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b. Patrick Bradley ss.cc. Nuestra vocación y misión SS.CC. a la luz de nuestras nuevas Constituciones (20 Octubre 1992) I. Nota histórica Las primeras Constituciones de la Congregación fueron aprobadas el 20 de Diciembre de 1816, en Asamblea Plenaria de la Sagrada Congregación de Obispos y Regulares. Y fueron confirmadas por el Papa Pío VII, en Audiencia del 10 de Enero de 1817, para gran alegría del Buen Padre y de toda la Congregación. A pesar de sus claras lagunas, las Constituciones eran consideradas como un camino de perfección inspirado por el Evangelio y por la Regla de San Benito. Tal como fueron redactadas, las primeras Constituciones expresan la estructura esencial del nuevo Instituto, es decir, una Congregación de dos ramas. El fin de la fundación, y los medios para alcanzarlo, se definen en el título y en el Capítulo Preliminar de las primeras Constituciones. (Dicho Capítulo Preliminar ha sido incorporado en la edición de las nuevas Constituciones). La Bula Pastor Aeternus, fechada el 17 de noviembre de 1817, aunque no añade nada nuevo al texto de las Constituciones previamente aprobado, daba al texto un carácter de aprobación solemne, necesario entonces para el reconocimiento por parte de los Obispos franceses. Los Capítulos Generales de 1819 y 1824 completaron la Regla de 1817, precisando algunos puntos de las primeras Constituciones. La Sagrada Congregación de Obispos y Regulares aprobó estas nuevas disposiciones y el Papa León XII las confirmó el 26 de Agosto de 1825. A pesar del gran esfuerzo por dar a las Constituciones un orden más lógico, revisando, corrigiendo y completando la primera regla, el Capítulo General de 1838 ofreció a los hermanos una regla — aprobada por Gregorio XVI — sustancialmente idéntica a la de los Fundadores, que continuó en vigor hasta 1909. El Capítulo General de 1908 modificó el texto de las Constituciones introduciendo artículos sobre la organización de las Provincias. La Santa Sede pidió que se hicieran algunos cambios a tenor de los nuevos Decretos sobre el noviciado, admisión a la profesión, introducción de votos temporales por tres años y administración de bienes temporales. Hechos los cambios pertinentes, el 5 de abril de 1909, Pío X daba su aprobación a la nueva regla de los hermanos. El nuevo código de Derecho Canónico entró en vigor en 1917 y fue el P. Flavien Prat, con su Consejo, quien emprendió el trabajo de adaptar nuestra regla a la nueva ley de la Iglesia. La Santa Sede aprobó esta nueva regla el 14 de Febrero de 1928. Una generación después, «el Capítulo General de 1953 decidió una refundición de la Regla, dejando al Superior General el cuidado de nombrar una Comisión para este fin. Después del Capítulo de 1958, que tomó posiciones respecto a algunas cuestiones de principio y, gracias a la colaboración creciente de las Provincias, fueron redactados tres proyectos consecutivos en 1960, 1962 y 1963. El último de estos tres proyectos fue sometido una vez más al estudio de las Provincias, antes de servir de base de discusión en el Capítulo General, que tuvo lugar en Roma del 22 de Agosto al 24 de Octubre de 1964» (Decreto de promulgación, 26/05/1966). Estas nuevas Constituciones fueron aprobadas por la Congregación de Religiosos el 26 de Mayo de 1966. «El Concilio abría durante este período nuevos horizontes... Durante la celebración del último Capítulo General, el Concilio no había terminado sus deliberaciones. Tuvimos, pues, que contentarnos con seguir las orientaciones generales, sin conocer con certeza los puntos concretos de la Vida Religiosa que deberían ser renovados y adaptados según los textos conciliares» (Ibid). Como todos sabemos, el Vaticano II cambió profundamente nuestra visión de la Iglesia y del mundo y, con ello, nuestra comprensión de la vida religiosa. Poco después de ser promulgadas nuestras Constituciones, Pablo VI publicó Ecclesiae Sanctae — Normas para la puesta en práctica del Decreto sobre la Renovación de la Vida Religiosa —. Este documento pedía a las Congregaciones Religiosas que celebraran un Capítulo General Especial, al que debería seguir un período de experiencias. La SCRIS nos permitió posponer el Capítulo Especial hasta 1970, dado que nuestras Constituciones acababan de ser aprobadas en 1966. De hecho todo iba muy rápido. Se manifestó en estos años un fuerte movimiento de descentralización. Los recién inaugurados Capítulos provinciales comenzaron a regular más y más la vida de las Provincias. Existía, sin embargo, una fuerte conciencia de pertenecer a una comunidad internacional, de compartir el mismo carisma y de tener una misión común. Radicaba aquí un gran desafío: encontrar un sano equilibrio entre las necesidades de una comunidad internacional con su identidad propia y el compromiso de nuestras comunidades provinciales con las Iglesias locales y las culturas. El Capítulo General de 1970 tomó cuenta de esta problemática; exhortó a todos los miembros de la Congregación a vivir según las orientaciones generales de las Constituciones de 1966 y juzgó necesario prolongar el tiempo de experiencias hasta el siguiente Capítulo. El Capítulo General de 1976, a su vez, manifestó el deseo de prolongar el tiempo de experiencias hasta el Capítulo de 1982. En la Asamblea de Superiores Mayores -Enero de 1981- se planteó la siguiente pregunta: ¿Deberíamos optar por unas Constituciones totalmente nuevas o, simplemente, por una revisión de las Constituciones de 1966? La Asamblea se inclinó por la revisión. Sin embargo, cuando el texto revisado -con la incorporación de todos los cambios de legislación desde 1964- fue examinado en el Capítulo de 1982, se descubrió una recopilación excesivamente jurídica, fría y sin vida. En consecuencia, el Capítulo General de 1982 ordenó una refundición totalmente nueva. No pretendo entrar en una historia pormenorizada de la redacción de las nuevas Constituciones. Baste decir que el Gobierno General solicitó autorización del Vaticano para aplazar la presentación del texto definitivo hasta el Capítulo de 1988, de tal forma que el contenido de las nuevas Constituciones «no sólo fuera estudiado sino experimentado en la vida de los hermanos y de las comunidades» (Patrick Bradley, ss.cc., Carta al Cardenal Pironio, 16/12/1982). Esperábamos que el proceso y trabajo de elaboración de las mismas fueran un foco de luz proyectado sobre la misión y una buena ocasión para que todos pudieran repensar su vocación a la luz de las prioridades del Capítulo de 1982. La comunidad se enfrentaba al desafío de «reasumir, repensar, renovar y reformular nuestra vocación» (Patrick Bradley ss.cc., Carta a los hermanos, 17/02/ 1983). Se esperaba que cada uno pudiera redescubrir lo que significa ser hoy religioso de los Sagrados Corazones, así como nuestros Fundadores y predecesores fueron religiosos ss.cc. en su tiempo. Se pidió a los hermanos y comunidades la más plena participación en el programa delineado, con el fin de descubrir entre todos lo que el Espíritu nos estaba diciendo por los hermanos; todo ello con la finalidad de convertirnos en testigos creíbles del Evangelio en nuestros días. La Comisión de Constituciones hizo un excelente trabajo de organización, documentación y síntesis de las reflexiones provenientes de los hermanos, tomando en consideración las observaciones hechas tanto por personas concretas, como por las Conferencias Continentales y la Asamblea de Superiores Mayores de 1986. La Congregación entera tuvo la oportunidad sin precedentes de expresarse, llegando al Capítulo de 1988 con un texto borrador, aceptado por el mismo como un buen documento de trabajo. Después de más de tres semanas de deliberaciones y diálogo en que los capitulares hicieron las enmiendas y cambios que juzgaron convenientes, se nombró una Comisión de Redacción que preparara el texto definitivo y lo enviara al Gobierno General. Revisado una vez más, el Gobierno General, con fecha 29 de Mayo de 1989, presentó su redacción definitiva a la Santa Sede. En carta del 3 de Mayo de 1990 recibimos las observaciones de la Santa Sede. El Gobierno General las estudió, y después de un diálogo positivo y cordial con la Congregación de Religiosos, recibimos el Decreto de Aprobación de nuestras nuevas Constituciones en la fiesta de Nuestra Señora Reina de la Paz, el 9 de Julio de 1990. Como creo que dicho texto puede ser un instrumento valioso para la animación e incluso para una profunda renovación de nuestra vida religiosa, me gustaría compartir con vosotros, por medio de esta carta, algunas ideas sobre la importancia de estas nuevas Constituciones, así como sobre los valores que contienen y la forma de utilizarlas adecuadamente. Guía de trabajo personal y autoevaluación Cuarta unidad 1. Toda intuición espiritual y apostólica, necesita organización para perdurar en el tiempo, y entenderse conservando su espíritu. ¿Conocías algo de la nuestra? Puedes profundizar leyendo algunos autores que están en la bibliografía? 2. Tienes tus Constituciones y la Regla de Vida. ¿Conoces la diferencia entre ambas? ¿Las profundas semejanzas en el contenido esencial y en las expresiones? Saca tus conclusiones. 3. Para preparar momentos de adoración comunitaria puedes buscar textos de la escritura con los cuales ir iluminando la lectura y la oración de nuestros documentos propios. V Anexo de Documentos Históricos Se ofrecen a continuación algunos textos que son significativos en nuestra historia como congregación: 1. P. José María Coudrin, Sermón sobre el sufrimiento (1790-1791) 2. P. José María Coudrin, Sermón sobre la fe (1794-1799) 3. Reglamento dispuesto por el Buen Padre (1797) 4. A los Vicarios Capitulares de Poitiers (17 junio 1800) 5. Súplica al Papa (1800) 6. P. Hilarión Lucas, Algunas observaciones acerca del R. P. José María (1802) 7. “Billets” de la Buena Madre (1800-1803) 8. La intuición educadora de la Buena Madre 9. Primera memoria del P. Hilarión Lucas (7 diciembre 1814) 10. Consejos del Buen Padre sobre educación, a una hermana del pensionado de Picpus en 1815 11. Memoria del Buen Padre sobre el título de Celadores (6 diciembre 1816) 12. Memoria del Buena Padre sobre el título de Adoradores (27 diciembre 1816) ----------------------------------- 1. P. José María Coudrin: Sermón sobre el sufrimiento * Beati qui lugent, quoniam ipsi consolabuntur Dichosos los que sufren, porque ésos van a recibir el consuelo (Mat. V,4) ¡Qué doctrina, hermanos míos! ¡Qué extraña debe parecer a los hombres de poca fe! ¿Habrá muchos de ellos que la sigan? ¿Se encontrará entre ellos al menos quien la sepa estimar? ¿Uno sólo que no muestre ella la más constante oposición? ¿Se ve fácilmente hombres que sufren, entre ellos, se verá alguno que se crea feliz en el sufrimiento? Se ve a muchos cristianos huir de la adversidad, ¿pero creen al hacerlo, alejarse de la fuente de la felicidad? Ay! buscan esa felicidad en una alegría profana, en placeres mundanos, en honores frívolos; y dónde está el que los haya encontrado? Consideran una desgracia el ser afligidos, humillados, despreciados, perseguidos, y esa desgracia no está sino en su impaciencia. ¡Oh hombres engañados! en vano os agitáis en vuestras cadenas, vuestra agitación no puede romperlas, y no sirve sino para haceros sentir toda su opresión, no lograría sino heriros más gravemente! Permaneced en ellas con resignación, llevadlas con paciencia, que este es el arte de aliviar su peso. He aquí el orden de la Providencia y el augurio de la religión. Las aflicciones son necesarias, son inevitables, son ventajosas. La fe nos lo enseña, la experiencia lo confirma. Y al solo nombre de aflicción todos los corazones se oprimen, las almas se sublevan. El mundo nos dice: dichosos los que nadan en la abundancia, dichosos los colmados de riquezas y de honores, dichosos los que pueden abandonarse a todas sus inclinaciones, satisfacer sus gustos, contentar todos sus caprichos. Y esta lección pérfida es recibida sin contradicción. Se la escucha con avidez, se la sigue con transporte. La muchedumbre se precipita sobre esta sombra de felicidad que huye, se la disputa, arrebata, por así decirlo, una vana imagen que brilla con un resplandor engañoso. Y cuando la Escritura nos dice: desgraciados, los ricos, desgraciados los que se entregan al júbilo, desgraciados vosotros que estáis saciados, ¿dónde están los hombres persuadidos de esta verdad? dónde están los que se sienten aterrorizados por estas maldiciones? Sin embargo, mis hermanos, no hay nada que sopesar: hay que elegir entre Cristo y Belial. Si el mundo dice verdad, se engaña el Hijo de Dios, y el Evangelio no es sino un libro de mentiras. Pero semejante suposición os horroriza: sería una blasfemia poner en paragón las palabras de Jesucristo con las de los agentes de Satán. Es por lo tanto incontestable que no son felices sino los que viven en las lágrimas, porque sólo ellos serán consolados: "dichosos los que lloran... No se trata, mis queridos oyentes, de que el sufrimiento opere por sí mismo la felicidad; hay lágrimas infructuosas, hay algunas que Dios desprecia, hay algunas que Él detesta. Antíoco bañó la tierra con sus lloros y Antíoco fue reprobado. El malhechor que sufrió al lado de Jesucristo, no cambió su patíbulo sino por un abismo de dolores, y mientras el compañero de sus crímenes encontraba en este justo suplicio una muerte apacible, seguida de una vida celestial, el desgraciado no encontró en ella sino el espantoso paso del furor de la desesperación a los tormentos del infierno. No basta, por lo tanto, sufrir para ser feliz, hay que sufrir de tal manera, que se merezca ser consolado. No basta sufrir con Jesucristo, sino que hay que sufrir por Jesucristo, hay que sufrir como Jesucristo. Así ha sido corno los santos han sufrido, y ha si o por ese camino que "las aflicciones pasajeras de este mundo les han producido un peso eterno de gloria". (II Cor. IV,17). Suframos pues, ya que es nuestro deber: lo probaré en una primera parte. Pero suframos cristianamente, ya que sólo la religión puede hacer del sufrimiento una fuente de felicidad: tema de la segunda parte. !Oh Jesús! ¿cómo poner en duda la obligación de sufrir, cuando os veo clavado a este instrumento de dolor? !Cuantos deberes me recuerda esta Cruz! !Qué elocuentes es la voz que viene de la sangre que mana de tus llagas, para mi corazón! !Cómo puedo considerar esa cabeza coronada de espinas, cómo puedo mirar esas manos perforadas por los clavos, sin clamar desde el fondo de mis entrañas: ¡Oh Dios! mi Salvador expira en los tormentos, y yo ¿he de rechazar el sufrimiento? El Pontífice inocente ha bebido hasta la hez el cáliz de la amargura, y a mí ¿me han de dispensar de beberlo? ¡Ah! Señor, que el recuerdo de vuestra Pasión no se borre jamás de mi mente: por ella hemos sido rescatados. Sálvanos por su divina virtud, sálvanos por los méritos de vuestro sufrimiento, sálvanos enseñándonos a sufrir, os conjuramos por las últimas muestras de ternura que disteis a la Madre de Dolores, a la Virgen Santa que enjugó vuestras primeras lágrimas y que, después de haber sufrido a vuestro lado en el Calvario, reina hoy día con vos en el ciclo para presentaros los gemidos de las almas afligidas, para recibir el homenaje que le dirigimos repitiendo con el Ángel: Ave María. Primera parte Tenemos que sufrir ... palabra bien dura para la naturaleza, pero suave cuando se la compara a las palabras fulminantes que el Juez de las conciencias debe dirigir a los réprobos. Qué terrible es escucharle: "Id, malditos, al fuego eterno". Y sin embargo hay que resolverse a ello, a menos de resignarse a sufrir aquí abajo. No hay término medio posible, hermanos. En el último día seréis colocados con los cabritos, o en el número de las ovejas. Y el único medio de asociaros a los elegidos, es emplear el recurso de las aflicciones. Será Jesucristo quien nos salvará (Act. IV,12). Sólo El es el camino la verdad y la vida (Juan, XIV,6). Sólo El es nuestra Cabeza (Ef. I,22), nuestro Guía (Mat. 11,6), nuestro modelo (1 Ped. II,21), y no se puede seguir sus huellas sino llevando su cruz (Luc. IX,23). No se puede entrar en la vida sino por la puerta estrecha (Mat. VII,14). No se puede ser discípulo suyo sino renunciando a los hábitos del hombre viejo (Ef. IV,22). El camino de la salvación, en fin, es esencialmente el camino de las tribulaciones (Act. XIV,21). Jesucristo mismo no llegó al Reino de los Cielos sino por el camino del sufrimiento. Ha sido necesario, dice la Escritura, que El sufriera, para entrar en su gloria, (Luc. XXIV,26). ¿Débiles humanos, podríamos tener la pretensión de ser privilegiados? ¿Podríamos creer ser capaces de arrebatar el cielo sin hacernos violencia? ¿Quisiéramos adquirir la felicidad verdadera si que nos costara? No, mis hermanos, no es ni ventajoso, ni permitido, ni conveniente para un cristiano vivir sin aflicciones. No es ventajoso, porque la prosperidad es un flagelo para los hombres corrompidos. No es permitido, porque el hombre pecador no merece sino castigos; no es conveniente, porque un cristiano, rescatado por los sufrimientos de Jesucristo, no debe ser mejor tratado que su Redentor. Desarrollemos estas verdades: |