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1.La prosperidad es incompatible con la felicidad del hombre. Es demasiado débil para soportarla, está demasiado corrompido para no abusar de ella, y siempre abusa para su desgracia. ¿Qué cosa nos vuelve desventurados, mis hermanos? Son las pasiones que nos tiranizan, los vicios que infectan nuestros corazones, los pecados que ensucian nuestra alma. Ahora bien, es la prosperidad la que pone en acción estos instrumentos de nuestro mal. De la prosperidad es de dónde seca el mal su resorte y su energía; la prosperidad es la que alimenta nuestras pasiones, la que las hace fuertes, las inflama, y que nos consume; la prosperidad es la que vuelve atrevido al vicio, la que le da iniciativa y lo hace indomable. Un mortal, ebrio con sus favores, no sabe ya de freno ni de límites. Cree que todo le está permitido, no sabe qué cosa es sonrojarse. En fin, de la prosperidad es de donde nace todos los pecados, hijos del orgullo y de la depravación del corazón. Todas las cumbres de la presunción, todos los delirios de la vanidad, todos los excesos del amor propio, todos los refinamientos de la voluptuosidad, todas las delicadezas de la carne, todos los desbordes de la sensualidad, son obra suya. No participan a las aflicciones de los hombres, dice el Rey Profeta, eso es lo que los hace soberbios. Sus crímenes son el fruto de su abundancia. Ella los entrega a todo el furor de las pasiones: "In labore hominum non sunt: ideo tenuit eos superbia. Prodest quasi ex adipe iniquitas eorum, transierunt in affectum cordis". Es una verdad que aflige, pero que es confirmada por una experiencia cotidiana. Mirad en torno vuestro, mis hermanos, ved dónde reina la iniquidad en todo su esplendor, con todos sus escándalos. No es ciertamente en esta humilde choza donde habita el indigente. Allí no aparece nada que pueda alimentar el vicio, en ella no se escucha sino el clamor de la escasez, ni se observa otro goce que el de la buena conciencia. No en esos estados penosos, en que un trabajo continuo es salvaguardia de la inocencia, donde las jornadas prolongadas por la fatiga se deslizan con simplicidad, donde el mayor mal es el deseo ilusorio de una suerte más afortunada. No, por fin, en esas condiciones medianas, donde una igual distancia de la opulencia y de la miseria, donde una cierta mezcla de felicidad y de adversidad, de éxito y de fracaso están llamando continuamente a la modestia, a la frugalidad. a la temperancia, a la regularidad. No, mis queridos oyentes, no hay que acusar a la indigencia ni a la medianía de los excesos irritantes que deshonoran al cristianismo de nuestros días. Al contrario, en esta clase de hombres desdeñados por la riqueza, despreciados por el orgullo, desechados por la ostentación, es donde parece haberse refugiado la santa virtud. Allí es donde se encuentra todavía una moral, una probidad, una religiosidad. No hay duda de que se halla en ella frecuencia, que son patrimonio de la humanidad; se descubre prevaricaciones porque el yugo del pecado pesa sobre todos los hijos de Adán, pero queda para los ricos del siglo, para los afortunados de la tierra, mostrarnos las pasiones en su verdadero elemento, el vicio en toda su deformidad, el crimen en toda su impudencia. No digo que las ventajas de la prosperidad no pueden en absoluto juntarse, con la situación del hombre de bien. Son dones de Dios, que jamás ha creído pérfidos; pero digo que esta unión es bien difícil, digo que es menester usar poderosos preservativos para premunirse de tan poderoso veneno. Digo por fin que esos preservativos no se encuentran sino en la aflicción. Israel, cebado, como dice la Escritura, con los bienes del Altísimo, abandonó pronto a su Benefactor, y no volvió a El sino por la vía de las calamidades. David presuntuoso, cruel, impúdico en la prosperidad, no reconoció su pecado sino cuando la mano del Señor lo hubo golpeado. Manasés, armado de la autoridad que todo lo puede, no sabe sino de excesos; rodeado de éxitos que no debe sino a Dios, los volvió contra Dios mismo, todos sus pasos están marcados por atrocidades, toda su conducta es una serie de abominaciones, un golpe del cielo hace de él otro hombre; un revés de la fortuna ha domado esa alma feroz, y el que fue un tirano sanguinario, se transformó en el modelo de los buenos reyes. El que fue, para Israel motivo de escándalo, se convirtió en ejemplo de piedad para todas las almas. ¡Ah! ¡mis, hermanos! ¡Cuántos Davides hay en el mundo! ¡Cuántos Manasés en todos los estados! ¡Qué de hombres viciosos por obra de los honores, que basta hacer descender para hacerlos virtuosos! ¡Qué de mortales cegados por el falso brillo de los placeres del siglo, que no abren los ojos sino a la antorcha encendida en la hoguera de la tribulación! Sólo la amargura de las aflicciones puede corregir la mortal dulzura de los goces de la tierra. Las verdaderas dulzuras, la dicha sólida no existen sino en la virtud, y la prosperidad es la tumba de la virtud. Ella borra hasta las huellas de ese fuego que da la vida a nuestras almas. Todo se enerva, todo languidece, todo se destruye bajo su funesta influencia. Este hombre que la fortuna ha elevado súbitamente, se ha vuelto irreconocible, esclavo de las más vergonzosas pasiones, no salva ya ni siquiera las apariencias: modesto en la humillación, generoso, compasivo, religioso, todo ha cambiado con su rango; se ha vuelto despectivo, duro, despiadado, impío, ¿qué se deberá hacer para volverlo semejante a su primer retrato? Un paso en falso, una desgracia, un accidente enojoso, una humillación. Esta persona más piadosa que afortunada, trascurría en la inocencia días serenos y tranquilos. En la edad de las pasiones era virtuosa, sus cualidades exteriores embellecían su virtud, sin exponerla a la seducción. Huía del mundo, y el mundo la respetaba. De pronto, el enemigo de su felicidad, disfrazado bajo el nombre de fortuna se apodera de su corazón, un enlace pretendidamente ventajoso la instala en la comunidad, y la comunidad la arroja en los placeres, en el lujo, en la vanidad, en el crimen. Afortunadamente, la gracia que vela por su destino no la ha abandonado; una enfermedad ajará esa frágil belleza, un incendio devorará esa casa de delicias, una quiebra, la pérdida de un proceso secará la fuente de esa abundancia mortífera, y la que decía a su alma: tienes riquezas para mucho tiempo, come, bebe, diviértete, ya no se alimentará sino de sus lágrimas, y la mano de Dios oculta bajo estos acontecimientos imprevistos, bendecirá esos lloros, y allí donde abundaba la iniquidad, sobreabundará la caridad; esto es, mis hermanos, lo que sucede todos los días: y los hombres corren tras de esos bienes malhechores, y cristianos temen la bienhechora adversidad. ¿Ignoran acaso el verdadero secreto de la felicidad? No se la encuentra sino en la pureza del alma, en la bondad del corazón, y la aflicción es la que la purifica, y la prosperidad la que la corrompe. Ved al mal rico: la prosperidad no lo vuelve culpable solamente, además ahoga en él hasta el sentimiento más natural en el hombre, y más digno del hombre, más suave a su corazón; hablo del que nace de esta preciosa sensibilidad, de este germen divino que llevamos en el fondo de nosotros mismos, que circula en nuestros miembros con la sangre, que desgarra mis entrañas al ver a un ser que sufre, que hace temblar el corazón cuando he podido aliviarlo; hablo de ese sentimiento celestial que, conducido por la fe, sostenido por la esperanza, santificado por la caridad, se convierte en el principio de las virtudes más heroicas. ¡Oh sensibilidad! ¡encanto de los corazones buenos! ¡Dios mío! dejadme este bien, y privadme, si es necesario, de todos los demás! Almas sensibles, vosotras aprobáis mis palabras, vosotras aplaudís mis augurios. Jamás, no, jamás habéis gustado goces más puros, más deliciosos que los que manan de este océano de bendiciones. ¿Y a qué debéis esta ventura? No lo dudéis: a las aflicciones. Se debe haber sufrido para enternecerse del mal de los hermanos. El Lázaro devorado por las llagas es aliviado por viles animales, mientras el hombre vestido de púrpura no se digna mirarlo. Las migajas que caen de la mesa del hombre del buen comer bastaban para alimentar al desventurado en su tormento, y este menguado socorro le es negado. ¡Ah! un día vendrá en que se abrirán sus ojos, y no deberá esta claridad tardía sino al sufrimiento, pero al sufrimiento que jamás termina. Entonces el mortal con fortuna maldecirá los días que ha pesado en los goces, entonces el miserable que se lamentaba a su puerta, bendecirá todos los momentos en que fue afligido. ¡Oh! Padre de Misericordias, vos sólo conocéis lo que nos es ventajoso; vos sólo trabajáis eficazmente por nuestra felicidad; a justo título sois llamado Dios de todo consuelo, y afligiéndonos es como mejor lo probáis: vuestros golpes son gracias, vuestra aflicción un manantial de felicidad; golpead púes Señor, afligidos en este mundo, con tal de que nos consueles en la eternidad. ¡Oh! vosotros que sufrís, tened valor; si el peso de la adversidad os agobia, pensad en la carga mil veces más pesada de que os libera, pensad en los pecados de que os preserva, en los remordimientos que os ahorra; pensad que no os resulta ventajoso, digo más, no es permitido vivir sin aflicción. 2. El pecado es el que ha introducido la aflicción en el mundo, y del pecado viene la obligación de soportarla. El primer hombre nos ha dejado esta triste herencia, Y a ninguno de sus hijos es permitido renunciar a ella. Los más grandes santos están obligados a sufrir, porque todos han sido pecadores, y si Dios puede afligir a sus amigos, ¿qué no debe a sus enemigos? ¿Si puede cargar la mano a los que lo adoran, por qué la ha de sujetar sobre la cabeza del culpable que lo ultraja? No, mis queridos oyentes, las aflicciones no deben sernos ya extrañas. Una ley irrevocable ha determinado nuestros deberes: hemos pecado, y el pecador no merece sino castigos, no tendrá sino tormentos. No digáis púes en los grilletes de la adversidad: mis penas son excesivas, yo no sería capaz de soportar los reveses. Nada he hecho para merecer este pesar. Decid más bien: ¡Oh misericordia de mi Dios que me castiga para sanarme, que me aflige para salvarme! ¡Misericordias Domini quia non sumus consumpti! (¡Misericordia del Señor es que no estamos destruidos!). Dios es justo, y su justicia tiene que castigarnos. Dios es justo, y su justicia no puede imponernos castigos demasiado rigurosos. ¿Habéis merecido ser heridos con la espada de su furor, y no os ha hecho sentir sino la vara de la equidad; habéis merecido el infierno, y qué son vuestros sufrimientos comparados al infierno? ¡Ah! ¡Cristianos! no pondríamos en duda la obligación de sufrir, si pensaremos una que otra vez en las causas por qué sufrimos. Los males pasajeros de esta vida nos parecerían bien livianos si pensáramos mas a menudo en las penas de la vida futura. Estáis abrumados de flaquezas, una salud brillante, de que habíais gozado por largo tiempo, no os ha dejado sino el recuerdo amargo de vuestra antigua ventura; gemís por vuestra situación, vuestro pesar es extremado; pero, ¿os es permitido acaso echar de menos un bien de que habéis con tanta frecuencia abusado? ¿Os es permitido lamentaros de un mal que os habéis atraído por vuestra sensualidad, por vuestra intemperancia, por vuestros excesos? ¿De un mal que, incluso suponiéndole una causa inocente, no guarda alguna proporción con la pena debida a vuestros pecados? Si vuestros dolores son punzantes, transportaos en el pensamiento al porvenir. Descended en espíritu a ese abismo donde no hay más qué llanto y rechinar de dientes. ¿Allí es donde vuestro lugar estaba designado; debíais ser precipitados para siempre a aquel lugar de horror, y para evitar semejante abismo encontraríais que algún sufrimiento es demasiado cruel? Un enemigo furioso os persigue, un calumniador atroz ha marchitado vuestro honor; la intemperie de la estación os ha reducido a la estrechez, la muerte de un protector ha arruinado vuestras esperanzas; una sola de estas desgracias sería motivo de grande aflicción, y todas a la vez han caído sobre vos. Vuestra situación, querido oyente, es deplorable, pero, ¿porqué os veo entristecido en vuestras desgracias, sin buscar su principio? Lloráis, y no lloráis vuestros pecados, que son la verdadera causa. Por el contrario, los multiplicáis con vuestra murmuración; los agraváis por vuestra impaciencia, y colmáis su medida con una impotente desesperación. ¡Oh hombres afligidos, convenceos de la justicia de vuestro destino! Sufrir es nuestro primer deber, es una deuda que hemos contraído al nacer, que aumenta todos los días de nuestra vida, que hay que pagar hasta la muerte. ¡Felices entonces si el Salvador decide abolir el decreto de nuestra condenación, fijándolo a su Cruz! ¡Ay! mis hermanos, si no hubiéramos cometido sino un sólo pecado mortal, seríamos dignos de todos sus rigores. Madre llorosa, tierna esposa, amigo generoso, esta es la respuesta, a nuestros lamentos. Habéis perdido los más querido que teníais en el mundo, vuestro corazón ha recibido una herida que no se cerrará sino en la tumba. Líbreme Dios de condenar una aflicción tan legítima; la naturaleza tiene derechos que la religión no puede desconocer, pero sólo la fe nos enseña toda la verdad toda la verdad, de ella es de quien aprenderéis a remontar hasta la mano que os ha herido. Descended primero a vuestra conciencia: allí está la fuente del mal; allí es donde se ha formado la tormenta que ha estallado sobre vuestra cabeza; de allí es de donde ha partido el dardo que el cielo ha vuelto contra vosotros mismos. Por cierto, si recorriera todas las condiciones sociales, si escudriñara todos los corazones, si interrogara todas las conciencias, no encontraría en total sino personas afligidas, y ni una sola que lo haya merecido. Recibid púes, mis queridos oyentes, recibid las tribulaciones como el justo castigo de vuestras iniquidades; recibidas como un flagelo de que no os es útil liberaros. Aun cuando estuviereis dispensados de soportarlo a título de justicia, el reconocimiento os haría un deber de ello, porque, en tercer lugar, no es conveniente que seáis exentos de la aflicción. En efecto, hermanos míos,¿convendría a un cristiano ser mejor tratado que Jesucristo? ¿Es acaso el discípulo más que su Maestro? ¿ El siervo más que su Señor? Los miembros, pueden .ser mas privilegiados que su Cabeza? ¿Jesucristo, Hombre-Dios ha sufrido, y nosotros nos creeríamos dispensados de sufrir? ¿ Sufrió un infame suplicio, y nosotros tendríamos derecho a evitar la más ligera incomodidad? ¿El ha sufrido por nosotros, y nosotros no tendríamos nada que sufrir por su amor? ¿Ha sufrido como modelo nuestro, y nosotros nos negaríamos a imitarlo? ¡Ah! lejos de nosotros esos sentimientos indignos del nombre que llevamos. ¡Sería extraño que un Dios crucificado tuviera por adoradores a hombres que aborrecen la Cruz! ¡Que un Dios que no tenía dónde reposar su cabeza, considerara como discípulos suyos a quienes tienen las privaciones de la indigencia como una desgracia, que un Dios muerto entre dos malhechores reconozca como hijos suyos a cristianos que se desesperan por el menor ultraje! ¿No es vergonzoso, - dice S. Bernardo- ver miembros delicados, bajo una cabeza coronada de espinas? ¿Y de qué nos quejamos? ¿Nuestros males, han igualado acaso los del Hijo de Dios? ¿Tenéis grandes penas en vuestro estado, vuestros días son un tejido disgustos, se siembra a vuestro paso contrariedades de toda especie, hijos desnaturalizados os pagan con la ingratitud, un marido derrochador os arruina, una esposa desordenada os ha cubierto de ignominia, pero, se os ha traicionado, vendido, entregado en manos de asesinos? ¿Se os ha despojado para cubriros de un vestido de oprobio? ¿Se os ha arrastrado por las calles como a un criminal? Un insulto considerado grave, una afrenta tal vez bien merecida, pérdidas, injusticias han agriado vuestro humor; estalláis en invectivas, exigís reparaciones, habláis de venganza, estáis desolados. Pero Jesucristo ha recibido bofetadas sin perder su dulzura; se le escupió a la cara y guardó silencio; le dieron de palos, y no se vengó; se le condenó injustamente, y no reclamó. Han derramado toda su sangre, y El ha rogado por quienes lo hacían. ¡Ay! Mi querido oyente,¿podemos llevar cuenta de lo que sufrimos cuando damos una mirada al Calvario? ¡Ah! Me parece oír desde lo alto de ese lugar de sufrimiento, me parece oír a este divino Salvador dirigir a cada uno de nosotros el conmovedor reproche que un jefe idólatra, tendido sobre carbones ardientes, dirigía a un servidor que se quejaba al lado suyo (que esta asociación no os escandalice, hermanos, que no pretendo establecer comparación): ¿Y yo, dijo el héroe martirizado, estoy acaso en un lecho de rosas? ¡Oh! hijos míos, sufrís, estáis en la angustia,¿y yo, estoy acaso en esta cruz en un lecho de descanso? Los hombres os abandonan en vuestra aflicción,¿y yo, no estoy acaso abandonado por mi padre? Se insulta vuestra angustia, se añade nuevas heridas a las que ya hacen sangrar vuestro corazón, ¿y yo, he encontrado compasión en mis enemigos?¿experimenté alivio de parte de mis verdugos? ¡Oh! vosotros todos que sois testigos de mi situación, ¿fijaos bien y ved si hay dolor semejante a mi dolor?¡0 vos omnes qui transitis per viam, attendite et videte si est dolor sicut dolor meus! Por cierto, con toda razón el Profeta llama al Hijo de Dios "Varón de dolores". No hay género alguno de sufrimiento, que no haya atormentado su cuerpo. No hay especie alguna de aflicción de que su alma no haya sido presa; y, ¿por quién ha sufrido? Porque él era inocente. Por nosotros, hermanos, que somos culpables, para sanarnos con sus heridas, para lavarnos de nuestras manchas con su sangre. ¡Y resistimos cuando tenemos que sufrir! ¡ Murmuramos cuando se nos aflige! Supongo, querido oyente, que un amigo muy querido, se haga víctima por él amor que os tiene; supongo que, fiel a los sentimientos que os ha consagrado, los conserva hasta en los tormentos; vos sois quién los ha merecido, y él es quién los padece; antes que traicionaros, soporta los suplicios más terribles; y vos, testigo de ese espectáculo, veis correr la sangre, desgarrar sus miembros, escucháis su último suspiro. ¡Ahí hermano mío! ¿seríais entonces demasiado sensible a las más aplastantes desgracias? ¿Encontraríais entonces insoportable el agotamiento del hambre, los ardores de la sed, el aniquilamiento de la miseria? ¿Os sentiríais entonces desgraciado en medió de los más justos motivos de aflicción? No, tengo mejor opinión de vuestro corazón; la imagen de vuestro amigo en el sufrimiento no se borraría jamas de él; no os alimentaríais ya sino de un pan de dolor, no beberíais sino vuestras lágrimas; vuestra existencia se convertiría, por elección una cadena de tribulaciones. ¡Pues bien! He aquí el modelo del retrato que os he trazado. En este altar es donde reposa el Amigo Divino que ha llevado vuestras iniquidades, que ha cargado con vuestros dolores, que ha sido deshecho por nuestros crímenes. Jesucristo es quien nos ha dado el ejemplo único de un amor que el sentimiento humano no alcanzará jamás. ¿Qué reconocimiento, mis hermanos, nos aconseja tal beneficio? ¿Y el reconocimiento hacia un Dios que ha sufrido por nosotros, no está acaso toda entera en el sufrimiento? No se lo agrada sino imitándolo. No se lo imita sino por el sufrimiento; hay que asemejársele para ser digno de sus beneficios. No nos asemejamos a El sino por las aflicciones. Nuestra semejanza con El no es sólo un deber de reconocimiento: ella es el fundamento de nuestra salvación; no reinaremos jamás con Jesucristo, si no sufrimos con El: si tamen compatimur, ut et conglorificemur (si padecemos con El, es para ser con El glorificados) (Rom. VIII,17) Y lo que es esencial de hacer notar, las aflicciones pasajeras e insuperables de nuestra naturaleza, no bastan para conducirnos al reino celeste, tenemos que abrirnos su entrada a través de penas cotidianas, a través de tribulaciones continuas: per multas tribulationes oportet nos intrare in regnum Dei (tenemos que entrar en el reino de Dios a través de muchas tribulaciones) Ac. XIV,22. ¡Qué condiciones tan duras! Y esto no es todo: aun cuando sufriereis todo lo que las fuerzas humanas son capaces de soportar, no habréis hecho nada por vuestra felicidad, si no sufrís cristianamente: tema de mi Segunda Parte. Segunda parte ¡Qué desgraciado se es cuando se llora sin esperanza de ser consolado! ¡Sufrir sin encontrar mitigación a sus penas, sufrir sin esperar compensaciones de sus sufrimientos! ¡Qué situación, hermanos míos! Y es la vuestra, querido oyente que sufrís, y que no sufrís cristianamente. La naturaleza es aquí muy débil, la razón es insuficiente. Se necesita otros recursos que no se encuentra sino en la fe; se necesita otros expedientes que no se saca sino de la esperanza. La gracia es la que da precio al sufrimiento. La recompensa prometida al buen uso de la gracia es la que consuela a las almas afligidas; sólo la religión puede hacer meritorio el sufrimiento, porque ella sola inspira los verdaderos sentimientos con que los hemos de acoger. Sólo la religión puede hacer consolador al sufrimiento, porque ella sola proporciona los medios de consuelo necesario para soportarlo. |