Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de






descargar 2.07 Mb.
títuloMuchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de
página1/21
fecha de publicación21.07.2015
tamaño2.07 Mb.
tipoDocumentos
m.exam-10.com > Finanzas > Documentos
  1   2   3   4   5   6   7   8   9   ...   21
Gabriel García Márquez

Cien años de soledad

Para Jomi García Ascot

y María Luisa Elio
I

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de

recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces

una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas

que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos

prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para

mencionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia

de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y

timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de

barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquiades, hizo una

truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios

alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el

mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio,

y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse,

y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había

buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades.

«Las cosas, tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de

despertarles el ánima.» José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos

que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible

servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un

hombre honrado, le previno: «Para eso no sirve.» Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel

tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos

lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar

el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. «Muy pronto ha de sobrarnos oro

para empedrar la casa», replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el

acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando

los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró

desenterrar fue una armadura del siglo xv con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido,

cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José

Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura,

encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre

con un rizo de mujer.

En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del tamaño de un

tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos de Amsterdam. Sentaron una

gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el

pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano.

«La ciencia ha eliminado las distancias», pregonaba Melquíades. «Dentro de poco, el hombre

podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa.» Un mediodía

ardiente hicieron una asombrosa demostración con la lupa gigantesca: pusieron un montón de

hierba seca en mitad de la calle y le prendieron fuego mediante la concentración de los rayos

solares. José Arcadio Buendía, que aún no acababa de consolarse por el fracaso de sus imanes,

concibió la idea de utilizar aquel invento como un arma de guerra. Melquíades, otra vez, trató de

disuadirlo. Pero terminó por aceptar los dos lingotes imantados y tres piezas de dinero colonial a

cambio de la lupa. Úrsula lloró de consternación. Aquel dinero formaba parte de un cofre de

monedas de oro que su padre había acumulado en toda una vida de privaciones, y que ella había

enterrado debajo de la cama en espera de una buena ocasión para invertirías. José Arcadio

Buendía no trató siquiera de consolarla, entregado por entero a sus experimentos tácticos con la

abnegación de un científico y aun a riesgo de su propia vida. Tratando de demostrar los efectos

de la lupa en la tropa enemiga, se expuso él mismo a la concentración de los rayos solares y

sufrió quemaduras que se convirtieron en úlceras y tardaron mucho tiempo en sanar. Ante las

protestas de su mujer, alarmada por tan peligrosa inventiva, estuvo a punto de incendiar la casa.

Pasaba largas horas en su cuarto, haciendo cálculos sobre las posibilidades estratégicas de su

arma novedosa, hasta que logró componer un manual de una asombrosa claridad didáctica y un

4

poder de convicción irresistible. Lo envió a las autoridades acompañado de numerosos

testimonios sobre sus experiencias y de varios pliegos de dibujos explicativos, al cuidado de un

mensajero que atravesó la sierra, y se extravió en pantanos desmesurados, remontó ríos

tormentosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la desesperación y la peste,

antes de conseguir una ruta de enlace con las mulas del correo. A pesar de que el viaje a la

capital era en aquel tiempo poco menos que imposible, José Arcadio Buendia prometía intentarlo

tan pronto como se lo ordenara el gobierno, con el fin de hacer demostraciones prácticas de su

invento ante los poderes militares, y adiestrarlos personalmente en las complicadas artes de la

guerra solar. Durante varios años esperó la respuesta. Por último, cansado de esperar, se

lamentó ante Melquíades del fracaso de su iniciativa, y el gitano dio entonces una prueba

convincente de honradez: le devolvió los doblones a cambio de la lupa, y le dejó además unos

mapas portugueses y varios instrumentos de navegación. De su puño y letra escribió una

apretada síntesis de los estudios del monje Hermann, que dejó a su disposición para que pudiera

servirse del astrolabio, la brújula y el sextante. José Arcadio Buendía pasó los largos meses de

lluvia encerrado en un cuartito que construyó en el fondo de la casa para que nadie perturbara

sus experimentos. Habiendo abandonado por completo las obligaciones domésticas, permaneció

noches enteras en el patio vigilando el curso de los astros, y estuvo a punto de contraer una

insolación por tratar de establecer un método exacto para encontrar el mediodía. Cuando se hizo

experto en el uso y manejo de sus instrumentos, tuvo una noción del espacio que le permitió

navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con seres

espléndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete. Fue ésa la época en que adquirió el hábito

de hablar a solas, paseándose por la casa sin hacer caso de nadie, mientras Úrsula y los niños se

partían el espinazo en la huerta cuidando el plátano y la malanga, la yuca y el ñame, la ahuyama

y la berenjena. De pronto, sin ningún anuncio, su actividad febril se interrumpió y fue sustituida

por una especie de fascinación. Estuvo varios días como hechizado, repitiéndose a sí mismo en

voz baja un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar crédito a su propio entendimiento. Por fin,

un martes de diciembre, a la hora del almuerzo, soltó de un golpe toda la carga de su tormento.

Los niños habían de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se

sentó a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el

encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento.

-La tierra es redonda como una naranja.

Úrsula perdió la paciencia. «Si has de volverte loco, vuélvete tú solo -gritó-. Pero no trates de

inculcar a los niños tus ideas de gitano.» José Arcadio Buendía, impasible, no se dejó amedrentar

por la desesperación de su mujer, que en un rapto de cólera le destrozó el astrolabio contra el

suelo. Construyó otro, reunió en el cuartito a los hombres del pueblo y les demostró, con teorías

que para todos resultaban incomprensibles, la posibilidad de regresar al punto de partida

navegando siempre hacia el Oriente. Toda la aldea estaba convencida de que José Arcadio

Buendía había perdido el juicio, cuando llegó Melquíades a poner las cosas en su punto. Exaltó en

público la inteligencia de aquel hombre que por pura especulación astronómica había construido

una teoría ya comprobada en la práctica, aunque desconocida hasta entonces en Macondo, y

como una prueba de su admiración le hizo un regalo que había de ejercer una influencia

terminante en el futuro de la aldea: un laboratorio de alquimia.

Para esa época, Melquíades había envejecido con una rapidez asombrosa. En sus primeros

viajes parecía tener la misma edad de José Arcadio Buendia. Pero mientras éste conservaba su

fuerza descomunal, que le permitía derribar un caballo agarrándolo por las orejas, el gitano

parecía estragado por una dolencia tenaz. Era, en realidad, el resultado de múltiples y raras

enfermedades contraídas en sus incontables viajes alrededor del mundo. Según él mismo le contó

a José Arcadio Buendia mientras lo ayudaba a montar el laboratorio, la muerte lo seguía a todas

partes, husmeándole los pantalones, pero sin decidirse a darle el zarpazo final. Era un fugitivo de

cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al género humano. Sobrevivió a la pelagra en

Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón,

a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio multitudinario en el

estrecho de Magallanes. Aquel ser prodigioso que decía poseer las claves de Nostradamus, era un

hombre lúgubre, envuelto en un aura triste, con una mirada asiática que parecía conocer el otro

lado de las cosas. Usaba un sombrero grande y negro, como las alas extendidas de un cuervo, y

un chaleco de terciopelo patinado por el verdín de los siglos. Pero a pesar de su inmensa

sabiduría y de su ámbito misterioso, tenía un peso humano, una condición terrestre que lo

5

mantenía enredado en los minúsculos problemas de la vida cotidiana. Se quejaba de dolencias de

viejo, sufría por los más insignificantes percances económicos y había dejado de reír desde hacía

mucho tiempo, porque el escorbuto le había arrancado los dientes. El sofocante mediodía en que

reveló sus secretos, José Arcadio Buendía tuvo la certidumbre de que aquél era el principio de

una grande amistad. Los niños se asombraron con sus relatos fantásticos. Aureliano, que no tenía

entonces más de cinco años, había de recordarlo por el resto de su vida como lo vio aquella

tarde, sentado contra la claridad metálica y reverberante de la ventana, alumbrando con su profunda

voz de órgano los territorios más oscuros de la imaginación, mientras chorreaba por sus

sienes la grasa derretida por el calor. José Arcadio, su hermano mayor, había de transmitir

aquella imagen maravillosa, como un recuerdo hereditario, a toda su descendencia. Úrsula, en

cambio, conservó un mal recuerdo de aquella visita, porque entró al cuarto en el momento en

que Melquíades rompió por distracción un frasco de bicloruro de mercurio.

-Es el olor del demonio -dijo ella.

-En absoluto -corrigió Melquíades-. Está comprobado que el demonio tiene propiedades

sulfúricas, y esto no es más que un poco de solimán.

Siempre didáctico, hizo una sabia exposición sobre las virtudes diabólicas del cinabrio, pero

Úrsula no le hizo caso, sino que se llevó los niños a rezar. Aquel olor mordiente quedaría para

siempre en su memoria, vinculado al recuerdo de Melquíades.

El rudimentario laboratorio -sin contar una profusión de cazuelas, embudos, retortas, filtros y

coladores- estaba compuesto por un atanor primitivo; una probeta de cristal de cuello largo y

angosto, imitación del huevo filosófico, y un destilador construido por los propios gitanos según

las descripciones modernas del alambique de tres brazos de María la judía. Además de estas

cosas, Melquíades dejó muestras de los siete metales correspondientes a los siete planetas, las

fórmulas de Moisés y Zósimo para el doblado del oro, y una serie de apuntes y dibujos sobre los

procesos del Gran Magisterio, que permitían a quien supiera interpretarlos intentar la fabricación

de la piedra filosofal. Seducido por la simplicidad de las fórmulas para doblar el oro, José Arcadio

Buendía cortejó a Úrsula durante varias semanas, para que le permitiera desenterrar sus

monedas coloniales y aumentarlas tantas veces como era posible subdividir el azogile. Úrsula

cedió, como ocurría siempre, ante la inquebrantable obstinación de su marido. Entonces José

Arcadio Buendía echó treinta doblones en una cazuela, y los fundió con raspadura de cobre,

oropimente, azufre y plomo. Puso a hervir todo a fuego vivo en un caldero de aceite de ricino

hasta obtener un jarabe espeso y pestilente más parecido al caramelo vulgar que al oro

magnífico. En azarosos y desesperados procesos de destilación, fundida con los siete metales

planetarios, trabajada con el mercurio hermético y el vitriolo de Chipre, y vuelta a cocer en

manteca de cerdo a falta de aceite de rábano, la preciosa herencia de Úrsula quedó reducida a un

chicharrón carbonizado que no pudo ser desprendido del fondo del caldero.

Cuando volvieron los gitanos, Úrsula había predispuesto contra ellos a toda la población. Pero

la curiosidad pudo más que el temor, porque aquella vez los gitanos recorrieron la aldea haciendo

un ruido ensordecedor con toda clase de instrumentos músicos, mientras el pregonero anunciaba

la exhibición del más fabuloso hallazgo de los nasciancenos. De modo que todo el mundo se fue a

la carpa, y mediante el pago de un centavo vieron un Melquíades juvenil, repuesto, desarrugado,

con una dentadura nueva y radiante. Quienes recordaban sus encías destruidas por el escorbuto,

sus mejillas fláccidas y sus labios marchitos, se estremecieron de pavor ante aquella prueba

terminante de los poderes sobrenaturales del gitano. El pavor se convirtió en pánico cuando

Melquíades se sacó los dientes, intactos, engastados en las encías, y se los mostró al público por

un instante un instante fugaz en que volvió a ser el mismo hombre decrépito de los años

anteriores y se los puso otra vez y sonrió de nuevo con un dominio pleno de su juventud

restaurada. Hasta el propio José Arcadio Buendía consideró que los conocimientos de Melquíades

habían llegado a extremos intolerables, pero experimentó un saludable alborozo cuando el gitano

le explicó a solas el mecanismo de su dentadura postiza. Aquello le pareció a la vez tan sencillo y

prodigioso, que de la noche a la mañana perdió todo interés en las investigaciones de alquimia;

sufrió una nueva crisis de mal humor, no volvió a comer en forma regular y se pasaba el día

dando vueltas por la casa. «En el mundo están ocurriendo cosas increíbles -le decía a Úrsula-. Ahí

mismo, al otro lado del río, hay toda clase de aparatos mágicos, mientras nosotros seguimos

viviendo como los burros.» Quienes lo conocían desde los tiempos de la fundación de Macondo, se

asombraban de cuánto había cambiado bajo la influencia de Melquíades.

6

Al principio, José Arcadio Buendía era una especie de patriarca juvenil, que daba instrucciones

para la siembra y consejos para la crianza de niños y animales, y colaboraba con todos, aun en el

trabajo físico, para la buena marcha de la comunidad. Puesto que su casa fue desde el primer

momento la mejor de la aldea, las otras fueron arregladas a su imagen y semejanza. Tenía una

salita amplia y bien iluminada, un comedor en forma de terraza con flores de colores alegres, dos

dormitorios, un patio con un castaño gigantesco, un huerto bien plantado y un corral donde vivían

en comunidad pacífica los chivos, los cerdos y las gallinas. Los únicos animales prohibidos no sólo

en la casa, sino en todo el poblado, eran los gallos de pelea.

La laboriosidad de Úrsula andaba a la par con la de su marido. Activa, menuda, severa, aquella

mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún momento de su vida se la oyó cantar,

parecía estar en todas partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida

por el suave susurro de sus pollerines de olán. Gracias a ella, los pisos de tierra golpeada, los

muros de barro sin encalar, los rústicos muebles de madera construidos por ellos mismos estaban

siempre limpios, y los viejos arcones donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor de

albahaca.

José Arcadio Buendía, que era el hombre más emprendedor que se vería jamás en la aldea,

había dispuesto de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y

abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa

recibía más sol que otra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea más ordenada

y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad

una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto.

Desde los tiempos de la fundación, José Arcadio Buendía construyó trampas y jaulas. En poco

tiempo llenó de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos no sólo la propia casa, sino todas las de

la aldea. El concierto de tantos pájaros distintos llegó a ser tan aturdidor, que Úrsula se tapó los

oídos con cera de abejas para no perder el sentido de la realidad. La primera vez que llegó la

tribu de Melquíades vendiendo bolas de vidrio para el dolor de cabeza, todo el mundo se

sorprendió de que hubieran podido encontrar aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga, y

los gitanos confesaron que se habían orientado por el canto de los pájaros.

Aquel espíritu de iniciativa social desapareció en poco tiempo, arrastrado por la fiebre de los

imanes, los cálculos astronómicos, los sueños de trasmutación y las ansias de conocer las

maravillas del mundo. De emprendedor y limpio, José Arcadio Buendía se convirtió en un hombre

de aspecto holgazán, descuidado en el vestir, con una barba salvaje que Úrsula lograba cuadrar a

duras penas con un cuchillo de cocina. No faltó quien lo considerara víctima de algún extraño

sortilegio. Pero hasta los más convencidos de su locura abandonaron trabajo y familias para

seguirlo, cuando se echó al hombro sus herramientas de desmontar, y pidió el concurso de todos

para abrir una trocha que pusiera a Macondo en contacto con los grandes inventos.

José Arcadio Buendía ignoraba por completo la geografía de la región. Sabía que hacia el

Oriente estaba la sierra impenetrable, y al otro lado de la sierra la antigua ciudad de Riohacha,

donde en épocas pasadas -según le había contado el primer Aureliano Buendía, su abuelo- sir

Francis Drake se daba al deporte de cazar caimanes a cañonazos, que luego hacía remendar y

rellenar de paja para llevárselos a la reina Isabel. En su juventud, él y sus hombres, con mujeres

y niños y animales y toda clase de enseres domésticos, atravesaron la sierra buscando una salida

al mar, y al cabo de veintiséis meses desistieron de la empresa y fundaron a Macondo para no

tener que emprender el camino de regreso. Era, pues, una ruta que no le interesaba, porque sólo

podía conducirlo al pasado. Al sur estaban los pantanos, cubiertos de una eterna nata vegetal, y

el vasto universo de la ciénaga grande, que según testimonio de los gitanos carecía de límites. La

ciénaga grande se confundía al Occidente con una extensión acuática sin horizontes, donde había

cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer, que perdían a los navegantes con el

hechizo de sus tetas descomunales. Los gitanos navegaban seis meses por esa ruta antes de

alcanzar el cinturón de tierra firme por donde pasaban las mulas del correo. De acuerdo con los

cálculos de José Arcadio Buendía, la única posibilidad de contacto con la civilización era la ruta del

Norte. De modo que dotó de herramientas de desmonte y armas de cacería a los mismos

hombres que lo acompañaron en la fundación de Macondo; echó en una mochila sus instrumentos

de orientación y sus mapas, y emprendió la temeraria aventura.

Los primeros días no encontraron un obstáculo apreciable. Descendieron por la pedregosa

ribera del río hasta el lugar en que años antes habían encontrado la armadura del guerrero, y allí

penetraron al bosque por un sendero de naranjos silvestres. Al término de la primera semana,

7

mataron y asaron un venado, pero se conformaron con comer la mitad y salar el resto para los

próximos días. Trataban de aplazar con esa precaución la necesidad de seguir comiendo

guacamayas, cuya carne azul tenía un áspero sabor de almizcle. Luego, durante más de diez días,

no volvieron a ver el sol. El suelo se volvió blando y húmedo, como ceniza volcánica, y la

vegetación fue cada vez más insidiosa y se hicieron cada vez más lejanos los gritos de los pájaros

y la bullaranga de los monos, y el mundo se volvió triste para siempre. Los hombres de la

expedición se sintieron abrumados por sus recuerdos más antiguos en aquel paraíso de humedad

y silencio, anterior al pecado original, donde las botas se hundían en pozos de aceites humeantes

y los machetes destrozaban lirios sangrientos y salamandras doradas. Durante una semana, casi

sin hablar, avanzaron como sonámbulos por un universo de pesadumbre, alumbrados apenas por

una tenue reverberación de insectos luminosos y con los pulmones agobiados por un sofocante

olor de sangre. No podían regresar, porque la trocha que iban abriendo a su paso se volvía a

cerrar en poco tiempo, con una vegetación nueva que casi veían crecer ante sus ojos. «No

importa -decía José Arcadio Buendía-. Lo esencial es no perder la orientación.» Siempre

pendiente de la brújula, siguió guiando a sus hombres hacia el norte invisible, hasta que lograron

salir de la región encantada. Era una noche densa, sin estrellas, pero la oscuridad estaba

impregnada por un aire nuevo y limpio. Agotados por la prolongada travesía, colgaron las

hamacas y durmieron a fondo por primera vez en dos semanas. Cuando despertaron, ya con el

sol alto, se quedaron pasmados de fascinación. Frente a ellos, rodeado de helechos y palmeras,

blanco y polvoriento en la silenciosa luz de la mañana, estaba un enorme galeón español.

Ligeramente volteado a estribor, de su arboladura intacta colgaban las piltrafas escuálidas del

velamen, entre jarcias adornadas de orquídeas. El casco, cubierto con una tersa coraza de

rémora petrificada y musgo tierno, estaba firmemente enclavado en un suelo de piedras. Toda la

estructura parecía ocupar un ámbito propio, un espacio de soledad y de olvido, vedado a los

vicios del tiempo y a las costumbres de los pájaros. En el interior, que los expedicionarios

exploraron con un fervor sigiloso, no había nada más que un apretado bosque de flores.

El hallazgo del galeón, indicio de la proximidad del mar, quebrantó el ímpetu de José Arcadio

Buendía. Consideraba como una burla de su travieso destino haber buscado el mar sin encontrarlo,

al precio de sacrificios y penalidades sin cuento, y haberlo encontrado entonces sin

buscarlo, atravesado en su camino como un obstáculo insalvable. Muchos años después, el

coronel Aureliano Buendía volvió a travesar la región, cuando era ya una ruta regular del correo,

y lo único que encontró de la nave fue el costillar carbonizado en medio de un campo de

amapolas. Sólo entonces convencido de que aquella historia no había sido un engendro de la

imaginación de su padre, se preguntó cómo había podido el galeón adentrarse hasta ese punto en

tierra firme. Pero José Arcadio Buendía no se planteó esa inquietud cuando encontró el mar, al

cabo de otros cuatro días de viaje, a doce kilómetros de distancia del galeón. Sus sueños

terminaban frente a ese mar color de ceniza, espumoso y sucio, que no merecía los riesgos y

sacrificios de su aventura.

-¡Carajo! -gritó-. Macondo está rodeado de agua por todas partes.

La idea de un Macondo peninsular prevaleció durante mucho tiempo, inspirada en el mapa

arbitrario que dibujó José Arcadio Buendía al regreso de su expedición. Lo trazó con rabia, exagerando

de mala fe las dificultades de comunicación, como para castigarse a sí mismo por la

absoluta falta de sentido con que eligió el lugar. «Nunca llegaremos a ninguna parte -se lamentaba

ante Úrsula-. Aquí nos hemos de pudrir en vida sin recibir los beneficios de la ciencia.»

Esa certidumbre, rumiada varios meses en el cuartito del laboratorio, lo llevó a concebir el

proyecto de trasladar a Macondo a un lugar más propicio. Pero esta vez, Úrsula se anticipó a sus

designios febriles. En una secreta e implacable labor de hormiguita predispuso a las mujeres de la

aldea contra la veleidad de sus hombres, que ya empezaban a prepararse para la mudanza. José

Arcadio Buendía no supo en qué momento, ni en virtud de qué fuerzas adversas, sus planes se

fueron enredando en una maraña de pretextos, contratiempos y evasivas, hasta convertirse en

pura y simple ilusión. Úrsula lo observó con una atención inocente, y hasta sintió por él un poco

de piedad, la mañana en que lo encontró en el cuartito del fondo comentando entre dientes sus

sueños de mudanza, mientras colocaba en sus cajas originales las piezas del laboratorio. Lo dejó

terminar. Lo dejó clavar las cajas y poner sus iniciales encima con un hisopo entintado, sin hacerle

ningún reproche, pero sabiendo ya que él sabía (porque se lo oyó decir en sus sordos

monólogos) que los hombres del pueblo no lo secundarían en su empresa. Sólo cuando empezó a

8

desmontar la puerta del cuartito, Úrsula se atrevió a preguntarle por qué lo hacía, y él le contestó

con una cierta amargura: «Puesto que nadie quiere irse, nos iremos solos.» Úrsula no se alteró.

-No nos iremos -dijo-. Aquí nos quedamos, porque aquí hemos tenido un hijo.

-Todavía no tenemos un muerto -dijo él-. Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un

muerto bajo la tierra.

Úrsula replicó, con una suave firmeza:

-Si es necesario que yo me muera para que se queden aquí, me muero.

José Arcadio Buendía no creyó que fuera tan rígida la voluntad de su mujer. Trató de seducirla

con el hechizo de su fantasía, con la promesa de un mundo prodigioso donde bastaba con echar

unos líquidos mágicos en la tierra para que las plantas dieran frutos a voluntad del hombre, y

donde se vendían a precio de baratillo toda clase de aparatos para el dolor. Pero Úrsula fue

insensible a su clarividencia.

-En vez de andar pensando en tus alocadas novelerías, debes ocuparte de tus hijos -replicó-.

Míralos cómo están, abandonados a la buena de Dios, igual que los burros.

José Arcadio Buendía tomó al pie de la letra las palabras de su mujer. Miró a través de la

ventana y vio a los dos niños descalzos en la huerta soleada, y tuvo la impresión de que sólo en

aquel instante habían empezado a existir, concebidos por el conjuro de Úrsula. Algo ocurrió

entonces en su interior; algo misterioso y definitivo que lo desarraigó de su tiempo actual y lo

llevó a la deriva por una región inexplorada de los re cuerdos. Mientras Úrsula seguía barriendo la

casa que ahora estaba segura de no abandonar en el resto de su vida él permaneció

contemplando a los niños con mirada absorta hasta que los ojos se le humedecieron y se los secó

con el dorso de la mano, y exhaló un hondo suspiro de resignación.

-Bueno -dijo-. Diles que vengan a ayudarme a sacar las cosas de los cajones.

José Arcadio, el mayor de los niños, había cumplido catorce años. Tenía la cabeza cuadrada, el

pelo hirsuto y el carácter voluntarioso de su padre. Aunque llevaba el mismo impulso de

crecimiento y fortaleza física, ya desde entonces era evidente que carecía de imaginación. Fue

concebido y dado a luz durante la penosa travesía de la sierra, antes de la fundación de Macondo,

y sus padres dieron gracias al cielo al comprobar que no tenía ningún órgano de animal.

Aureliano, el primer ser humano que nació en Macondo, iba a cumplir seis años en marzo. Era

silencioso y retraído. Había llorado en el vientre de su madre y nació con los ojos abiertos.

Mientras le cortaban el ombligo movía la cabeza de un lado a otro reconociendo las cosas del

cuarto, y examinaba el rostro de la gente con una curiosidad sin asombro. Luego, indiferente a

quienes se acercaban a conocerlo, mantuvo la atención concentrada en el techo de palma, que

parecía a punto de derrumbarse bajo la tremenda presión de la lluvia. Úrsula no volvió a

acordarse de la intensidad de esa mirada hasta un día en que el pequeño Aureliano, a la edad de

tres años, entró a la cocina en el momento en que ella retiraba del fogón y ponía en la mesa una

olla de caldo hirviendo. El niño, perplejo en la puerta, dijo: «Se va a caer.» La olla estaba bien

puesta en el centro de la mesa, pero tan pronto como el niño hizo el anuncio, inició un

movimiento irrevocable hacia el borde, como impulsada por un dinamismo interior, y se

despedazó en el suelo. Úrsula, alarmada, le contó el episodio a su marido, pero éste lo interpretó

como un fenómeno natural. Así fue siempre, ajeno a la existencia de sus hijos, en parte porque

consideraba la infancia como un período de insuficiencia mental, y en parte porque siempre

estaba demasiado absorto en sus propias especulaciones quiméricas.

Pero desde la tarde en que llamó a los niños para que lo ayudaran a desempacar las cosas del

laboratorio, les dedicó sus horas mejores. En el cuartito apartado, cuyas paredes se fueron

llenando poco a poco de mapas inverosímiles y gráficos fabulosos, les enseñó a leer y escribir y a

sacar cuentas, y les habló de las maravillas del mundo no sólo hasta donde le alcanzaban sus

conocimientos, sino forzando a extremos increíbles los límites de su imaginación. Fue así como

los niños terminaron por aprender que en el extremo meridional del África había hombres tan

inteligentes y pacíficos que su único entretenimiento era sentarse a pensar, y que era posible

atravesar a pie el mar Egeo saltando de isla en isla hasta el puerto de Salónica. Aquellas

alucinantes sesiones quedaron de tal modo impresas en la memoria de los niños, que muchos

años más tarde, un segundo antes de que el oficial de los ejércitos regulares diera la orden de

fuego al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía volvió a vivir la tibia tarde de

marzo en que su padre interrumpió la lección de física, y se quedó fascinado, con la mano en el

aire y los ojos inmóviles, oyendo a la distancia los pífanos y tambores y sonajas de los gitanos

9

que una vez más llegaban a la aldea, pregonando el último y asombroso descubrimiento de los

sabios de Memphis.

Eran gitanos nuevos. Hombres y mujeres jóvenes que sólo conocían su propia lengua,

ejemplares hermosos de piel aceitada y manos inteligentes, cuyos bailes y músicas sembraron en

las calles un pánico de alborotada alegría, con sus loros pintados de todos los colores que

recitaban romanzas italianas, y la gallina que ponía un centenar de huevos de oro al son de la

pandereta, y el mono amaestrado que adivinaba el pensamiento, y la máquina múltiple que

servía al mismo tiempo para pegar botones y bajar la fiebre, y el aparato para olvidar los malos

recuerdos, y el emplasto para perder el tiempo, y un millar de invenciones más, tan ingeniosas e

insólitas, que José Arcadio Buendía hubiera querido inventar la máquina de la memoria para

poder acordarse de todas. En un instante transformaron la aldea. Los habitantes de Macondo se

encontraron de pronto perdidos en sus propias calles, aturdidos por la feria multitudinaria.

Llevando un niño de cada mano para no perderlos en el tumulto, tropezando con saltimbanquis

de dientes acorazados de oro y malabaristas de seis brazos, sofocado por el confuso aliento de

estiércol y sándalo que exhalaba la muchedumbre, José Arcadio Buendía andaba como un loco

buscando a Melquíades por todas partes, para que le revelara los infinitos secretos de aquella

pesadilla fabulosa. Se dirigió a varios gitanos que no entendieron su lengua. Por último llegó

hasta el lugar donde Melquíades solía plantar su tienda, y encontró un armenio taciturno que

anunciaba en castellano un jarabe para hacerse invisible. Se había tomado de un golpe una copa

de la sustancia ambarina, cuando José Arcadio Buendía se abrió paso a empujones por entre el

grupo absorto que presenciaba el espectáculo, y alcanzó a hacer la pregunta. El gitano le envolvió

en el clima atónito de su mirada, antes de convertirse en un charco de alquitrán pestilente y

humeante sobre el cual quedó flotando la resonancia de su respuesta: «Melquíades murió.»

Aturdido por la noticia, José Arcadio Buendía permaneció inmóvil, tratando de sobreponerse a la

aflicción, hasta que el grupo se dispersó reclamado por otros artificios y el charco del armenio

taciturno se evaporó por completo. Más tarde, otros gitanos le confirmaron que en efecto

Melquíades había sucumbido a las fiebres en los médanos de Singapur, y su cuerpo había sido

arrojado en el lugar más profundo del mar de Java. A los niños no les interesó la noticia. Estaban

obstinados en que su padre los llevara a conocer la portentosa novedad de los sabios de

Memphis, anunciada a la entrada de una tienda que, según decían, perteneció al rey Salomón.

Tanto insistieron, que José Arcadio Buendía pagó los treinta reales y los condujo hasta el centro

de la carpa, donde había un gigante de torso peludo y cabeza rapada, con un anillo de cobre en la

nariz y una pesada cadena de hierro en el tobillo, custodiando un cofre de pirata. Al ser

destapado por el gigante, el cofre dejó escapar un aliento glacial. Dentro sólo había un enorme

bloque transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de

colores la claridad del crepúsculo. Desconcertado, sabiendo que los niños esperaban una

explicación inmediata, José Arcadio Buendía se atrevió a murmurar:

-Es el diamante más grande del mundo.

-No -corrigió el gitano-. Es hielo.

José Arcadio Buendía, sin entender, extendió la mano hacia el témpano, pero el gigante se la

apartó. «Cinco reales más para tocarlo», dijo. José Arcadio Buendía los pagó, y entonces puso la

mano sobre el hielo, y la mantuvo puesta por varios minutos, mientras el corazón se le hinchaba

de temor y de júbilo al contacto del misterio. Sin saber qué decir, pagó otros diez reales para que

sus hijos vivieran la prodigiosa experiencia. El pequeño José Arcadio se negó a tocarlo. Aureliano,

en cambio, dio un paso hacia adelante, puso la mano y la retiró en el acto. «Está hirviendo»,

exclamó asustado. Pero su padre no le prestó atención. Embriagado por la evidencia del prodigio,

en aquel momento se olvidó de la frustración de sus empresas delirantes y del cuerpo de

Melquíades abandonado al apetito de los calamares. Pagó otros cinco reales, y con la mano

puesta en el témpano, como expresando un testimonio sobre el texto sagrado, exclamó:

-Éste es el gran invento de nuestro tiempo.

10
  1   2   3   4   5   6   7   8   9   ...   21

Añadir el documento a tu blog o sitio web

similar:

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de iconMuchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de
Las cosas, tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de iconLa relación que había surgido entre ellos era apasionada y ardiente,...

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de iconResumen El café es un cultivo permanente, se siembra y empieza a...

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de iconFrente a un rancho de barro con techo de palma había un anciano sentado...

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de iconDespués de acostarme tarde y pasar una mala noche (con dolor de cabeza),...

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de iconInvestigación por muchos años, ahora se encuentran los

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de iconCapítulo 1
«¿Y qué cambia? ¿Qué se siente al estar muerto?». Conocía a más vampiros, pero Willie era el primero al que había tratado antes y...

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de iconLa reunión ocurre cinco años después del lanzamiento de la

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de iconTenía seis años cuando mis padres me contaron que había una pequeña...

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de iconMasculino de 34 años, con antecedentes de Diabetes Mellitus, que...






© 2015
contactos
m.exam-10.com