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7. Febrero de 1801. Al Buen Padre. Es en el Cielo que se encuentra la Santísima Virgen cuando Ella reza por nosotros El pequeño libro está también allí. Creo que es para hacernos ver que no nos pasaría nada de lo que me ha sido mostrado porque Nuestro Señor me hizo recordar que nos miraba con misericordia. Me reprochó no tener bastante fe; pero es en este instante que vi el palacio y los dos hombres llevando allí no sé qué. Nuestro Señor me volvió a poner en la situación en que me encuentro cuando me hace conocer los secretos de su Corazón. Bajé para decírselo, desde que estoy allí oré para que no pase nada. Nuestro Señor me ha dicho que escriba. Pedí rezar mi rosario. Después de eso me recordó haberme dicho que su Madre quería nuestra obra, que enseguida llegó a ser suya. Luego me dijo que quería que yo escribiera. He visto mis papeles formando un pequeño libro. Viendo que yo no tenía nada que escribir, el Buen Dios se retiró del todo. Fui obligada a irme. 8. 10 de febrero de 1801. Al Buen Padre. Durante la Salve el Buen Dios nos abrió su Corazón, dijo: Venid hijos míos, venid amigos míos, venid a sumergimos en mi Corazón, venid a inundaros de amor y de dolor. La Santísima Virgen no oraba como de costumbre, estaba gozosa y parecía indicarnos a su Hijo. Los Angeles atentos la rodeaban. Caí en adoración. A pesar de esto agradecía a la Santísima Virgen. Me despertaron y volví en mí. uego, el Buen Dios me volvió a abrir su Corazón, puso en el mío un dolor y un amor inconcebibles. Quedé un poco en esta situación; luego me reprochó mi turbación, mi distracción de hoy día, mi poca confianza en sus avisos interiores. Contesté que ayer me había equivocado. Me dijo que no me había equivocado, sino que me había explicado mal porque yo no había querido hablar de mí; que había que decir las maravillas que Él hacia en mi alma; que tendría paz pero siempre el dolor; que Él me reservaba aprietos más fuertes; que a Él le gustaba mi dependencia de usted; que yo había hecho bien en ponerme a sus pies esta mañana; que debía comulgar siempre a pesar de la pena; que era siempre Él por más que no lo sintiera que sostenía mi alma en su desfallecimiento; que él me quería crucificada. Me dijo que orara para que Él les perdone el mal que han hecho hoy. Me dijo que le pida a usted una penitencia por ellos. No exigió que la nombre. Esto es entre nosotros dos, amo tanto la caridad, dijo el Buen Dios, perdone a la señorita Geoffroy. 9. Febrero o marzo de 1801. Al Buen Padre. Para mi consuelo, volví a ver el pequeño libro. Este librito me dice que somos los únicos, que seremos aprobados, que María es y será siempre nuestra protectora, nuestro sostén, que siempre tendremos parte en los afectos de su Corazón; que hay que recurrir a Ella cuando Dios se retira, en nuestras penas, en nuestras desolaciones, en nuestras infidelidades, Ella rogará por nosotros si la invocamos, en lugar de apenarnos. 10. Hacia marzo de 1801 Al Buen Padre. Nuestro Señor me reprochó por no haber puesto ayer, en el final, que Él se había mostrado crucificado, lo que nos anuncia muchas cruces. Me dijo esta tarde que seríamos perseguidos, aún por los Santos. La Santísima Virgen oró durante la Misa, pero para usted solo, me fue mostrado también que nos llegarían algunos buenos sujetos entre los hombres, los cuales nos darían muchos consuelos, según Dios, y que, exteriormente nos otorgarían también muchas consideraciones. Esto será en un momento en que seremos humillados, hasta un poco desanimados. La Santísima Virgen no cesa de rogar por usted. Pregunté por qué. Es que le debe llegar una gran cruz. No sé si es para obtenerle la gracia de llevarla bien o para apartarla. Todo lo que sé, pero no estoy' segura, es que le llegará el sábado y por el camino de París. No creo necesitar permiso para tratar de tomarla si puedo. Si eso fuera, perdóneme el pasado y déme toda la libertad para el porvenir. 11. Hacia marzo de 1801. Al Buen Padre. No creo que el Buen Dios exija que le diga a usted algo de esta mañana. Me quedó el sufrimiento con una felicidad indecible. Mi corazón está tan impregnado de esos dos sentimientos que, si no tuviera un poco la experiencia de esta situación, creería quedar así toda mi vida, que no sería, en verdad, larga, porque mi corazón parece dilatarse y fundirse. El sufrimiento aumenta la felicidad y la felicidad aumenta el sufrimiento. Dígame si hay que quedar así, o morirse, para explicar lo que no se explica y que uno siente tanta vergüenza de decirlo cuando por otra parte es mío. 12. Hacia la mitad de 1801 El Buen Dios me ha hecho conocer que en este momento usted no podía tener los deberes de la vida monástica porque adoptaría cosas que, aunque muy buenas, no lo son para usted en este momento y que no las podría observar, no teniendo la costumbre de la molestia de la vida común, y se preocuparía de tener que renunciar a ellas. El Buen Dios le ha concedido el precioso don de su presencia habitual, es decir que, hablando, caminando o haciendo cualquier otra cosa, sin pensar, usted piensa en Él. En fin, Él está más en usted que usted mismo, si se puede expresar así. Él quisiera que para esta gracia particular, entrara algunas veces en el día, aunque fuera sólo un momento, en el fondo de su corazón para adorarlo; porque allí hizo su mansión y se encuentra a gusto porque las faltas que usted puede cometer no lo son jamás con entera deliberación. El Buen Dios quisiera que aun en los días en que usted está más ocupado, tomara el tiempo para hacer su pequeña media hora, y los otros días, una hora en dos tiempos distintos. Por esta fidelidad para encontrarse con el Buen Dios en el fondo de su corazón, tendrá facilidad para quedarse a sus pies; no habrá. ya lugar para el aburrimiento, para las distracciones que le fatigaron algunas veces, pero estarán lejos y no le harán daño. Puedo asegurarle que el Buen Dios tiene el deseo el proyecto de hacerle gracias particulares: casi me atrevería a decir que su Corazón siente necesidad de ello. También dice el Buen Dios que usted se preocupa demasiado cuando cree haber cometido alguna falta. La pena y el disgusto que siente por ello le causan una cierta irritación de la cual no es usted dueño. Entonces se enoja consigo mismo y esto recae a veces sobre los demás, lo que aumenta su pena, porque entonces usted cree haber cometido muchas faltas voluntarias, y su verdadera culpa es haberse molestado consigo mismo en lugar de haberse refugiado en el fondo de su corazón con el Buen Dios, el cual habría cerrado la herida que el temor de una falta le habría causado, o bien, si era real, vertiría sobre ella el bálsamo consolador. El Buen Dios se queja también de que usted se detiene en ciertos pensamientos que no harían más que pasar si no estuviera tan temeroso de ellos. De esta manera usted llama a la tentación, cae luego en la turbación, en la inquietud, pero ciertamente no tiene sino la culpa de tener demasiado miedo. 13. Últimos meses de 1801. Al Buen Padre. Esta mañana me sentí apenada a sus pies. Varias veces he experimentado lo mismo, pero nunca tan fuertemente. Tengo en el fondo de mi corazón algo que quisiera decirle y que no sé que pasaría diciéndoselo. Lo que le digo no es un sueño, aunque lo parezca. Creo poder asegurarle que es verdadero, que sería útil para usted y le haría bien. Sería necesario que usted dispusiera de un momento para estar tranquilo. Me hablaría un poco de manera que yo pueda adivinar su idea, entonces caería a sus pies. Quisiera poder hundirme en el suelo que me sostiene; y no soy capaz de sentir lo indigna que soy de todas las gracias que recibo. No tengo fuerzas para decirlas... Estaba demasiado preocupada del señor Isidoro para estar únicamente con el Buen Dios. Nadie más que yo desea que sane, tanto para la obra como para usted. Quisiera también que el Buen Dios me conceda esa gracia porque a usted le serviría de contraveneno para las dudas que tiene; pero a pesar de todo eso, tenía miedo de la mejoría, y sentía pena por ello. Perdóneme, este sentimiento está en mí, a pesar mío, aumenta en proporción a las gracias que recibo. Deseo decirlas, y, en el fondo, un dolor verdadero de que se las conozca. Agonicé todo el día. Siento una necesidad indecible de estar al pie del Santísimo Sacramento, pero no me atrevo a entregarme totalmente, ni quedar allí mucho tiempo, me parece que eso me acorta la vida. Quise rezar por el señor Isidoro durante la Misa y la Comunión, no pude hacerlo. Este tiempo está reservado enteramente para usted. 14. Al Buen Padre. 8/9 de octubre de 1801. Ayer en la tarde, tuve una pena tan fuerte que mí corazón parecía querer abrirse. Estuve tentada de pedir al Buen Dios que me retire sus gracias ya que ellas llegaban a ser un motivo de pena que no podía llevar, no pudiendo dar cuenta de lo que pasa en mi corazón. Temo mucho que no esté de buena fe en mi imposibilidad, a pesar dé que sería un alivio decírselo todo, pero una cierta confusión hace presa de mí. Quisiera poder hundirme en un hoyo. Me confesaría que disimulo las gracias de Dios cuando hay en ellas algo extraño a mí. No creo haber osado jamás pensar en ellas, ni agradecerlas. Ayer en fin, en toda mi desesperación gritaba y pedía al Buen Dios tener piedad de mí. Estaba a tal punto con el Buen Dios que me oía hablar sin saber que era yo la que hablaba, esta voz solamente me aliviaba; yo me quejaba de que el temor, el éxtasis, unidos a la repugnancia invencible que tengo de atreverme a pensar y a hablar de todo eso, como mirándome, me hacían no decirle nada. Reprochaba al Buen Dios de no darle a usted bastante valor para soportarme y de dejarme sin socorro, sin apoyo, no teniendo el deseo de necesitar a nadie, pero sintiendo un abandono tan grande que aun el suelo parecía desaparecer. En este instante, Nuestro Señor Jesucristo se mostró tendido en la Cruz, pero no teniendo el costado herido. Me dijo: “Así es como yo estaba en la Cruz”. Después desapareció. Lo que me llamó la atención es que esta mañana usted me dijo eso en la confesión. No pude, o no me atreví a decirle lo que me había pasado. Después de la Santa Comunión, Nuestro Señor volvió a mostrarse a mi alma de la misma manera, y recibí en mi corazón el golpe que le faltaba al suyo. Quedé con este dolor hasta la tarde. Se renovaba de tiempo en tiempo de una manera tan fuerte que estaba cerca de encontrarme mal. 15. Octubre de 1801. Al Buen Padre. Esta mañana me encontré con el Buen Dios todavía más que de ordinario. Nunca oí la Misa así. Siempre recé por usted y me parecía que el Buen Dios me escuchaba. Al menos puedo asegurar que Él vierte en mi corazón una cierta suavidad de amor muy especial cuando oro por usted. Sobre todo en el momento después de la santa comunión, me pasó como una gran nube que se entreabrió para dejarme ver de un lado a Santa Magdalena a los pies de Nuestro Señor, cuya presencia sentía pero no estaba en la nube; del otro lado a San José, en el medio a la Santísima Virgen presentándolo a usted a Nuestro Señor. Ella estaba entre San Joaquín y Santa Ana. Detrás estaban nuestros cuatro Santos que presentaban a Nuestro Señor unos rollos de papel que contenían sus constituciones. Ellos parecían interceder por nosotros y decir: cumplen todo eso. Nosotras debemos tener una particular devoción por Santa Magdalena, y, como ella, estar a los pies de Nuestro Señor; vosotros por San Juan. Tendremos por protectores a San Joaquín y a Santa Ana. Usted debe recomendar la devoción de estos dos Santos cuya intercesión se usa poco, y por medio de ellos se obtendrían muchas gracias. Debemos hacer de su día una fiesta muy particular. 16. 10 de octubre de 1801. Esta mañana he visto con Nuestro Señor a San Bernardo al que reconocí en primer lugar; luego a Santo Domingo, a San Agustín que me costó encontrar, a San Pacomio que me nombraron, lo tenía por San Jerónimo, pensando que él debía orar por usted. Ustedes solos deben hacer todo lo que hacían las instituciones que ellos fundaron. San Pacomio quiere decir que tendrán un gran número de discípulos, que llevarán una vida penitente; San Agustín que deben creer fácilmente en la conversión de los pecadores, recibirlos, ayudarlos, convertirán a muchos con facilidad; Santo Domingo es la ciencia que deben predicar, instruir a la juventud; pero es a San Bernardo que deben imitar; él contiene todo: su amor por los niños, su soledad, sus viajes cerca del Papa, de los Reyes, de los Grandes. Como él, aunque vuestros asuntos vengan del Buen Dios, serán criticados, perseguidos. En fin, yo sufría tanto, estaba tan sobrecogida, que no sé bien lo que vi de ellos. Sé solamente que San Bernardo es con quien tienen más trato. Sé también que son nuestros protectores, particularmente los de ustedes, porque oraba fuertemente por usted cuando aparecieron. Me pareció que se unían a mí para rogar a Nuestro Señor que ahí estaba. Como San Bernardo estaba cerca, miré y otra vez vi que el costado de Nuestro Señor no estaba herido. He ahí más o menos lo que sé. 17. 12 de octubre de 1801. Al Buen Padre. No he podido ver nada durante la Comunión, porque el ruido me molestaba para concentrarme. Me encuentro delante del Buen Dios en una situación que jamás yo había sentido: es decir que, desde el momento que me pongo a sus pies, estoy como muerta: Sólo Él existe, lo que me saca de ahí me mata; pero si quedara así demasiado tiempo, podría realmente morir. He vuelto a ver a nuestros cuatro Santos; nuestra Institución debe, ella sola, llenar sus metas. Deben, como San Pacomio, tener muchos niños, los cuales, llevando una vida diferente, tendrán el mismo espíritu. He visto a sus donados de los cuales usted no habla. Debemos imitar su vida penitente, su silencio, su oración. San Agustín, es la predicación, su facilidad para recibir y convertir a los pecadores desde el momento que erraron en su fe. Santo Domingo se encontraba porque es uno de los hijos queridos de la Santísima Virgen que ha defendido de una manera victoriosa ciertos privilegios que se atrevían a atacar. No he podido saber cuáles. Él es para la instrucción de la juventud y la predicación, la ciencia. San Bernardo es el que tiene más relación con ustedes. Como él, se deben encontrar con el Papa, el Rey, los Obispos. Como él, serán criticados, censurados. Tienen su manera de predicar y de ser con el Buen Dios. Como él deben educar a los niños. Tendrán satisfacción por ello. Como él, en fin, si ustedes pueden tener tiempo de orar, tendrán una cierta suavidad de amor, que él ha conservado en el Cielo y que le es particular. En otro momento, volví a ver a Nuestro Señor Jesucristo en el mismo desamparo que ayer. Estaba tendido en la Cruz, su brazo izquierdo no estaba clavado en ella. Su costado no estaba herido. Me ha dicho con una gran bondad: te he dado mi Corazón y tú no me has dado el tuyo. Tienes cierto apego a tu hermano y no has hecho enteramente el sacrificio de decir las gracias que recibes. Enseguida, me dio a conocer que tenía voluntad, pero que siempre me dejaba vencer por la repugnancia que siento a pesar mío: pero lo que me hizo bien es que a medida que yo tenga el valor de escribir, usted tendrá más facilidad para orar. He visto mi muerte. Es mi cuarto. Es en un rincón del jardín que se me debe enterrar. He visto agua en un hueco. Tuve pena. No consentí. Me retracté. Aún solicité para que ella venga. Mi retrato es demasiado viejo, demasiado triste, demasiado delgado, demasiado rígido. Hay que hacer retocar la cara por la señorita Vincent. 18. ½ de noviembre de 1801. Al Buen Padre. Dos días que no he escrito nada; pero no puedo decir si pude hacerlo. Todo lo que se es que mi corazón sufre extrañamente, que no quisiera no tener este sufrimiento, el cual parece unirme a Dios más que todo. En esta situación, el alma y el corazón no pueden casi prestarse socorro, lo que pone al cuerpo en una debilidad tan grande que parece que uno está cerca de expirar. En otros momentos, tengo miedo de los juicios de Dios que no puedo expresar. Todo lo que hice, todo lo que hago, todo lo que no hago y que debería hacer, se presenta a mí con tanta fuerza que si el Buen Dios no me socorriese y no me quitase el sentimiento de tantos crímenes, podría morir, no de pesar, por lo menos de terror; porque la puerta de la misericordia está completamente cerrada para mí en estos momentos, que no vienen a menudo y no duran mucho. Es posible que el Buen Dios no quiera mí muerte, pero todo lo que siento me hace presentir que Él exige que yo haga enteramente el sacrificio de mi vida. Ayer, cuando usted se había ido, he pedido al Buen Dios que prolongara mi existencia. Me hizo conocer que en el fondo usted no lo deseaba aunque me lo hubiera ordenado, y mi alma y mi corazón volaban hacia Él sin que yo pudiera detener los deseos del uno y del otro. Vuelta en mi, el temor de haber ido contra lo que usted me había dicho, y el miedo a la muerte, me hicieron pedir la vida con todo mi corazón (por lo menos así lo creo). Le decía al Buen Dios la pena que usted tendría y los inconvenientes de su posición. Me hizo conocer entonces que yo debía abandonarme a su voluntad para todo -pero sobre todo en lo que atañe a mi existencia; que a usted le tocaba pedir la prolongación; que a pesar de tantas penas su corazón no -había tenido nunca tantos consuelos por el sentimiento de su presencia, que cada día le viene a ser más sensible. Me parecía ver todavía su alma dilatarse y saborear de una manera infinitamente pura, pero infinitamente deleitosa, el dulce sentimiento que le causaba la presencia de su Dios. Esta visión me ha consolado. Volví a ver a San Bernardo que es su protector. Es a él a quien debe invocar cuando usted sufre. Él vendrá a nuestro socorro. He visto otra cosa que no recuerdo bien. Finalmente, yo no sé si debo vivir o morir; pero siento una especie de agonía, de sufrimiento y de amor, que no durará o que me llevará. El Buen Dios quiere algo de nosotros en este momento, pero no sé lo que es. |