entre 1789 y 1793. Paralelamente a ellos, la efervescencia popular se vuelve incontenible empuje destructor de masas sedientas de justicia. La Ilustración del siglo XVIII produce el fruto político del modernismo: el cambio total, radical. Sólo que ensangrentado y destructor. De él saldrán destrozados y enemistados revolucionarios y monárquicos, víctimas y verdugos, inocentes y culpables. Con la perspectiva histórica nuestra, se verá emerger el triunfo del liberalismo, de la República. La participación democrática y la igualdad han entrado en la historia política de Occidente. En ese momento de creciente persecución surge la mística de los mártires y los héroes. La Iglesia ve cegada la vida de sus hijos anónimos, de sus pastores, sus instituciones, bienes, derechos, su existencia misma en Francia. Se ve desgarrada por la división y la apostasía. Es entonces cuando Dios interviene y la acción de Dios (oeuvre de Dieu) se concretiza en la Congregación. La nueva Constitución deja al Rey gobernando de la mano del poder representativo de la Asamblea Legislativa. El despojo de privilegios y bienes del Clero y los nobles, la represión de toda oposición, producen la emigración. Las potencias se arman contra Francia.El propio Rey trata de huir. Se convoca a una agitada Convención: es la muerte del Rey, es la proclamación de la República. Es el reinado del terror, que persigue todo aquello que se oponga o disienta de los nuevos amos poderosos de la joven República ensangrentada. Aunque el hervor revolucionario llega atenuado a las provincias, se aplican con rigidez las disposiciones recibidas (de París): Constitución Civil del Clero, requisición de bienes, despojo de títulos y privilegios, seguimiento de los sospechosos relacionados con la Iglesia o los emigrados, etc.... Henriette Aymer de la Chevalerie tiene a sus hermanos en el extranjero. Sola con su madre, abre su casa a un sacerdote perseguido (1793). Denunciadas, pagan su fidelidad eclesial con la cárcel. Es el momento crucial de su conversión, su definitivo encuentro con Dios. Ordenado sacerdote en 1792, Pierre Coudrin se entrega al prohibido ministerio sacerdotal. A pesar de su audaz celo apostólico, debe ocultarse, pues su existencia peligra. Su refugio es un granero del castillo de la Motte d'Usseau, donde ora, piensa, busca el futuro desde las claves de la historia de la Iglesia. Es entonces cuando vive una marcadora visión - intuición - de una futura familia religiosa de hombres y mujeres, llevando el Evangelio hasta los confines del mundo. A la salida de su escondite está guiado por su afán apostólico y una inquebrantable confianza en un Dios que lo conduce según su amoroso designio. Hélène de la Barre, víctima también de atropellos en la Revolución, busca afanada un lugar donde afirmar su fe y compartir la oración; un lugar donde pueda participar en la Misa y comulgar, para tener fuerzas y desde ahí apoyar a los que sufren y en especial al clero perseguido. Pierre Coudrin desafía prohibiciones y amenazas. Con rebelde gesto profético se entrega a una actividad apostólica en la clandestinidad. Su amor a la Iglesia, su ira ante la muerte injusta, su lealtad al Rey, lo impulsan y lo hacen peligroso. Busca la respuesta de Dios para esa sociedad. Pierre, Henriette, Hélène. Ellos y tantos otros recurren a un Dios amor que pueda sanar el alma de Francia. Dos corrientes cruzan el catolicismo de la época: el jansenismo, herejía de un Dios lejano y un hombre siempre indigno, en que se descarta el amor. La otra corriente espiritual, aunque nueva, es ya muy popular. Es la devoción al Corazón de Jesús, fuente de misericordia, de perdón, de ternura preocupada por los hombres. Ese Amor Redentor de toda situación humana va convocando a sus seguidores. 3. Nace la Congregación 1795 - 1802. En 1794 se pusieron las bases de la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús, destinada a unir en oración y apoyo mutuo al personal apostólico que trabajaba clandestinamente en la ciudad de Poitiers. La desintegración de la Iglesia por la persecución, por el juramento a la Constitución Civil del Clero, o la emigración de los sacerdotes, había producido un notable abandono de un pueblo de tanta fe en Dios y adhesión a la Iglesia. La Srta. Susana Geoffroy y varios asesores y directores, forman el núcleo directivo de la Sociedad. Muchos jóvenes vienen por horas a rezar y colaborar. Henriette y Hélène llegan ahí en diversos momentos. Pierre Coudrin se destaca como el mejor animador del celo apostólico, ejemplo de oración, sabio director de conciencia y confesor. Sin duda no olvidaba su intuición del granero y buscaba signos de Dios para esa fundación. Reconoció el talento espiritual y la personalidad de Henriette, la recién convertida, cuya búsqueda espiritual él alentó. En esos años nació una fuerte amistad que unió a las dos mujeres y al sacerdote, comunión en el amor de Jesús que marcó a la naciente institución con el sello de la confianza mutua y la sencilla vida de familia. El término del Terror con la caída de Robespierre en 1795, trae un respiro a los perseguidos, pero el clima antirreligioso persiste y los riesgos que renacen son incontables. De hecho la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús, como los pasos de la nueva comunidad, se dan en el más estricto sigilo. En 1800, tras largo discernimiento de los caminos de Dios para ellos, ya tenemos un grupo de cuatro Hermanas haciendo sus primeros votos. Desgajadas ya de la Sociedad del Sagrado Corazón, viven en la Grand'Maison, en la calle de Hautes Treilles. En Navidad los votos perpetuos de Henriette y Pierre, ahora Hno. Marie-Joseph, son la piedra angular de la familia entregada a los Sagrados Corazones de Jesús y de María. El Directorio ha quedado sustituido por el Consulado, gobierno militar que estará pronto en manos de un solo y gran Cónsul: Bonaparte. Las guerras arrecian en el exterior, pues toda Europa se ha coaligado contra Francia. Pero Napoleón, cónsul vitalicio y hereditario, lleva a Francia a la victoria. Su gloria parece anunciar paz y bienestar. La Iglesia espera su libertad, terminado ya el hervor de la revolución y del ateísmo. En efecto, se vuelven a abrir las iglesias y suenan de nuevo las campanas al comenzar el nuevo siglo. En los salones aparece ya el Romanticismo y se reniega de las luces que produjeron tanta oscuridad. Pronto se percibe la política del Cónsul hacia la Iglesia, a quien desea manejar como instrumento dócil al servicio de su política estatal. Con el Concordato que parece traer la paz, la Iglesia asume un nuevo camino de dificultad. Acostumbrada desde su nacimiento a la clandestinidad propia de época de catacumbas, la nueva y pequeña Congregación niega la sumisión al Estado, optando por la fidelidad casi de mártir al Santo Padre, a la Iglesia Universal. Ausentes las cabezas de las Diócesis, son los Vicarios de la Iglesia de Poitiers quienes aprueban la Congregación en 1800. Para los Fundadores la aprobación más valiosa vendría del Papa. Va creciendo lentamente el número de Celadores del amor de los Sagrados Corazones de Jesús y de María, como los designa el P. Coudrin, el cual es más conocido por todos como el Buen Padre. Henriette Aymer, Gabriel (antes Hélène) de la Barre, Thérèse de la Garélie, Magdeleine Chevalier y Gertrude Godet. Los primeros Hermanos son Marie-Joseph Coudrin, Bernard de Villemort e Hilarion Lucas, a los que acompaña unos meses después Isidore David. Son ellos los primeros asombrados de verse elegidos gratuitamente para llevar adelante esta obra de Dios, acción de Dios, de su amor. Eso es la Congregación: acción del amor de Dios, obra y don de salvación para todos. 4. Expansión y aprobación 1802 - 1824. Ese hombrecito vuela de victoria en victoria..., escribe la Buena Madre a Gabriel de la Barre. Le petit homme suele llamarse a Napoleón, coronado en 1805 Emperador de los franceses. Signo de que ella no está ajena a cierto orgullo patriótico por el lugar hegemónico que Francia va ocupando en Europa. Esto aunque se gima en el país bajo el poder del pequeño gran Emperador. Su política no acepta la autonomía de la Iglesia y de sus instituciones. Napoleón controla, prohíbe, manda, utiliza con renovado galicanismo. Este período comprende el Imperio y la Restauración. Es el verdadero momento de desarrollo y crecimiento de la Congregación. El número de Hermanos y Hermanas pasa de 16 a casi 670. Permanecerán en la clandestinidad, sin existencia legal, no sólo por el control del Imperio, sino durante la Restauración, cuya política oscilante con la Iglesia y en materia de educación estuvo lejos de favorecer la vida religiosa. Tampoco en la Iglesia se abren las puertas para una aprobación inmediata de la Congregación. El proceso es largo, y salta por encima de las instancias episcopales para ir a Roma y culminar, por fin, en 1817 con la aprobación mediante la Bula sub plumbo "Pastor Aeternus" (17 de Noviembre 1817). En Francia esto es aceptado sólo por algunos Obispos y las relaciones con el clero no dejan de ser conflictivas. Las cartas entre Gabriel y Henriette que presentamos, se refieren a menudo a problemas de esta especie. Sin embargo, de estos conflictos se fue sirviendo el Señor para trazar la ruta de la expansión de la Congregación. Es justamente en este difícil período napoleónico, sin facilidades ni eclesiásticas ni civiles, cuando el camino se abre para llevar esta acción de Dios a otros lugares. Es aún pequeño el grupo poitevino cuando Mons. de Chabot, pariente de la Buena Madre y amigo fiel de la Congregación, la requiere en Mende, su nueva Diócesis en el sur montañoso. Caminos imposibles que requieren el uso de carros, y luego a caballo en un viaje de varios días. El Buen Padre es Vicario Episcopal. La Buena Madre encabeza el grupo de Hermanas. Gente de fe, lugar fértil para que broten muchas vocaciones para la Congregación. Gabriel de la Barre queda al cargo del numeroso grupo de Hermanas que habitan la Grand'Maison de Poitiers. Es entonces cuando se escribe la nutrida correspondencia entre ambas que estamos presentando. 1805 representa el umbral de la grandeza imperial señalada por el triunfo perfecto de Austerlitz, culminando con la batalla de Wagram (1809) la entrada de Napoleón en la nobleza de los Habsburgos. Francia goza de paz interna, aunque se desangra en esa Europa ocupada gloriosamente por el Emperador. La Congregación va a Cahors y luego llega a París. Tras una búsqueda cuidadosa, los Fundadores establecen su grupo en el barrio de Picpus. Antiguo convento, gran terreno en cuyo fondo están las fosas con restos de guillotinados durante el Terror en la cercana plaza de la Nación. Casa, Capilla, cementerio, todo ello está marcado por el recuerdo de la Revolución, que sigue presente en la vida de los Hermanos. Los deudos de las víctimas quieren una Comunidad que asegure la oración por ellas. La capilla de Picpus será lugar de intercesión por Francia y su pueblo, reparación por el pecado de odio y violencia que destroza la convivencia. Lugar de adoración fiel de quienes ya llevan en su título de la Adoración Perpetua del Santísimo Sacramento. Pronto María se hace presente al obtener la Congregación la antigua y venerada imagen de nuestra Sra. de la Paz. Más tarde será ella la compañía especial de los misioneros por los caminos del mundo. Así el barrio de Picpus, donde dos casas contiguas cobijan a Hermanos y Hermanas, pasa a ser el centro de la familia a la que llamarán Picpuciana. Viven en la capital del Imperio y sienten duramente los golpes de la política anti-eclesial de Napoleón, que no desea la vida religiosa (sólo clero y buenos seminaristas...). Les duele como golpe al corazón la prisión y el exilio del Papa: se hacen especiales oraciones. Allí, en Picpus, se celebra en 1819 el primer Capítulo General. Es grande el gozo del encuentro de esta familia que ha crecido, de los compañeros de la primera hora, testigos de tantas gracias de Dios. Poitiers conserva su lugar en la Congregación. Le Berceau, donde hay algo de la estricta observancia de los comienzos y surgen muchas vocaciones. Allí están gran parte de los bienes materiales (herencias, donaciones) con que deben instalarse y luego mantenerse las numerosas casas de la Congregación. La administración de estos bienes, la real pobreza de las fundaciones, el deseo de apoyar todo, la maravilla de compartir en familia: es un tema recurrente en la correspondencia de Gabriel y Henriette. Después de Poitiers y Mende, de Cahors y París, vienen Laval, Le Mans, Séez, Sarlat, Rennes, Tours, Troyes, Mortagne, Vincennes...jalones milagrosos de servicio a la Iglesia, de Adoración eucarística, reparación por la vida entera, que es toda entrega y adoración perpetua. Acogida a numerosas vocaciones, misiones diocesanas, educación a niños y jóvenes de todo nivel...En esa aventura no falta el peligro físico, el conflicto con autoridades, las rivalidades inútiles, el trabajo agobiante, las privaciones y austeridad, la pobreza en que sólo se cuenta con la Providencia que no falla. Esa increíble historia emerge de las cartas de esas pioneras. En ambas ramas los actores de esa primera expansión, son elementos jóvenes. La restauración de la Monarquía borbónica trajo alegría a esa comunidad cuya adhesión a los Reyes estaba ligada desde el origen a su patriotismo y fe cristiana. Ya no se volverá, sin embargo, a esa Francia pre-Revolución, porque los procesos históricos son irreversibles. Europa - y América - han quedado definitivamente contagiadas por los ideales de la libertad, democracia, organización de la República, igualdad y soberanía, que la Revolución proclamó y las guerras napoleónicas llevaron en sus victorias. América del Sur está ya en pleno proceso de emancipación: nacen países libres, repúblicas organizadas, aunque vacilantes en la otrora colonia hispánica. La política de los Borbones dificulta el desarrollo. La Iglesia jerárquica tampoco facilita la vida de la nueva Congregación que surge - ya hecha - de la clandestinidad contando con el respaldo de Roma antes que de los obispos franceses. No les gusta verla defender sus derechos con decisión y argumentos. El Buen Padre se juega todo en desgastadoras querellas internas. El gobierno de la Congregación se va volviendo difícil para los Fundadores. Henriette está en Picpus y lucha por el mantenimiento de esas dos casas enormes llenas de alumnos, de jóvenes en formación, de religiosos y religiosas, de pensionistas, familiares y amigos. El Padre Marie-Joseph Coudrin va sirviendo en otras Diócesis en busca de campos apropiados para plantar la Congregación con cierta esperanza de ver flores y frutos. Así se fundan Séez, Troyes, Rouen. El Fundador no deja nunca de marcar la Congregación con el sello eclesial, la apertura a las necesidades de todos. |