Primera Unidad. Contexto histórico del nacimiento y primer desarrollo de nuestra Congregación






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títuloPrimera Unidad. Contexto histórico del nacimiento y primer desarrollo de nuestra Congregación
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1. Todo el fruto que podemos esperar del sufrimiento viene de la religión. La tierra de aflicción que nos ha tocado en herencia, no puede ser cultivada sino por la paciencia, y la verdadera paciencia es obra de la fe. Son nuestras lágrimas las que pueden fertilizarla, y las lágrimas

son estériles cuando no están teñidas con la sangre de Jesucristo. Podría para comenzar preguntaros, hermanos míos, ¿para qué sirve la impaciencia en la aflicción? La resistencia a un mal inevitable, ¿es acaso un medio de evitarlo? ¿ Lográis detener con vuestro gritos, el torrente que devasta vuestra heredad? ¿ese flagelo que estraga vuestras cosechas, ese contagio que lleva la muerte a vuestro hogar? ¿Lográis detener las guerras, el hambre, todos los rigores del cielo, todos los crímenes de la tierra? No, sin duda, y si es imposible romper el curso de esos males, ¿es razonable oponerles un dique inútil?

Si es necesario que la adversidad os traspase con sus flechas, vuestra agitación, ¿vuestros esfuerzos lograrán embotar su punta? Un enfermo consumido por el ardor de la fiebre, ¿se alivia con su murmuración? Un indigente, privado de todo, ¿es acaso menos miserable porque se encoleriza con su miseria? Este hombre degradado por la calumnia, ¿ha recuperado la estima de sus conciudadanos desde que se entrega a los arrebatos del resentimiento? No, las personas impacientes, se parecen todas a esos animales irritados, que en su cólera impotente, muerden la piedra que los ha golpeado. ¡Oh hombres, qué digna de compasión es vuestra condición! No por las aflicciones, porque son necesarias, sino por el uso que hacéis de la aflicción.

Ya que sois tan sensibles al sufrimiento, tomad en cuenta el interés de vuestra propia sensibilidad. Vuestra impaciencia es la que la irrita. Son vuestras murmuraciones las que la aumentan. Vuestras quejas no tienen otro principio que el deseo de ahogar el dolor, y ese deseo, siempre burlando, lo hace más vivo. Lejos de aliviar vuestras penas, las alegría; lejos de cerrar vuestras heridas, las envenena. En una palabra, sois impacientes, porque no queréis sufrir, y porque sois impacientes sufrís todavía más. ¡Ah! quejáos si la naturaleza lo exige; quejáos, la religión lo permite, pero quejáos como cristianos: quejáos como Jesucristo se ha quejado; decid con El, al Dios que os aflige: ¡Oh! Padre mío, si es posible, retirad de mi este cáliz, pero que se haga vuestra voluntad, y no la mía.

He aquí, mis hermanos, las únicas quejas que el Cielo autoriza: no podemos formular otras sin provocar su cólera: no podemos resistir a la voluntad divina sin perder el fruto de nuestras penas. La sumisión a las órdenes de la Providencia, la resignación al gusto de Dios, la unión de nuestros sufrimientos con los de Jesucristo, tales son las características esenciales de la paciencia cristiana, tales las condiciones indispensables para hacerla digna del Cielo.

Las penas de la vida, son sacrificios que Dios impone, y todo sacrificio debe ser voluntario. Ellas no pueden ser salvadores para nosotros, sino cuando son agradables a su corazón, y nada bajo al cielo puede gozar de esta fortuna sin el sello del Nombre que es manantial de salvación.

¡Ved pues, mi querido oyente, qué tesoro habéis perdido en la más urgente necesidad! ¡Ved cuántas manchas habéis contraído en el fuego purificador que debe borrar el tizne más negro! Un sentimiento humilde y sumiso, una mirada afectuosa a la Cruz del Salvador, una mirada al cielo, hubiera cambiado en méritos vuestros males; los habéis sufrido y os quedáis con las manos vacías: habéis sembrado en las lágrimas, y no cosecháis sino lamentos. Deberíais ser mártir, y sois apenas cristianos. ¡ Ah! ¿Por qué no sabemos sacar provecho del talento inestimable que el Padre de Familias nos ha confiado? ¡Ello cuesta tan poco, y la ganancia es tan segura! Esas inquietudes que os atormentan, ese tedio que os devora, esas fatigas que os abaten, esas contradicciones que os desazonan, esas injurias que os lastiman, en fin, el menor desagrado, abren delante de vos una fuente de agua viva que brota hasta la vida eterna.

Si conociéramos el don de Dios, si estuviéramos atentos a la mano que nos lo presenta, con qué reconocimiento aceptaríamos este beneficio! ¡Con qué ardor lo utilizaríamos bajo las miradas del Benefactor divino! ¡Qué valor no inspira a un alma afligida el pensamiento de que Dios ve los sufrimientos, que se interesa por nuestras penas, que escucha todos sus clamores, cuenta todos sus suspiros, que mientras golpea con una mano, recoge con la otra el llanto arrancado por el dolor. Aquí está, mis hermanos, el fundamento de la verdadera paciencia; el socorro de un Dios misericordioso es lo que la forma en nosotros, y la confianza en ese socorro lo que la sostiene.

Bien puede la razón mostrar su necesidad, pero sólo la gracia puede darla; la razón puede desearla, pero sólo la fe puede contar con ella. No me espanta que un infiel tema el sufrimiento: porque se cree solo; pero,¿puede un cristiano tenerles miedo, cuando ve a su lado al Dios de la paciencia, que no abandona jamás a los corazones afligidos? “Cerca está el Señor de los que tienen el corazón atribulado "(Iuxta est Dominus iis qui tribulato sunt corde, Ps. XXXIV,19). No, Dios mío, nunca más temeré las aflicciones, porque tu estás conmigo: "No temeré los males, porque tu estás conmigo" (Non timebo mala, quoniam tu me cum es, Ps. XXIII,4). Tu apoyo será toda mi fuerza, tu bondad mi único recurso. A la sombra de tu alas, resistiré como el Apóstol, las fuerzas reunidas de los más duros asaltos: el hambre, la desnudez, los peligros, la persecución, la violencia, nada en el mundo podrá separarme de vuestro amor. En el exceso de mi aflicción, me arrojaré en los brazos de Jesucristo, estrecharé mi corazón contra su Corazón; mezclaré sus lágrimas con las mías, regaré mis llagas con su sangre, y esa sangre vivificante reanimará mi ánimo abatido. Esa sangre inapreciable dará un valor infinito a mis sufrimientos. ¡Ah! el sentimiento del dolor podrá todavía turbar mis sentidos, pero mi alma permanecerá siempre tranquila, la violencia del mal podrá poner en mi boca clamores de resistencia, pero mi corazón será siempre obediente. A esta calma interior, a esta obediencia del corazón, es a lo que Dios atribuye el mérito de las aflicciones. No hay que equivocarse en esto: no todo lo semejante a la paciencia, se puede identificar siempre con ella.

La insensibilidad, el orgullo, una falsa entereza, revisten a menudo los rasgos de la paciencia. Se admira la tranquilidad de ciertas personas inmóviles en medio de los golpes de la adversidad, nada altera su serenidad, ninguna nube cubre su frente, ninguna murmuración mancha su boca. Los veis pacientes, y no son más que insensibles. Alguno soporta con dominio de sí mismo golpes capaces de echar por tierra a los más robustos mortales. La tormenta ruge sobre su cabeza, la escucha sin fruncir el ceño. El más enojoso acontecimiento parece apenas rozar su alma. ¿Es esto paciencia? No, es orgullo. Quiere parecer firme, pero su Dios ve su corazón.

Por fin, hay personas que saben resignarse en las aflicciones, es decir, que alejan de ella el pensamiento por consideraciones humanas, que debilitan su impresión con impresiones ajenas a ellas, en una palabra, hacen uso de paliativos para disminuir el mal, cuando lo que habría que hacer es aplicar el fuego para curarlo. ¡Ah mis hermanos! no busquemos la curación en esas medicinas ineficaces. Sepamos sufrir, y sanaremos.

El mal de que nos interesa curarnos, es el pecado; la medicina son los sufrimientos. La salud que más nos interesa, es la del alma; el medio de conservarla es la paciencia. "In patientia vestra possidebitis animas vestras (gracias a vuestra paciencia, poseeréis vuestras almas. Luc. XXI,19). Por ella el pecador adquiere la justicia, por ella el justo persevera, por ella los penitentes la recobran, y los santos se ganan la corona. Sí. Aunque tuviéramos todas las virtudes, si esta nos faltara, fallaríamos el fin que no se alcanza sino por ella, es una prueba necesaria para comprobar su solidez. Es el crisol en que el oro que compramos por las buenas obras, tiene que ser purificado por los sufrimientos.

Os inquietáis a veces, mis hermanos, por el porvenir que el Cielo os prepara. Quisierais saber si pertenecéis al corto número de los elegidos. Escuchad pues, lo que voy a deciros, o mejor lo que S. Pablo os dice por mi boca: solo Dios conoce a los que ha predestinado, pero sabemos con certeza que no ha incluido en ese número sino las almas que sufren. Sabemos con certeza que seremos indudablemente salvados, si somos conformes a la imagen de Jesucristo paciente: "Quos praescivit et praedestinavit conformes iere imaginis Filii dui"("a los que de antemano conoció, los predestinó a volverse conformes con la imagen de su Hijo". Rom. VIII,29). Este es pues el carácter infalible de la predestinación. ¿Sufrís por Jesucristo? ¿Sufrís como Jesucristo? Tranquilizáos, mis hermanos, vuestra confianza se funda en la palabra del Señor que no pasará jamás. ¡Oh, Dios mío¡ de qué paz, de que contento gozaríamos en este valle de lágrimas, si supiéramos ahondar en el misterio del sufrimiento, si supiéramos conocer el valor de la paciencia, en una palabra, si supiéramos ser cristianos. Porque la religión no nos muestra en las aflicciones, solo una fuente inagotable de méritos, sino además la única que nos pueda consolar.

Si, mis hermanos, en vano buscamos fuera de la religión los medios de temperar la amargura de nuestras lágrimas. Solo Dios puede endulzarlas, solo Dios las endulza. ¡Consuelos humanos, son consuelos frívolos! En el mundo todo es vanidad y aflicción de espíritu (Vulg. Eccl. I,14). En nuestras almas todo es debilidad e impotencia. ¿Dónde están los hombres que quieran consolamos? ¿Dónde los que sean capaces de lograrlo? Unos, envidiosos de vuestra prosperidad aplauden vuestra desgracia, otros, fieles compañeros de vuestra dicha, os abandonan en vuestra desgracia. Hay quien os compadece en vuestras penas, sin quererlas aliviar; hay quien cree, que las habéis merecido, y no os compadece. Aquí, hay un hombre pusilánime que no se atreve a encargarse de cerrar vuestras heridas, porque teme hacerlas sangrar al tocarlas; allá hay uno importante, que os clava el puñal en el corazón queriendo arrancároslo.

La solicidud de ese consolador indiferente os fatiga; la seca compasión de aquel hombre afortunado os humilla; la atención , de este secreto enemigo os ultraja. La sensibilidad misma de vuestros amigos os añade nueva aflicción. ¡Ah! si se pudiera esperar de los hombres algún consuelo, habría que encontrarlo en los brazos de un amigo. ¿Se lo encuentra, sí, mis queridos oyentes, pero qué consuelo? ¡Consuelo engañoso que nos seduce, consuelo estéril y sin efectos! ¡consuelo momentáneo, consuelo sin motivos y sin solidez! ¡Qué ingenioso sois en atormentaros, me dice este amigo compasivo! Vuestro estado no es desesperado. Esta pérdida es fácil de reparar, esta humillación puede convertirse en vuestra gloria. Conozco al autor de vuestros males: es un hombre vicioso que hay que despreciar, un hombre atroz que detesto. ¡Ah! pérfido consolador, me inspiráis confianza, y el mal llega a su colmo; no soy más que un desventurado, querríais que me transformara en culpable;¿ crees que vendándome los ojos, me tornaría insensible a las espinas por donde camino? ¿Crees que excitando mi corazón al resentimiento, lograríais calmar mi alma agitada? ¿Decía que participáis grandemente en mi aflicción: lenguaje convencional, palabras a veces sinceras, pero siempre poco consoladoras? Si estuviera persuadido de todo vuestro cariño,¿mi condición sería por eso menos dura? ¿Vuestros lloros, enjugarán acaso mis lágrimas? ¿ Vuestra tristeza, es cosa que pueda inspirarme alegría? La humanidad, la piedad, la amistad pueden muy bien enternecemos de mis males, pero solo yo soy quien los sufre. Gustáis tal vez la satisfacción que se experimenta compadeciendo a los desventurados, y por mi parte no experimento sino la desventura que los hace dolores.

Sin embargo, no hay que exagerar, mis hermanos, hay que conceder que hay en los desahogos de la amistad, no sé qué dulzura que se mezcla a la amargura de las aflicciones. La fuerza del sentimiento es tal, que una palabra, una mirada, la sola presencia de un amigo, hace a menudo olvidar los más rudos contratiempos. ¡Flaco consuelo! ¡Consuelo momentáneo! El instante que lo produce, se lo lleva consigo y el momento que sigue conserva de él apenas las huellas. Habéis tenido un sueño consolador: vuestro despertar será más doloroso. Para consolarnos sólidamente, se necesita motivos, y ¿qué motivos nos pueden presentar los hombres de su propia reserva? Frías máximas, principios envejecidos, muchas razones y ningún consuelo.

He perdido el único apoyo de mi vida, y me dicen que todos somos mortales. Víctima de una horrible persecución, gimo en el aprobio, y se quiere hacer callar mis gemidos, lanzando invectivas contra la maldad de los hombres. Sufro, y siento decir a mi alrededor que el hombre está hecho para sufrir. Honor, salud, fortuna, todo ha desaparecido para mí, y se me consuela probándome la inestabilidad de estos frágiles bienes.¿Que digo? ¿Puede un hombre afligido, ser su propio consolador? ¿Dónde están sus medios? ¿Dónde sus recursos? ¿Será la razón? ¿Será la reflexión? Apelo a vuestra experiencia. La razón, ¿os ha consolado alguna vez? La reflexión, ¿no ha siempre aumentado vuestra aflicción? ¿No es acaso reflexionando sobre vuestras penas como habéis sido más vivamente afectado por ellas? ¿No es acaso la reflexión la que las hace penetrar hasta el fondo de vuestra alma, que se introduce hasta en los repliegues más secretos de vuestro corazón? ¿No es acaso la reflexión la que añade a los males pasados los males presentes, y que va a buscar en el porvenir motivos de aflicción que todavía no existen, y que tal vez no existirán jamás? ¡Ay! con frecuencia, toda la fuerza de nuestra razón va a zozobrar contra penas imaginarias; ¿qué podría frente a penas demasiado reales, frente a una aflicción profunda, frente al sufrimiento?

¡Oh Dios mío!, lo he experimentado demasiado, los esfuerzos de la mente son impotentes frente a los desgarramientos del corazón; concentrando en mí mismo, yo me agotaba en razonamientos para consolarme a mí mismo; acusaba a mi debilidad, condenaba a mi sensibilidad, respondía a sus quejas, imaginaba socorros, concebía esperanzas, y olvidaba, Señor, que mi única esperanza en los días de la aflicción, eres Tú. "Spes mea in die afflictionis" ("Tú eres mi esperanza en el día de la aflicción". Jer. XVII,17).

Sí, Dios mío, tú lo has dicho, y no puedes engañarnos: soy yo, soy yo mismo quien os consolará, "Ego, Ego ipse consolabor vos". ("Yo, Yo mismo os consolaré". Is. LI,12). ¡Qué promesa! ¡Qué consolador!¡mis hermanos! Tener por garantía de consuelo la palabra de un Dios! ¡ser consolado por un Dios! ¿Hay un consuelo más sólido? Hay un consuelo más perfecto? Si yo dijera a aquel desventurado, sepultado en las tinieblas de un infecto calabozo: hermano mío, ten paciencia, tus hierros se van a romper; un día más, y verás de nuevo la luz, volverás a la sociedad de tus amigos, te presentarás con mayor honor, gozarás de una paz inalterable. ¡Qué alegría, mi querido oyente!¡qué consuelo se derramará por mi alma! ¡Con qué reconocimiento escucharía mi voz, con qué efusión de corazón bendeciría sus cadenas!

¡Pues bien! Lo que digo a las almas afligidas, lo digo de parte de Dios:¡consolaos!, ¡consolaos! Mirad al Señor que viene con poder, trae consigo las recompensas; trae en sus manos el pago de vuestros sufrimientos: "Consolamini, consolamini. Ecce Dominus in fortítudine vence et ecce merces ejus cum eo." (Is. XL,1,10). Consolaos, almas perseguidas. El reino de los cielos está cerca, y os pertenece a vosotros. Consolaos almas humilladas, un momento, y seréis tan elevadas cuanto habéis sido abajadas. Consolaos, ¡oh! fieles que Dios prueba mediante las tentaciones. Pronto recibiréis la corona de vida que ha prometido a los que las sufren con amor. Pobres de Jesucristo, vosotros que sufrís el hambre, vosotros que lloráis ahora, consolaos, no está lejano el tiempo en que un Dios rico en misericordia os consolara con sus riquezas de gloria, en que seréis saciados con un pan celestial, en que vuestra tristeza se cambiará en un gozo que no se os arrebatará jamás. Consolaos, en fin, vosotros todos, cualesquiera que sean vuestras penas. Este es el consolador que os tiende los brazos. El es quien os dice: "Venid a mí, y yo os consolaré" (Mat. XI, 28 - Is. LI,12). ¡Oh! Jesús, ¿a quién iríamos? Tu tienes palabras de vida eterna (Juan VI,68), las únicas capaces de consolarnos perfectamente.

Sé, mis queridos oyentes, que mientras habitemos en un cuerpo mortal, gemiremos, como dice el Apóstol, bajo el peso de la casa de barro. (Rom. VII,23 - II Cor. V, I-2). Sé que no hay aquí consuelo sin mezcla. El sufrimiento es siempre un mal. Las aflicciones son siempre penas, pero qué liviano es este mal, que consoladoras estas penas, cuando se toma de mira el bien soberano, el reposo sin fin que nos procuran! Una eternidad de ventura! Una eternidad de gloria! Una eternidad de delicias! ¡Oh! almas que sufrís, ¿tenéis acaso un corazón, si no quedáis conmovidas? ¿Tenéis acaso la fe, si no sois consoladas? Sufrís en paz los más dolorosos tratamientos para conservar por unos años de una vida pasajera. Soportáis con satisfacción trabajos, fatigas, molestias innumerables para lograr beneficios perecederos: vanos honores, una frágil reputación; y la expectativa de la eternidad, la vista de un tesoro incorruptible, la promesa de una gloria infinita, no podrían nada sobre vuestro corazón?

¡Oh! religión santa, ¿es acaso propio de cristianos el desconocer vuestro poder sobre los corazones afligidos? ¿No sois vos acaso la que habéis colmado de gozo a los Discípulos del Salvador, porque fueron juzgados dignos de sufrir, oprobios por su nombre? ¿ No sois acaso vos la que habéis puesto en la boca de S. Pablo esas palabras conmovedoras, salidas del fondo de su alma: "estoy lleno de consuelo, decía, gusto un placer indecible, me estremezco de alegría, nado en el torrente de delicias en medio de mis aflicciones. "Superabundo gaudio in omni Tribulationes nostra." (II Cor. VII,4). ¿ No sois acaso vos, la que habéis impreso en la frente de los mártires ese gozo radiante que atraía la admiración de sus verdugos? ¿ No sois acaso vos la que los hacíais correr el encuentro de las torturas, que les inspirabais el deseo de prolongar sus tormentos para aumentar su felicidad? ¿No sois acaso vos, por fin, la que derramáis una unción mil veces más dulce que todas las dulzuras del mundo, en aquella alma fiel que depone sus penas al pie de los altares, que mezcla sus suspiros a los gemidos inefables del Espíritu Consolador (Rom. VIII,26), que recibe en su seno la Víctima inmolada para nuestro eterno consuelo? ¡Oh! Religión consoladora, si no hubierais bajado a la tierra para santificamos, la necesidad de nuestros corazones os llamaría para consolarnos.

He aquí, mis queridos oyentes, toda la ciencia del verdadero consuelo. Sepamos sufrir, seremos felices; el mundo no busca sino sus placeres, y sus esfuerzos son a menudo inútiles. El mundo gusta a veces placeres, y los gozos vienen siempre seguidos de pesares. El cristiano, al contrario, no encuentra por todas partes sino ocasiones de sufrir, y sus penas nunca son sin consuelo. Dejemos pues a los ciegos hijos del siglo gloriarse de sus funestas ventajas; nosotros, que somos hijos de la luz, no nos gloriemos sino de la Cruz de Jesucristo (Gal. VI, 14).¡Oh! Cruz de mi Salvador! seréis en adelante mi único recurso, serviréis a mi alma como de un ancla firme y segura en la tempestad de aflicciones; los que quieren correr a su pérdida pueden bien considerarte una locura; para mí que quiero salvarte, seréis la sabiduría y la fuerza de Dios (1 Cor, I,18). No me contentaré con reverenciaros sobre los altares. No me limitaré a trazar sobre mí vuestro signo de bendición: os imprimiré en mis entrañas, os colocaré sobre el altar de mi corazón. Allí, como sobre otro Calvario, es donde os honraré por mis sufrimientos, bien convencido de que, después de haber sido el objeto de mi culto en la Jerusalem terrestre, os convertiréis en el objeto de mis homenajes eternos en la Jerusalem celestial. Así sea.
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