Diga lo que quiera de mí el común de los mortales, pues no ignoro






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Erasmo de Rotterdam

Elogio de la locura

Erasmo de Rotterdam

Elogio de la locura

     Habla la estulticia(1)

     Capítulo I


          Diga lo que quiera de mí el común de los mortales, pues no ignoro
     cuán mal hablan de la Estulticia incluso los más estultos, soy, empero,
     aquélla, y precisamente la única que tiene poder para divertir a los
     dioses y a los hombres. Y de ello es prueba poderosa, y lo representa
     bien, el que apenas he comparecido ante esta copiosa reunión para
     dirigiros la palabra, todos los semblantes han reflejado de súbito nueva e
     insólita alegría, los entrecejos se han desarrugado y habéis aplaudido con
     carcajadas alegres y cordiales, por modo que, en verdad, todos los
     presentes me parecéis ebrios de néctar no exento de nepente, como los
     dioses homéricos, mientras antes estabais sentados con cara triste y
     apurada, como recién salidos del antro de Trofonio(2).
          Al modo que, cuando el bello sol naciente muestra a las tierras su
     áureo rostro, o después de un áspero invierno el céfiro blando trae nueva
     primavera, parece que todas las cosas adquieran diversa faz, color
     distinto y les retorne la juventud, [24] así apenas he aparecido yo,
     habéis mudado el gesto. Mi sola presencia ha podido conseguir, pues, lo
     que apenas logran los grandes oradores con un discurso lato y meditado
     que, a pesar de ello, no logra disipar el malhumor de los ánimos.

     Capítulo II
          En cuanto al motivo de que me presente hoy con tan raro atavío, vais
     a escucharlo si no os molesta prestarme oídos, pero no los oídos con que
     atendéis a los predicadores, sino los que acostumbráis a dar en el mercado
     a los charlatanes, juglares y bufones, o aquellas orejas que levantaba
     antaño nuestro insigne Midas para escuchar a Pan.
          Me ha dado hoy por hacer un poco de sofista ante vosotros, pero no de
     esos de ahora que inculcan penosas tonterías en los niños y los enseñan a
     discutir con más terquedad que las mujeres. Imitaré, en cambio, a los
     antiguos, que para evitar el vergonzoso dictado de sabios prefirieron ser
     llamados sofistas. Se dedicaban éstos a celebrar las glorias de los dioses
     y los héroes. Por ello, vais a oír también un encomio, pero no el de
     Hércules ni el de Solón, sino el de mí misma, el de la Estulticia.

     Capítulo III
          No tengo por sabios a esos que consideran que el alabarse a sí mismo
     sea la mayor de las tonterías y de las inconveniencias. Podrá ser necio si
     así lo quieren, pero habrán de confesar que es también oportuno. ¿Hay cosa
     que más cuadre sino que la misma Estulticia sea trompetera de sus
     alabanzas y cantora de sí? ¿Quién podrá describirme mejor [25] que yo? A
     no ser que por acaso me conozca alguien mejor que yo misma. Sin embargo,
     me creo mucho más modesta que esta tropa de magnates y sabios que,
     trastrocado el pudor, suelen sobornar a un retórico halagador o a un poeta
     vanilocuo y le ponen sueldo para escucharle recitar sus alabanzas, que no
     son sino mentiras. El elogiado, aun fingiendo rubor, hace la rueda y
     yergue la cresta, como el pavo real, mientras el desvergonzado adulador
     equipara con los dioses a aquel hombre de nada y le presenta como absoluto
     ejemplar de toda virtud, aun sabiendo que dista mucho de cualquiera de
     ellas, que está vistiendo a la corneja de ajenas plumas, blanqueando a un
     etíope o haciendo de una mosca elefante. En resumen, me atengo a aquel
     viejo proverbio del vulgo que dice que «hace bien en alabarse a sí mismo
     quien no encuentra a otro que lo haga».
          Sin embargo, declaro que me asombra la ingratitud o la indiferencia
     de los mortales, pues aunque todos me festejen celosamente y reconozcan de
     buen grado mi bondad, jamás ha habido ninguno en tantos siglos que haya
     celebrado las glorias de la Estulticia en un agradable discurso, al paso
     que no han faltado quienes, a costa del aceite y del sueño, hayan
     importunado con relamidos elogios a los Busiris, a los Falaris, las
     fiebres cuartanas, las moscas, la calvicie y otras pestes semejantes.
          Vais, pues, a escuchar de mí un discurso que será tanto más sincero
     cuanto es improvisado y repentino.

     Capítulo IV
          No querría que creyeseis que lo he compuesto para exhibición del
     ingenio a la manera que lo hace la cáfila de los oradores. Pues éstos,
     según ya [26] sabéis, cuando pronuncian un discurso que les ha costado
     treinta años elaborar, y que más de una vez es incluso ajeno, juran que lo
     han escrito, y aun que lo han dictado, en tres días, como por juego.
          A mí siempre me ha sido sobremanera grato decir lo que me venga a la
     boca. Que nadie espere de mí, pues, que comience con una definición de mí
     misma, según es costumbre de los retóricos vulgares, y mucho menos que
     formule divisiones, pues constituiría tan mal presagio el poner límites a
     mi poder, que tan vasto se manifiesta, como separar las partes de aquello
     en que confluye el culto de todo linaje de gentes. Y, en fin, ¿a qué
     conduciría el convertirme con una definición en imagen o fantasma, cuando
     me tenéis presente ante vosotros mirándome con los ojos? Según veis yo soy
     verdaderamente aquella dispensadora de bienes llamada por los latinos
     «Stultitia», y por los griegos, «Moria».

     Capítulo V
          Sin embargo, ¿qué necesidad había de decíroslo? ¡Como si no
     expresasen bastante quién soy el semblante y la frente; como si alguno que
     me tomase por Minerva o por la Sabiduría no pudiese desengañarse con una
     sola mirada aun sin mediar la palabra, pues la cara es sincero espejo del
     alma! En mí no hay lugar para el engaño, ni simulo con el rostro una cosa
     cuando abrigo otra en el pecho. Soy en todas partes absolutamente igual a
     mí misma, de suerte que no pueden encubrirme esos que reclaman título y
     apariencias de sabios y se pasean como monas revestidas de púrpura o asnos
     con piel de león. Por esmerado que sea su disfraz, [27] les asoman por
     algún sitio las empinadas orejazas de Midas. ¡Ingratos son conmigo, por
     Hércules, esos hombres que, aun perteneciendo en cuerpo y alma a mi tropa,
     se avergüenzan tanto de nuestro nombre ante el vulgo, que llegan a
     lanzarlo contra los demás como grave oprobio! Por ser estultísimos, aunque
     pretendan ser tenidos por sabios y por unos Tales, ¿no merecerían con el
     mejor derecho que les calificásemos de sabios-tontos(3)?.

     Capítulo VI
          He querido de esta manera imitar a algunos de los retóricos de
     nuestro tiempo que se tienen por unos dioses en cuanto lucen dos lenguas,
     como la sanguijuela, y creen ejecutar una acción preclara al intercalar en
     sus discursos latinos, a modo de mosaico, algunas palabritas griegas,
     aunque no vengan a cuento. Si les faltan palabras de lenguas extranjeras,
     arrancan de podridos pergaminos cuatro o cinco palabras anticuadas con las
     cuales derramen las tinieblas sobre el lector, de suerte que los que las
     entiendan se complazcan más con ellas, y los que no, se admiren tanto más
     cuanto menos se enteren. Efectivamente, mi gente se complace más en una
     cosa a medida que de más lejos viene. Y si en ella los hay que sean un
     poco más ambiciosos, ríanse, aplaudan y, según el ejemplo de los asnos,
     muevan las orejas a fin de que parezca a los demás que lo comprenden todo.
          Y basta de este asunto. Vuelvo ahora a mi tema. [28]

     Capítulo VII
          Ya conocéis mi nombre, varones... ¿Qué adjetivo añadiré? Ningún otro
     que estultísimos, porque ¿puede llamar de modo más honroso a sus devotos
     la diosa Estulticia? Como mi genealogía no es conocida de muchos, voy a
     tratar de exponerla, con el favor de las musas. No fue mi padre ni el
     Caos, ni el Oreo, ni Saturno, ni Júpiter, ni otro alguno de esta anticuada
     y podrida familia de dioses, sino Pluto, aquel que a pesar de Hesíodo y
     Homero y hasta del mismo Júpiter, es el verdadero padre de los dioses y de
     los hombres. Según su antojo se agitaban y se agitan las cosas sacras y
     las profanas, y a tenor de su arbitrio se rigen guerras, paces, mandatos,
     consejos, juicios, comicios, matrimonios, pactos, alianzas, leyes, artes,
     lo cómico, lo serio y -me falta el aliento- las cosas públicas y privadas
     de los mortales. Sin su favor, toda esta turba de dioses de que hablan los
     poetas, y diré más, ni los mismos dioses mayores, o no existirían en
     absoluto o no podrían comer caliente en sus propios altares. Si alguien
     tuviese a Pluto airado contra él, no le valdría ni el auxilio de Palas.
     Por el contrario, quien le tenga propicio, puede permitirse mandar a paseo
     al Sumo Júpiter y su rayo. Éste es el padre de quien me enorgullezco y
     éste fue quien me engendró, no sacándome de la cabeza, como lo hizo
     Júpiter con la aburrida y ceñuda Palas, sino en la ninfa Neotete, que es
     la más bella y la más alegre de todas. Tampoco soy fruto de un triste
     deber conyugal, como lo fue aquel herrero cojo, sino lo que es mucho más
     deleitoso, «de un amor furtivo», como dice nuestro Homero. No caigáis en
     el error de creer que me [29] engendró aquel Pluto aristofánico(4), que
     tenía un pie en el ataúd y la vista perdida, sino un Pluto vigoroso,
     embriagado por la juventud, y no sólo por la juventud, sino aún mucho más
     por el néctar que gustaba beber puro y largo en el banquete de los dioses.

     Capítulo VIII
          Si me preguntáis también el lugar donde nací -puesto que en el día se
     juzga trascendental para la nobleza el sitio donde uno dio los primeros
     vagidos-, diré que no provengo de la errática Delos(5) ni del undoso mar,
     ni de las profundas cavernas, sino de las mismas islas Afortunadas, donde
     todo crece espontáneamente y sin labor(6). Allí no hay ni trabajo, ni
     vejez, ni enfermedad, ni se ve en el campo el gamón, ni la malva, la
     cebolla, el altramuz, el haba u otro estilo de bagatelas, sino que por
     doquier los ojos y la nariz se deleitan con el ajo áureo, la pance, la
     nepente, la mejorana, la artemisa, el loto, la rosa, la violeta y el
     jacinto, cual otro jardín de Adonis.
          Nací en medio de estas delicias y no amanecí llorando a la vida, sino
     que sonreí amorosamente a mi madre. Así no envidio al altísimo Júpiter la
     cabra que le amamantó, puesto que a mí me criaron a sus pechos dos
     graciosísimas ninfas, la Ebriedad, hija de Baco, y la Ignorancia, hija de
     Pan, a las [30] cuales podéis ver entre mis acompañantes y seguidores. Si
     queréis conocer sus nombres, os los diré, pero, ¡por Hércules!, no sera
     sino en griego.

     Capítulo IX
          Ésta que veis con las cejas arrogantemente erguidas es el Amor
     Propio. Allí esta la Adulación, con ojos risueños y manos aplaudidoras.
     Ésta que veis en duermevela y que parece soñolienta, es el Olvido, Ésta,
     apoyada en los codos y cruzada de manos, se llama Pereza. Ésta, coronada
     de rosas y ungida de perfumes de pies a cabeza, es la Voluptuosidad. Ésta
     de ojos torpes y extraviados de un lado para otro, es la Demencia. Ésta
     otra de nítido cutis y cuerpo bellamente modelado, es la Molicie. Veis
     también dos dioses, mezclados con esas doncellas, de los cuales a uno
     llaman Como y al otro «Sublime modorra». Con los fieles auxilios de esta
     familia, todas las cosas permanecen bajo mi potestad y ejerzo autoridad
     incluso sobre las autoridades.

     Capítulo X
          Ya habéis oído mi origen, mi educación y séquito. Ahora, para que no
     parezca que uso sin motivo del título de diosa, poned las orejas derechas
     para escuchar cuántos beneficios proporciono así a los dioses como a los
     hombres y cuán dilatadamente campea mi numen. Pues si alguien(7) escribió
     con acierto que un dios se caracteriza por ayudar a los mortales y si
     merecidamente entraron en el Senado divino quienes descubrieron a los
     mortales el vino, el trigo o cualquier otro beneficio, ¿por qué [31] yo,
     por derecho propio, no me llamaré y seré tenida por «alfa»(8) de todos los
     dioses, cuando soy más generosa que todos en cualquier especie de bienes?

     Capítulo XI
          Primeramente, ¿qué podrá ser más dulce y más precioso que la misma
     vida? Y en el principio de ésta, ¿quién tiene más intervención que yo?
     Pues ni la temida lanza de Palas ni el escudo del sublime Júpiter que mora
     en las nubes, tienen parte en engendrar o propagar la especie humana.
          El mismo padre de los dioses y rey de los hombres, que con un ademán
     estremece a todo el Olimpo, tiene que dejar el triple rayo y deponer el
     rostro de titán, con el que cuando quiere aterroriza a todos los dioses,
     para encarnarse miserablemente en persona ajena, al modo de los cómicos,
     si quiere hacer niños, cosa que no es rara en él.
          Los estoicos se creen casi dioses; pues bien dadme uno de ellos que
     sea tres, o cuatro y hasta seiscientas veces más estoico que los demás, e
     incluso a éste le haré abandonar si no la barba, signo de sabiduría, común
     por cierto con los machos cabríos, por lo menos el entrecejo fruncido; le
     haré desarrugar la frente, dejar a un lado sus dogmas diamantinos y hasta
     tontear y delirar un poquito. En suma, a mí, a mí sola, repito, tendrá que
     acudir el sabio en cuanto quiera ser padre. Mas ¿por qué no os hablaré con
     mayor franqueza, según es mi costumbre? Decid si son la cabeza, el pecho,
     la mano, la oreja, partes del cuerpo consideradas honestas, las que
     engendran a los dioses y a los hombres. Creo que no, antes bien es aquella
     otra parte [32] tan estulta y ridícula, que no puede nombrarse sin
     suscitar la risa, la que propaga el género humano.
          Tal es el manantial sagrado de donde todas las cosas reciben la vida,
     mucho más ciertamente que del «número cuartenario» de Pitágoras. Pues
     decidme: ¿qué hombre ofrecería la cabeza al yugo del matrimonio si, como
     suelen esos sabios, meditase los inconvenientes que le traerá esta vida?
     O, ¿qué mujer permitiría el acceso de un varón si conociese o considerase
     los peligrosos trabajos del parto o la molestia de la educación de los
     hijos? Pues si debéis la vida a los matrimonios y el matrimonio a la
     Demencia, mi acompañante, comprended cuán obligados me estáis. Además,
     ¿qué mujer que haya sufrido estas incomodidades una vez querría
     repetirlas, si no interviniese el poder del Olvido? Ni la misma Venus,
     diga lo que diga Lucrecio(9), podría esparcir su veneno, y sin el auxilio
     de nuestro poder sus facultades quedarían inválidas y nulas.
          De esta suerte, de nuestro juego desatinado y ridículo proceden
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