Primera Unidad. Contexto histórico del nacimiento y primer desarrollo de nuestra Congregación






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títuloPrimera Unidad. Contexto histórico del nacimiento y primer desarrollo de nuestra Congregación
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17. Muchas veces, con las mismas vestimentas, y bajo el mismo nombre de José, acompañaba al Padre La Motte, con la linterna en la mano, y cuando éste encontraba uno de los más famosos terroristas, decía en voz alta: «José, alúmbrame».

18. Fue a los calabozos a confesar a las señoritas Goffreau que estaban allí encerradas. La mayor estaba entonces en un calabozo. Le dio la comunión. [1793-1795]

19. Durante más de diez y ocho meses no dejaba el Santísimo ni de día ni de noche, porque en todo momento había enfermos que confesar.

20. Cinco o seis días después de la muerte del señor Dodain, fue a confesar una enferma en la casa misma del que había hecho prender a ese santo mártir. Fue él en persona quien le abrió la puerta, tomándolo por pariente de una persona de unos sesenta y tantos años, que para ocultar la cosa, se le echó al cuello para saludarlo como a su pariente. Un cirujano, famoso terrorista, estaba en ese momento en el cuarto de la enferma, y Dios permitió que, pensando que el P. José María quería hablar a su pariente, que habitaba en el mismo cuarto, se retiró diciéndole que temía molestarle. En poco tiempo, la enferma se confesó, recibió la extrema unción, con una unción sola, y el Santo Viático. El P. José María sale, y apenas había cerrado la puerta de la casa, cuando la mujer del infeliz que había mostrado un patriotismo furioso, mujer que no tenía menos furor, grita a su marido: «es un sacerdote el que se va». El le responde: «hubieras debido decírmelo antes. Lo hubiera hecho prender». Pero la víctima estaba ya lejos.

21. Se podría citar diversos rasgos del fanatismo republicano. Algunas personas han venido a confesarse con el P. José María diciéndole: «Mi Padre, lo hemos escogido de propósito, porque como no le conocíamos sino bajo el nombre de Marche-á-Terre, lo hemos velado, fusil en mano, para matarlo, creyendo hacer un gran servicio a la república».

22. Cuando el P. José María estaba donde la señora Favre, una mujer pobre vino a decir a la señorita Favre: «Si lo quisiera, Ud. que tiene aspecto de persona educada, hacerme un servicio». La señorita Favre le preguntó en qué: «¡Oh Dios mío! -dijo ella-, dicen que hay muchos sacerdotes en esta calle. Ofrecen cincuenta francos a los que los hacen prender. Si Ud. me pudiera descubrir algunos». «¡Vaya! le dijo la señorita Favre sorprendida, no le importaría atormentar así a la gente. Y ... dijo la otra en tono tranquilo cuando se es pobre ... Fuera de que esos tipos hacen tanto mal a la nación. Si conociera algunos, le dijo la señorita Favre, no se lo diría. No pensaría hacer mal, replicó la mujer. Quisiera conocerlos, pero no quisiera denunciar casas sin estar segura».

23. Otra vez el P. José María fue a confesar inválidos y una enferma a las nueve de la noche, vestido come un pobre de los incurables, a una casa donde estaban a cenar veinte y dos terroristas. La doméstica que lo esperaba, le había dicho que estaría tras de la puerta, y que no tenía más que golpear. Golpeó en efecto con su bastón, pero ella estaba en la parte alta de la casa. La mujer escucha, asoma la cabeza por la ventana, Y pregunta quién es. Él se hunde en la puerta, ella no lo ve y dice a su marido: «no es nadie; había creído escuchar que llamaban». La doméstica recuerda entonces lo que había prometido. Baja, lo conduce al cuarto en que estaban las personas que debía confesar. Había un perro grande en el patio, que no solo no ladra, sino que viene a lamerle los pies. Así los animales rendían homenaje a la virtud perseguida por los hombres. El P. José María se queda una hora confesando, baja en seguida, atraviesa de nuevo el mismo patio. El perro lo acompaña hasta la puerta, y una vez que ha salido, se pone a ladrar como de costumbre.

24. Algunos días después de la muerte de la señorita Babin, fue a confesar a Montbernage ... pero esta sangrienta ejecución había sembrado el horror en todos los corazones. Nadie quería alojarlo. «Señor, le decían esas pobres gentes, Ud. tiene demasiada caridad para exponernos. Tenemos niños». Estaba entonces con el marido de la Guste. «Mi pobre amigo, le dijo, nadie me quiere recibir. No dormiré en la calle. Me tienes que acompañar a la ciudad». Aquel hombre le hizo ver que no podían pasar sino por el Pont-Neuf, y que allí había once o doce guardias que no dejaban pasar a nadie sin pasaporte. «Bajo la protección del buen Dios», dijo el P. José María, y convinieron en que iría tras ese hombre, que si lo quisieran detener, daría su nombre, y que como estaba muy oscuro, el P. José María pasaría durante ese tiempo. Cuando estaban cerca, el guardia gritó: «¡quien vive!» El hombre respondió: «¡ciudadano!» A una segunda pregunta, el P. mismo respondió idéntica cosa. Todos los fusileros, con excepción del guardia, estaban entonces en el cuerpo de guardia y le gritaron: «ten buen cuidado, examina bien los pasaportes». El guardia respondió: «no teman: es un buen ciudadano». Una vez que el P. pasó, le tendió la mano y se la estrechó diciéndole: «¡ah señor, a qué peligro ha escapado Ud.!» Era un hombre que había confesado hacia dos días. Lo había reconocido al verlo.

25. Una anécdota mostrará lo negro de esos días horribles. Los hermanos Deschartres, que fueran prendidos en un bosque de renuevos de propiedad de la señorita Babin, fueron encarcelados, y no declararon nada. Pero se sabía que eran tímidos, y para arrancarles la verdad se urdió una trama infernal. Se hizo imprimir una especie de bando que dice que quienes descubran la verdad tendrán la gracia. Se lo hace llegar a la prisión. Se les agrega que si descubren a las personas en cuya casa han sido recibidos, donde han estado de paso, que les han prestado servicio, su gracia está pronta, que por lo demás, no hay nada que temer para todas esas personas; que se las encarcelaría tal vez por ocho días, a fin de engañar los ojos de la ley, pero que se las dejaría después en libertad; que por lo demás, si eran religiosos, como parecían, deberían preferir conservarse para salvación de los pueblos, antes que morir como fanáticos. Engañados así, estos sacerdotes demasiado escrupulosos, creyeron, por un principio de conciencia, tener que descubrirlo todo. Gracia a las indicaciones que dieron, las señoritas Goffreau fueron expuestas en el cadalso, Sor Ave fue condenada a quince años de cadenas por haberlos ocultado, y con ellos Coudrin llamado Marche-á-Terre. La señorita Babin en cuya casa habían sido prendidos es encarcelada. De inmediato se los conduce al interrogatorio. Pronto se pronuncia la sentencia: «El Sr. ... es condenado a muerte, como traidor a la patria, el Sr. ... es condenado a muerte como traidor a la patria. La ciudadana Babin es condenada a muerte por haberlos ocultado». A estas palabras, los que esperaban verla poner en libertad juntaron las manos en señal de dolor. De inmediato se les cortó el pelo y se los puso en la carreta que debía llevarlos al suplicio. «Perdónanos de veras», decían a la señorita Babin, esos sacerdotes respetables y espantosamente engañados. Ella los animaba a la muerte diciéndoles: «Vamos, señores, tengan valor: la única gracia que pido al verdugo, es la de guillotinarme a la primera». En efecto, se los hizo subir a los tres juntos al cadalso, y ellos la vieron ejecutar en su presencia.

26. El P. José María ha prestado muchos servicios a casi todos los sacerdotes que vinieron a esta ciudad, sea personalmente, sea por medio de otros. Les ha proporcionado un refugio, les ha enviado harinas y otros socorros necesarios para la vida; y nadie ha sido más calumniado que él. Se lo ha calumniado en sus conocimientos, tratándolo de ignorante, hasta de imbécil, al punto que ha habido algunos de sus colegas tan sin miramientos, que se reunieron en partida de diversión, y le hicieron venir con el pretexto de asuntos importantes, para entretenerse toda una tarde. El P. José María sufría todo eso con espíritu de sacrificio, y ofrecía a Dios todas sus penas. «Porque, -nos decía un día, hablándonos de todo eso familiarmente, como un padre con sus hijos-, yo era entonces mejor de lo que soy ahora». No podía abrir los labios, sin que se riera de antemano, a tal punto se lo tenía por insensato. Otros sacerdotes fieles, no menos celosos y no menos respetables, no tenían menos enemigos y no eran menos ultrajados indignamente. Tal era M. Henri que en los primeros instantes de la Revolución prestó tantos servicios, trabajando día y noche, confesando sin cesar, venciendo el sueño de tal manera, que cuando confesaba estaba obligado a tener junto a sí un vaso de agua, para frotarse con ella los ojos y no quedarse dormido. Por eso de allí le vino una enfermedad que le ha dejado continuos achaques; lo mismo sucedió también al Sr. Perpetuo10. Los tres tuvieron que soportar las mismas injurias, y se decía corrientemente: «Mira el tonto de Henri, el insensato de Jerónimo... y el imbécil de Perpetuo...».

27. El P. José María fue también atacado en su fe. Se lo hizo pasar por un hereje. Se le reprochó sostener opiniones erróneas, al punto de que con un procedimiento insidioso y pérfido, se le envió una lista de proposiciones falsas que se le acusaba de sostener, preguntándole su parecer. Él se dio cuenta de la trampa, y las devolvió a su autor diciendo que veía el lazo que se le había tendido, que por lo demás ya que se le pedía el parecer, que las condenaba, que las renegaba todas y cada una en particular, y que se atrevería a añadir que renegaba hasta de la mano que las había escrito.

28. Fue calumniado en su celo, que fue tratado de hipocresía o de temeridad culpable. Los Superiores Eclesiásticos, envenenados por falsos informes, junto con aprobar interiormente su celo, que no podían menos de admirar, le reprochaban continuamente sus pretendidas imprudencias. Se llegó hasta a llamarlo el Verdugo de sus colegas. Siempre humilde, estaba tentado de condenarse a sí mismo. Una vez, por fin, un generoso valor venció sobre los temores, y respondió con una fuerza sacerdotal al Señor de Bruneval, por entonces encargado de la administración de la diócesis. Encabezó la carta con estas palabras: Sacerdos Christi ad Gubernatorem Dioecesis Pictaviensis11. Y en el cuerpo de la carta esas primeras palabras: Sacerdos Christi se repitieron más de una vez. Invocó la conciencia de aquel virtuoso Vicario General, y le dijo, conservando siempre el respeto debido a su cargo, que daría cuenta a Dios de haber encadenado el celo de un sacerdote; que si a otros faltaba el valor o la fortaleza, al menos no hubieran debido impedir lo poco que él hacía por Jesucristo. Que esos sacerdotes que le reprochaban con tanta amargura sus imprudencias no encontraban que él se expusiera mucho en los tiempos del Terror, cuando, no teniendo las fuerzas para salir para prestarse mutuos servicios, lo hacían todos venir, para que los confesara; que por lo demás podía retirarle las facultades y que él se iría a trabajar en otra diócesis. Es que varios administradores de dos o tres diócesis, edificados con su celo, le habían enviado poderes. El mismo Señor de Bruneval sentía toda la fuerza de estas razones, y un día en que todos los sacerdotes encerrados con él en la Trinidad, se reunieron en torno suyo para forzarlo casi con sus instancias a suspenderlo, les respondió: «Señores, puedo muy bien hacer observaciones a este joven; pero mi conciencia me reprocharía el detener de esa manera totalmente su celo». Tres días después, el P. José María se vio forzado a escalar el muro de la Trinidad para ir a encontrarse con ellos por un asunto importante que afectaba la misma vida de ellos, y que no podían confiar a nadie. [Hacia el 18 de Fructidor por lo menos]

29. Fue calumniado en su obediencia. Se le imputó el haber violado la prohibición que habían impuesto los superiores de la diócesis, y nadie fue más estricto en observar esta prohibición que él. Desde entonces no se cantó una sola vez. En general fue el más sumiso de todos a las órdenes impuestas por quienes tenían la autoridad en la mano, y que consideraba siempre como sus amos y como aquellos cuyas decisiones se debía seguir ciegamente [Desde 1799]

30. [Volver a la página 26] No hablaré de esas imputaciones odiosas contra las costumbres. Aquí un eterno silencio debe cubrir todas las imposturas que no pueden sino arrojar un barniz siniestro sobre sus culpables autores. Pero, desgraciadamente para ellos, este olvido no es posible. Las calumnias fueron públicas. La virtud ha sido deshonrada abiertamente. Quiera el cielo dar un toque a esos corazones criminales, y hacerles sentir la enormidad de su falta.

31. Durante el Terror más grande, el P. José María decía la Misa a más de quince per-sonas en pleno campo en Montbernage, y todos cantaban juntos el bello canto Madre de Dios, del mundo Soberana, en forma que desde la Plaza Real12, se escuchaba, a las dos de la mañana el ruido sordo que venía de las dunes. Después se retiraba a dos leguas de allí. [1793 a 1795]

32. Durante los días del carnaval, dio en ese suburbio las Cuarenta Horas, y para hacerles hacer el sacrificio de la carne a la que tan culpablemente se suele entregar tan culpablemente en ese tiempo, les dijo en la predicación que ya que el suburbio había mostrado tanta fe, era necesario que se hiciera notar en otra forma, y que para eso les pedía una gracia. Y continuó su sermón sin decirles lo que era, a fin de excitar su curiosidad y disponerlos a obrar mejor lo que él quería. Por fin, después de haber repetido varias veces esta exhortación general, les pidió, en nombre del Señor, que ayunaran esos tres días, y que no bebieran vino entre las comidas para expiar los crímenes que se cometían durante esos días de desolación para la Iglesia. Les costó, pero hicieron lo que les había pedido, y dando una vuelta por el suburbio el día mismo del carnaval, vio que en diferentes casas se habían reunido en gran numero, y que reían a una, pero sin beber vino.

33. La señorita Marsault se había clavado las tijeras en la mano, en forma que los nervios se habían contraído, los dedos se hundían en la mano, y se la consideraba lisiada, en forma que se quería enviarla a París, y un cirujano le había dicho que podría muy bien quedar lisiada para toda la vida. Un día Nuestro Padre le ató un Sagrado Corazón en la mano diciéndole: «si tuviera Ud. fe, señorita, sanaría». Ella le respondió: «Mi Padre, no deseo otra cosa». Mientras hacía oraciones tomándole la mano, entró un hombre. El P. José María retiró su mano, temiendo lo que ese hombre pudiera pensar. Se retiró a la presencia de Dios hasta la tarde, y en la noche, entre las diez y las once, la hizo venir para rezar. Le dijo, en presencia de la Señorita Lussa, de Renne y de Sor Teresa: «muéstrenos su mano, queremos ver cómo está». Había dicho a la señorita Lussa: «qué daño me ha hecho ese hombre: estaría ya curada». Le tomó la mano y le estiró con esfuerzo los dedos. «¡Ah, Señor!, le dijo ella, ¡cuánto me hace doler!» Él le dijo: «está Ud. curada». En ese instante ella dio un débil grito y dijo: «me siento mal». Entonces él le repitió: «Vamos: está Ud. curada». Y pasó la mano sobre la de la señorita, y desapareció el dolor. En seguida se fue a la capilla a decir una Salve Regina.

34. Cuando el P. José María vivía en S. Pedro13, dijo un día a la señorita Lussa de la Garélie, que no le llamara, cualquiera que fuera la persona que lo buscara, porque estaba ocupado en un asunto delicado de su ministerio que lo fastidiaba mucho. Agregó que temía, si salía, que le sucediera algún accidente. Notemos que se lo atisbaba todas las tardes en la calle Saint-Savin. Como no se podía poner las manos sobre él, se resolvió sacrificarlo empleando su celo para hacerlo caer en el lazo. Un hombre disfrazado llega y llama a la puerta. Antes de abrir, se le pregunta a quién busca. Responde que busca al Señor Marche-á-Terre, para su mujer que está muy mal. Después de alguna trepidación, la señorita Lussa le abre. Le pregunta su nombre: una voz insegura, un nombre de mujer supuesto, todo delata un estafador. Insiste, diciendo que su mujer está muy mal. Añade el lugar de la habitación de varios sacerdotes para darle confianza. Le nombra a su mujer. Le dice la señorita Lussa, que vaya a la farmacia en busca de medicinas, y que entre tanto se tomará informaciones. Va a hablar con el P. José María, que le dice que conoce a esa mujer. Durante ese intervalo llega otra persona. Era pariente de la mujer que se suponía enferma, y dice que está sana. Se supo más tarde que había cuatro escondidos, y que uno de ellos dijo que todas esas devotas eran más mentirosas que las demás y que no querían decir dónde vivían los sacerdotes. [Hacia 1797]
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